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COLUMNA
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Serrat

La vocación insistente es una virtud en el escenario artístico. No ocurre lo mismo en política

Serrat
Serrat, el miércoles en su concierto en el Wizink Center, en Madrid.Kiko Huesca (EFE)

La gira por España y América con la que Joan Manuel Serrat se despide de los escenarios está siendo un éxito. He tenido la suerte de disfrutar en Madrid de uno de sus conciertos. Que las cosas buenas acaben bien es un consuelo en este mundo donde todo parece estar manga por hombro, mientras el Sol apuesta más por la oscuridad ciega de la noche que por la luz del día. Ser feliz en un concierto de Serrat es comprender de forma sencilla todas las palabras que llenan una canción, y todas las canciones que caben en una palabra. Lluvia, fiesta, señora, Mediterráneo, camino, andar, libertad, nana, cosas, escaparate, estación, ay, amor, palabras que van del cancionero común a mi adolescencia en la Granada de los años setenta o a la infancia de mis hijas. Elisa vino conmigo al concierto y se emocionó al oír las canciones que ya oía en el coche de sus padres cuando estaba aprendiendo a hablar.

Aprender a hablar es un ejercicio que no termina nunca. El arte mueve emociones en busca de verdades humanas y la política, sin embargo, tiende a levantar mentiras cuando crispa las emociones. Como soy un ciudadano muy politizado y muy literato, aprendí pronto a distinguir un panfleto de un poema. Pienso en las diferencias entre los escenarios del arte y la política. Me doy cuenta de que celebraré mucho un incumplimiento: me gustaría que Serrat no se retirara y programase otra gira para el año que viene. Sería estupendo que hiciese lo mismo que Miguel Ríos, maestro en despedidas imposibles. La vocación insistente es una virtud en el escenario artístico. No ocurre lo mismo en política. ¡Cuánto celebraríamos que quien se ha despedido se fuera de verdad a casa y no se dedicase a crearles problemas a los suyos por un exceso de soberbia personal! Aquí nadie resulta imprescindible, excepto Miguel Ríos y Joan Manuel Serrat.

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