Atticus Finch vuelve a los tribunales: batalla judicial en Estados Unidos por ‘Matar a un ruiseñor’
Sendas adaptaciones de la célebre novela de Harper Lee, una clásica y otra actualizada, batallan desde 2019 por decidir en qué salas del país pueden representarse
La adaptación teatral de Matar a un ruiseñor se ha convertido en un clásico que rivaliza en fama y alcance con la novela de Harper Lee (Monroeville, Alabama, 1926-2016). Como marca registrada. O como marcas registradas, porque hay dos versiones rodando por los escenarios de Estados Unidos, con sus respectivos depositarios enfrentados en una batalla legal desde 2019. De un lado está la adaptación del guionista y productor Aaron Sorkin, el todopoderoso artífice de El ala oeste de la Casa Blanca o The Newsroom, por citar sólo dos series televisivas salidas de su caletre. Del otro, la versión debida al dramaturgo Christopher Sergel (fallecido en 1993), con una puesta en escena tradicional y décadas de recorrido por los teatros de EE UU. Broadway frente a la América profunda, la misma en que se desarrolla la lucha del abogado Atticus Finch (Gregory Peck en la versión cinematográfica que dirigió Robert Mulligan, ganadora de tres Oscar) para demostrar la inocencia de Tom Robinson, un afroamericano juzgado por una violación que no ha cometido.
A la demanda inicial, presentada en 2019 por Sorkin para impedir la representación de otras versiones de la obra en teatros pequeños —una ruina económica para muchos, al tratarse de compañías de aficionados en colegios y asociaciones comunitarias—, siguió la réplica, también judicial, de los herederos de Sergel para intentar impedir que la versión de Broadway se representara en escenarios fuera de las luminarias de la calle 42, el kilómetro cero de las artes escénicas en EE UU. Entre ambas demandas se dirimía no sólo la rentabilidad económica de la representación —la de Broadway de Sorkin ha batido récords de taquilla—, también qué interpretación dramática llegaría al público del resto del país. Más o menos, cuál sería el canon de este clásico.
Sorkin aspiraba a homologar su versión, con un ritmo más contemporáneo, papeles más importantes para los personajes negros y una reelaboración psicológica, con más sombras que la del original, del personaje del modesto abogado Finch. Mientras que el guion de Sergel permanece, sin embargo, inalterado. Esta semana, los productores de la obra de Sorkin han presentado una demanda contra los titulares de los derechos de la de Sergel, solicitando a un juez que permita a los teatros de todo el país el montaje de cualquiera de las dos versiones. Pretenden así superar un laudo arbitral según el cual la versión de Sergel tiene derechos de exclusividad en la mayoría de los escenarios más allá de Broadway y el West End. El laudo blindaba a Sorkin en la gran cuadrícula de la escena de Nueva York, pero le perjudicaba claramente en el resto del país.
Como sucediera en 2019, aunque ahora con signo contrario, Atticus Limited Liability Company, la productora de la versión actualizada de Sorkin, vuelve a medirse ante un tribunal federal con Dramatic Publishing Company, propietaria de los derechos de autor de la obra de Sergel. El propio dramaturgo, que no fue precisamente un cualquiera en Broadway, presidió de 1970 a 1993 la compañía, fundada en 1885 y propiedad de su familia. El solo hecho de que la empresa que defiende los intereses de Sorkin incorpore a su denominación comercial el nombre de Atticus demuestra un velado intento de patrimonializar el legado y el símbolo del alma del relato: el probo abogado de pueblo, ese Maycomb polvoriento y tenso, “un hombre de Derecho, la voz de quienes no tienen voz ante el Derecho”, como define al personaje Javier de Lucas, catedrático de filosofía del derecho y filosofía política, en su libro Nosotros, que quisimos tanto a Atticus Finch (Tirant lo Blanch). “Finch ha sido un modelo, un referente para innumerables profesores y estudiantes de Derecho, abogados, jueces, fiscales y juristas en general; en fin, para muchísimos ciudadanos o, simplemente, para millones de lectores”, subraya De Lucas en el libro.
La oleada de protestas raciales que siguió al asesinato del afroamericano George Floyd por la policía en 2020 puso de nuevo de actualidad el libro, la única novela que escribió Harper Lee, aunque nunca había caído en el olvido. Publicada en 1960, esta obra “nos ofrece una reflexión crítica sobre el arraigo de la cultura segregacionista —colonialista y esclavista— en una parte importante de los EE UU, lo que conocemos como el Deep South [el Sur profundo]”, explica De Lucas, cuyo libro se subtitula De las raíces del supremacismo, al Black Lives Matter, el amplio movimiento antirracista que espoleó el asesinato de Floyd en Minneapolis.
La obra de Harper Lee, que contó posteriormente con la precuela Go Set a Watchman (Ve y pon un centinela), publicada en 2015, un año antes de su muerte, ocupa en el imaginario cultural y colectivo de un país en pugna contra los demonios del racismo, su pecado original, un lugar sin parangón. Tan vigente, que la apuesta por el aggiornamento de Sorkin, concediendo más presencia a los personajes negros y llenando de matices al bueno de Atticus Finch, parece capaz de ganar la partida, el legado del ruiseñor ante las futuras generaciones. Al menos mientras el exorcismo de la discriminación siga siendo necesario, o el racismo perviva como una herida en carne viva en el país.
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