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IN MEMORIAM
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Mi tío Dominique Lapierre

El escritor Javier Moro recuerda a su tío, fallecido en Francia el 2 de diciembre

Dominique Lapierre
El escritor Dominique Lapierre, en un acto en Nueva Delhi (India), en mayo de 2008.PRAKASH SINGH (AFP)

Quería mucho a mi tío. Era más que un tío, fue un padre cuando el mío falleció muy joven; fue un amigo, un cómplice.

Ahora que se ha ido, qué de recuerdos me vienen a la memoria. Qué de viajes, cuántas amistades compartidas y buenos momentos. Prefiero quedarme con el recuerdo suyo antes de la caída trágica que le dañó el cerebro y le robó la lucidez, porque Dominique murió dos veces, primero en 2011, y luego el pasado 2 de diciembre, día del aniversario del accidente de Bhopal, lo que no pasó inadvertido a los chabolistas de aquella ciudad india que vieron en ello el signo de una coincidencia divina y encendieron velas en su honor. Y ese es el primer recuerdo que me viene, un recuerdo que es también una lección. Dominique había decidido entregar la mayor parte de los derechos de autor del libro que habíamos escrito sobre la tragedia de Bhopal a la construcción de una clínica para curar a las víctimas más graves del envenenamiento por escape de gas. El día de la inauguración, hace 22 años, pude comprobar con mis propios ojos cómo un libro podía mejorar la vida de la gente, y eso de una manera concreta, cotidiana, palpable. Vi cómo un trabajo intelectual, que nos había costado varios años culminar, se transformaba en... una clínica. Ese día descubrí que sólo con un bolígrafo y un cuaderno de notas se podía cambiar el mundo, o por lo menos incidir en su mejora.

Dominique sabía tocar el corazón de la gente. Los que escuchaban sus conferencias en Calcuta, Ginebra, Jerusalén o Santiago de Compostela, ya fuesen ricos o pobres, blancos, negros, indios, cristianos, budistas o hindúes, todos reían y a veces lloraban. Porque sabía emocionar. Y era un auténtico cosmopolita, sin renegar de ser francés, al contrario. Pero en Italia, se sentía italiano —cierto que le gustaba la pasta, era comilón—. La India la conocía mejor que los propios indios. Era admirado y respetado por la élite del país, cuya historia había escrito en Esta noche la libertad junto a su amigo del alma Larry Collins, y era adorado y venerado por el pueblo llano al que tanto ayudó.

En España era español. Conocía el país no sólo porque parte de su familia vivíamos aquí, sino por haber dedicado cuatro años de su vida a escribir un libro sobre la posguerra española, O llevarás luto por mí, uno de los libros más bellos que se han escrito sobre España. Aprendió a amar la tauromaquia, los campos olivareros que sobrevolaba en la avioneta de El Cordobés y el “ramón y queso”, como decía con su acento francés, y sobre todo a la gente. Volvía de las firmas en la Feria del libro de Madrid exultante, diciendo que los españoles eran los más afectuosos del mundo. Luego se preguntaba cómo esa gente tan maravillosa había podido caer en los horrores de una guerra civil. Siempre quiso que sus sobrinos le llamásemos “tío”, hasta en francés, y para nosotros siempre fue “le tío Dominique”.

A nosotros, a su familia española, nos hizo descubrir cosas que no conocíamos, como la peregrinación al Rocío, de la que era un ferviente devoto. Esa mezcla de fiesta y fe, de aventura y espiritualidad le apasionaba tanto que a los 80 años no quiso perderse el que iba a ser el último de sus rocíos, incluso con el brazo en cabestrillo. Siempre se lamentó de que hubiera tantos españoles que no valorasen esta peregrinación, un espectáculo único. Doy fe, porque hicimos el camino juntos cinco veces, siempre a caballo, durmiendo en una tienda o en un carromato, a veces al raso viendo las estrellas, llenos de polvo, rodeados de gente bebiendo, bailando o rezando. Para él, eso era el auténtico lujo.

Dominique Lapierre junto a su sobrino, el también escritor Javier Moro, en Bhopal (India), en una fotografía sin fechar proporcionada por el autor madrileño.
Dominique Lapierre junto a su sobrino, el también escritor Javier Moro, en Bhopal (India), en una fotografía sin fechar proporcionada por el autor madrileño.

Mi tío Dominique era un árbol viejo. Ofrecía sus ramas a todo el que quisiese o necesitase agarrarse a ellas. Me lo dijo mi abuela —su madre— cuando era niño: “Dominique es muy generoso”. Tenía razón, ella, que le había transmitido la idea de que la religión era querer a la gente y proteger a los débiles. Ayudó a su familia, y a mí en concreto me brindó la oportunidad de escribir al alimón un libro cuando yo era un desconocido para el gran público. Un gesto que le retrata, le honra y que le agradezco de corazón. Me gusta saber que después él disfrutó de mis propias historias.

También ayudaba a sus amigos, y a los demás, a los desconocidos, a los pobres sin rostro.

Cuando cumplió 50 años quiso dar un sentido a su vida dedicándose en cuerpo y alma a una formidable misión humanitaria que cambió la vida de millones de personas (si, millones, no exagero) y tristemente siento que no tuvo el reconocimiento que merecía. Le he visto abogar por los más pobres ante los más poderosos de la India. He sido testigo de cómo miles de campesinos le recibían en rincones perdidos del delta del Ganges para agradecerle su ayuda, y de la envidia que provocaba en los políticos locales, incapaces de galvanizar tales multitudes. ¡Eso le hacía tan feliz! Sí, cambiaba el mundo con los instrumentos que dominaba, con la palabra y con la pluma (porque a los ordenadores llegó tarde).

En el crepúsculo de su vida, él, escritor y filántropo, se convirtió en personaje de libro, en un Don Quijote que recorría las rutas del mundo con la idea loca de convertirlo en un lugar de justicia y de amor.

Buen viaje, “tío”. Tu ejemplo vive en nosotros, en todos los que tu alma supo tocar. Y hoy soy yo quien lleva luto por ti.

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