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Joan Manuel Serrat: el último gran día

El artista se despide de los escenarios en Barcelona con un concierto emocional, mezcla de contención y alegría, y con un público conmovido

Serrat, en su último concierto en Barcelona, la noche del 23 de diciembre. Foto: ALBERT GARCIA | Vídeo: EPV

Hay pocas cosas en la vida que se hacen sabiendo que esa, precisamente esa, es la última vez que se hacen. La vida no suele dejar muchas despedidas conscientes, pasan cosas que un día dejan de pasar y ya está. Eso hay que agradecer a Joan Manuel Serrat (Barcelona, 78 años): haber brindado a su público una despedida oficial. “Proclamo mi despido por voluntad propia”, dijo al iniciarse la noche. Sí, compondrá, cantará e incluso igual aparece en algún escenario como invitado, pero nunca más Serrat será Serrat en concierto. Era la última vez, en un Palau Sant Jordi lleno, con todo el púbico sentado. Allí se despidió también de aquel chaval que hace décadas sintió por vez primera el vértigo de cantar ante alguien más que amigos y familia. La noche del viernes, tras seis décadas de escenarios, todo el mundo fue su familia en el adiós. En su ciudad natal. Y se emocionaron hasta las sillas.

Porque Serrat deja los escenarios de verdad, no como un torero de coleta de quita y pon. Saber retirarse es un éxito y el que fue noi del Poble Sec nota que su hora ha llegado. Antes partir que decaer tirando solo de la admiración y empatía de un público que se lo perdonaría todo por lo que le debe. Partir y dejar una noche para la historia, esas noches en las que una multitud, más de 15.000 personas en su postrer concierto, incontables en los otros 71 de la gira, parecen una sola persona porque sienten lo mismo, cada uno con sus recuerdos. Sí, Serrat ha escogido el momento, cercana su octava década de vida (cumple el martes 79 años ), tras hilvanar la crónica musical de los cambios que su barrio, su ciudad, su país y el mundo entero han protagonizado en este tiempo. Por eso el ambiente era una mezcla de congoja y alegría, de sentimientos vividos hacia dentro, como la planta que toma el agua de la tierra sin que nadie lo vea. Y de aplausos y ovaciones hacia afuera, como cuando la flor se abre y se muestra sin pudor. Un entusiasmo paciente y cálido, propio de un público ya granado, ese que precisamente sabe lo que Serrat quiere decir con canciones como Temps era temps, encargada de abrir un adiós al que él mismo quiso rebajar el octanaje con bromas que querían combatir pesadumbres. Los recuerdos no pueden anclar la vida rebozándola en tristeza, son escalones de la memoria. También de la vejez.

Dado que estaba en casa, el repertorio varió con respecto a otros conciertos, y el catalán ganó peso en el cancionero mediante gemas como Seria fantàstic o la juvenil Me’n vaig a peu que compartieron protagonismo en el arranque del recital con esa Cançó de bressol en la que también suena el castellano, algo muy propio de quien ya mezcla raíces en su propio nombre de pila. Estaba emocionado Serrat y su voz, con huellas de décadas de vida y de profesión, temblaba al hablar, como también lo hacía al cantar, otorgándole así la autoridad del abuelo que cuenta a sus boquiabiertos nietos cosas que ellos aún no saben que recordarán de por vida. Ese abuelo al que cantó en El carrusel del Furo. Y aunque “los nietos” de Serrat fuesen la noche del viernes también abuelos en sus vidas, y conozcan de primera mano alguna de las cosas que les contó, no dejaron de ser criaturas rejuvenecidas por el cancionero de Serrat. En realidad, todo el público fue a la vez abuela, madre y nieto, incluidos el presidente Pedro Sánchez (50 años) y Ada Colau (48), dos representantes del nutrido grupo de políticos presentes en el concierto.

Y todo ello fue así porque Serrat ha explicado el mundo con palabras tan llanas que parece, craso error, que cualquiera podría escribirlas: lo intrincado de la llaneza. El costumbrismo puede ser solo polvo sobre un objeto, pero el costumbrismo de Serrat es el objeto mismo, es la vida hecha canción con palabras enhebradas por una sensibilidad de calle, de barrio, ni cursi ni barroca, sencilla y honda. Y ya se sabe que las canciones son lo último que el cerebro borra cuando vuela hacia las nubes del olvido.

