Serrat para la libertad
¿Cuánta vida hemos ganado escuchando sus canciones? ¿Cuánto le debemos al artista que el miércoles empezará a despedirse en el Beacon Theatre de Nueva York
“Serrat hace canción de vida y aquí la vida estuvo muy, muy trabada”. Son declaraciones de un chaval de 19 años que espera en la cola antes de entrar en el recital que Joan Manuel Serrat va a dar en el teatro Rex de Buenos Aires. Primeros días de junio de 1983. Semanas de tensión y fervor en el país, meses de esperanza porque por fin se atisba el fin de un ciclo político criminal. Durante los años anteriores —siete años trágicos de la dictadura militar— al cantautor catalán le habían prohibido actuar en Argentina y su regreso a los escenarios era ansiado como una posibilidad de consolidar un tiempo nuevo, de sentir la libertad antes de que fuese una realidad. Por eso a mediados de abril las colas para comprar entradas habían sido interminables. Más de una noche de termos y bocadillos esperando que abriese la taquilla. A las diez de la mañana de un lunes, la cola se extendía por las calles adyacentes al teatro y allí había tiendas de discos donde la música de Serrat traspasaba las puertas.
El jueves 2, el primer concierto. Allí estaba el periodista de Informe Semanal que entrevistó a gente de todas las edades que esperaba la apertura de las puertas. Al montar el reportaje, para cerrar el bloque de testimonios, se escogieron las palabras de ese chaval que confesó seguir a Serrat desde los 13. ¿Cómo se hace canción de vida?
Ya no está en su camerino sino detrás del escenario. Mientras responde al periodista de Televisión Española, las 3.300 personas que la primera noche en el Rex que gestionan Les Luthiers lo esperan coreando proclamas de esperanza democrática. La banda empieza a tocar la pieza introductoria que pronto se transformará en el arranque de Cantares. Él está sereno, sale al escenario y la ovación se alarga varios minutos. Sonríe con modestia, pero es un profesional que no se engaña: hay conciertos que marcan la trayectoria de un artista, unas pocas horas en las que la confluencia entre el músico y el público genera tanta energía que quienes asisten al espectáculo experimentan una comunión que transforma. Pasa pocas veces. Algunos cantantes nunca lo logran. Durante esas horas se vivió, sí, una experiencia catártica en Buenos Aires.
En un artículo estratosférico, Guillem Gisbert —el cantante y compositor de Manel— reflexionaba aquí sobre la medula creativa de Serrat. No se trataba, nunca se ha tratado, de canción protesta o de discurso político combativo. En todo caso un discurso de decencia cívica. Pero lo fundamental ha sido algo distinto. Gracias a sus canciones, a su tono de voz y la honestidad de su actitud en el escenario, su público ha sentido la confianza de compartir con él un mundo de emociones y sentimientos que le permitía transitar de manera natural, sin sobresaltos ni angustias ni radicalismos, de la represión a la libertad, como cantó al interpretar los versos de Miguel Hernández. Son historias de amor, estampas de localismo o cotidianidad, descripciones de paisaje o recreaciones de la memoria sentimental que, con aparente sencillez, inyectan vida porque él, a través de su arte, ha tenido la virtud de redimir ese mundo gris del que venimos para que sea soportable, para que pueda ser mejor, para poder empezar a pesar de todo. Pocas canciones lo transmiten de una manera tan honesta y a la vez tan epopéyica como Cançó de bressol, una estampa familiar que concentra la historia más digna de nuestro país —del país de Pueblo blanco, que tantas lágrimas hizo saltar aquella noche en Buenos Aires.
¿Cuánta vida hemos ganado escuchando sus canciones? ¿Cuánta libertad le debemos al artista que el miércoles empezará a despedirse en el Beacon Theatre de Nueva York cerrando una de las páginas más memorables de la historia de la música popular? Primero en Cataluña, luego en España y al fin en América Latina, durante décadas, gracias a él, quienes lo escuchaban han sentido que su vida dejaba de estar trabada. Íntimamente. Colectivamente.
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