Así, la última noche de Serrat sobre un escenario fue una noche de recuerdos. Él, de americana marrón estampada, camisa y pantalón negros de calle, el entarimado tapizado por atrás en rojo, con una pantalla en la que convivieron corazones, fotos en blanco y negro, una Gioconda trasteada, tiovivos, viñetas de tebeo, grafitis, cielos, la soledad de Hopper, la mirada incandescente de Picasso o las calles de Barcelona. Y Serrat no permitió que la melancolía arrugase una velada tan tersa, intentando pilotar la nave hacia la diversión que él prometió en sus primeras alocuciones. Lo ayudaron una banda de cómplices encabezada por Josep Mas Kitflus y Ricard Miralles, completada con David Palau, Úrsula Amargós, Vicente Climent, Raimón Ferrer y José Miguel Pérez Sagaste, un grupo con contrabajo y viola, con saxos y clarinete, teclados y piano, batería acariciada y unos arreglos que en ocasiones enmascaraban la canción hasta que sus primeras palabras situaban al público, que entonces aplaudía. Y, en un buen ramillete de piezas, Serrat con su guitarra, no necesaria musicalmente, sí para fijar aquella imagen del chaval que comenzaba cuando las neveras eran armarios con una barra de hielo.

No sospechaba entonces que se comería el mundo hasta en tiempos de metaverso. Caía No hago otra cosa que pensar en ti, el público cantaba y se mecía. Y quedaba claro que mirar con ternura es más fácil que escribir sobre amor como Serrat lo ha hecho. De igual manera que el ecologismo de soflama marchitaba en comparación con Pare o Plany al mar, donde el Palau volvía a caer en la cuenta de la fealdad de unos tiempos que han llenado el mar de cadáveres y de plástico, como recordó presentándolas en una noche de invierno con temperatura casi primaveral. Pero, por una vez, lo feo se quedó en la puerta de lo que fue un paréntesis emocional que casi pudo medirse en escala Richter. Todo el mundo se despedía de algo íntimo despidiéndose de Serrat.

Joan Manuel Serrat
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, en el inicio del concierto, acompañado por su esposa, Begoña Gómez, y el ministro de Exteriores, José Manuel Albares.Albert Garcia

El repertorio sobrepasó la veintena de canciones, con leves diferencias entre los tres conciertos barceloneses (incluyó Pueblo Blanco por ejemplo). En el fondo, detalles sin apenas importancia ante lo oceánico de la muestra, un generoso paseo por una carrera más larga que la dictadura que lo mantuvo un tiempo en México, exiliado. Cada cual debió echar en falta alguna composición, pero de igual manera que contar estrellas en el cielo conduce a dejarse alguna, un repertorio a medida de cada asistente tendría al público aún allí, con un Serrat sin lumbares de tanta reverencia para agradecer todos y cada uno de los aplausos, mucho más nutridos que en su concierto del martes. Como esas ovaciones que desató Mediterráneo, más que un himno, que lo es, una canción de amor; esa emoción que a él mismo le embargó presentando y cantando Nanas de la cebolla bajo la ominosa presencia de una ventana carcelaria que evocó a la que no restó a Miguel Hernández un ápice de belleza al escribir un poema para su mujer y su hijo, ambos hambrientos mientras él se agostaba en prisión. O esa sensación de escalofrío propia de La tieta, delicado y humano retrato de soledad en femenino singular.

Pero, por otro lado, la alegría, imprescindible en las buenas despedidas, vino servida por Hoy puede ser un gran día, que lo fue, claro, un Cantares cantado por el público y antesala de la emocionante Paraules d’amor, cuando todo el mundo fue Serrat al entonarla. Él, mucho más pleno que en su primer concierto barcelonés de despedida, dijo en broma que le había fallado al público por no llorar, cosa imposible sonando Fiesta como casi cierre de su carrera en directo. Porque después, solo en escena, sobre un taburete que apenas usó durante la noche, agradeció a su familia, amigos como Salvador Escamilla, Quico Sabater y Joan Ollé, y a la música todo lo que le habían dado.

Comenzó a interpretar Una guitarra hasta que hubo de cambiarla porque, dijo, no funcionaba. La cambió y, ahora sí, una canción seminal de 1965 cerró su carrera y un concierto que fue mucho más que un concierto, porque anoche el Sant Jordi celebró el paso del tiempo y las cosas que hacen recordar lo que de la vida ha quedado prendido en el ayer. Y lo hizo con una mezcla insólita de alegría, contención, lágrimas, evocaciones, consciencia de la vejez y orgullo de su público por ser parte de algo tan intangible y sólido como haber seguido a Serrat en sus conciertos, en sus discos, en sus melodías, en sus letras. Él ha logrado quitarse el vicio de cantar, nombre de su gira, en directo y ahora solo lo hará para sus íntimos. Para los demás queda el inicio de una abstinencia que no tendrá fin, pero que gracias a cómo Serrat planteó su adiós tuvo un principio al que agarrarse. Una nueva época se inicia. Excelente noticia cuando se peinan canas.

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