El marmolista vacceo que no sabía escribir y grabó la inscripción funeraria al revés
Margarita Torrione, catedrática de la Universidad de Saboya, localiza en el yacimiento palentino de Dessobriga la estela de un hombre tan famoso que ni siquiera se tallaron sus “apellidos”
El problema al que se enfrentan epigrafistas, historiadores y arqueólogos con la enigmática cultura vaccea es doble. Lo primero, no están seguros de que este pueblo de origen céltico, asentado en el valle medio del Duero, dominase la escritura; como mucho imitaban la de sus vecinos celtíberos, según los especialistas en escrituras paleohispánicas. Lo segundo, siendo mayoritariamente ágrafos, utilizaron en alguna ocasión el signario ibérico (una mezcla de alfabeto y silabario de otro pueblo prerromano de la Península) para grabar inscripciones. En el yacimiento vacceo de Dessobriga (Osorno la Mayor, Palencia), se han encontrado dos ejemplos de este embrollo epigráfico: un recipiente de cerámica vaccea con dos sellos grabados y una extraña estela funeraria que encierra errores y misterios. Margarita Torrione, catedrática hispanista de la universidad francesa de Saboya, promotora y directora científica del Proyecto Dessobriga, aporta una respuesta a estos desconcertantes hechos y desvela, además, el hallazgo de un “campo de fosas” en la ladera noroeste de la ciudadela, repleto de hoyos acondicionados para enterrar todo tipo de objetos y de restos óseos calcinados.
Todo en Dessobriga es enigmático, por desconocido. Su territorio arqueológico se extiende en torno a la elevación de Las Cuestas, sobre casi 200 hectáreas. Desde su estratégica posición, los habitantes de un oppidum (ciudadela fortificada) dominaban la feraz llanura y los caminos que comunicaban la montaña palentina y el piedemonte de la Cordillera Cantábrica. Pueblo marcadamente cerealista, las tropas romanas del emperador Augusto necesitaban sus grandes almacenes para alimentarse y asegurarse, al tiempo, una cabeza de puente en la llanura antes de emprender acciones de castigo sobre el indómito norte peninsular.
Los primeros pobladores se establecieron durante la Primera Edad del Hierro, en torno al siglo VI a. C., en la colina donde levantarían Dessobriga. La ciudad mantuvo su identidad indígena hasta los inicios de las Guerras Cántabras (29 al 19 a. C) cuando fue atacada por Roma. Las investigaciones arqueológicas llevadas a cabo entre 2013 y 2019―la covid-19 paralizó los trabajos― permitieron delimitar dos claras áreas de la ciudad: la acrópolis (zona de hábitat más elevada y amesetada) y una zona ritual o de necrópolis de la Segunda Edad del Hierro (siglos IV a I a.C.) ―el “campo de fosas” del que habla Torrione― en la ladera noroeste del poblamiento.
Lo que más sorprende en este yacimiento arqueológico es que en la zona baja, área dominada por el espigón del oppidum, los vacceos enterrasen en hoyos tanto objetos cotidianos como de valor, que eran sellados con la misma tierra extraída y recubierta con cantos rodados. En su interior se ha localizado cerámica vaccea de torno, incisa y pintada, metales (objetos de hierro y de bronce), molinos de mano, restos de talla de sílex, fusayolas, canicas grabadas...
Torrione lo explica: “Por sus características y las analíticas realizadas hay que entenderlo en clave simbólica: un espacio ritual relacionado con la muerte, con los ciclos agrarios y el inframundo, donde los materiales se depositaron intencionadamente. Pero la posible dimensión simbólica de estos depósitos, que escapan a lo trivial, es aún difícil de definir, salvo que se lleven a cabo excavaciones extensivas que determinen los modelos de cada estructura y del conjunto”.
En 2017, cuando se iniciaron los trabajos para cartografiar el yacimiento y elaborar el mapa paleotopográfico, llamaron la atención dos grandes bloques de piedra arenisca. Una vez volteados, se constató en uno de ellos la presencia de signos grabados. “Signario ibérico”, afirma la catedrática.
La lengua de los íberos ―pueblo que se extendía por la costa mediterránea desde el sur de Francia hasta Andalucía y, por tanto, a cientos de kilómetros de los vacceos― se mantuvo entre los siglos V a. C. y el I d. C., pero no ha sido descifrada. El íbero no formaba parte de las lenguas indoeuropeas, de las que proceden el sánscrito, el griego, el latín y la mayoría de las europeas. Se puede leer, pero no traducir, más allá de algunas inscripciones breves muy repetidas y de las que, por deducción, los lingüistas desprenden el significado.
Los celtíberos, vecinos de los vacceos, adoptaron el signario ibérico, adaptándolo a su propia lengua y fonética. Se conocen unos 500 epígrafes celtíberos, que formarían unas mil palabras. “Pero el conocimiento que tenemos se limita a lo escrito. La mayoría de los términos interpretables pertenecen a un campo léxico restringido, que corresponde solo a antropónimos [nombres de personas], topónimos [de lugar] y etnónimos [nombres de pueblos o etnias]. Se sabe muy poco de su sintaxis”, aclara la hispanista.
Se sospecha que los celtíberos comenzaron a utilizar la escritura por el prestigio que esta aportaba a imitación de los romanos. Pero no adoptaron el alfabeto latino, sino el signario ibérico “gracias a los contactos mercantiles y aristocráticos” que mantenían con otro de los grandes pueblos peninsulares: los íberos. “Quiere todo esto decir que, a falta de piedra de Roseta, iberistas y celtiberistas se torturan las neuronas y construyen sutilísimos castillos de cartas en materia de epigrafía. Toda novedad o desvío de la ortodoxia les perturba”, comenta Torrione.
En teoría, los vacceos imitaban los grafemas ibéricos sin desarrollar textos y con un uso pretendidamente ornamental. “Los testimonios epigráficos surgidos tardíamente en territorio vacceo [entre el siglo II a.C. y la primera mitad del s. I d. C.] responderían a un tímido inicio de alfabetización, por lo que tampoco existió epigrafía funeraria vaccea propiamente dicha”. Sin embargo, en una de las estelas encontradas en la zona ritual de Dessobriga se lee Touto, nombre propio de origen céltico. El lapidario comenzó a grabarlo en una primer línea de derecha a izquierda, pero calculó mal y tuvo que parar. “Se quedó sin papel”, bromea la catedrática francesa. En la segunda línea grabró el silabograma “to”, aunque invertido, y el segmento “ban”, muy frecuente en la epigrafía ibérica. “Ban” tiene valor demostrativo y posesivo, por lo que la inscripción diría “[estela] de Touto”.
Este nombre propio de etimología celta ha sido rastreado por Torrione en inscripciones descubiertas en las provincias de Palencia, Salamanca, Zamora, Cáceres, Ciudad Real, Cuenca y Barcelona, así como en la portuguesa Castelo Branco. El Touto de Dessobrigra debía de ser un individuo conocido en el oppidum, porque su lápida “carece de fórmula onomástica polionímica” (alusiva al grupo familiar o al padre); es decir, no hizo falta grabarle el apellido, porque todos entendían de quién se trataba.
El origen del pueblo vacceo está sin resolver. Se ignora si su lengua era próxima o distinta a la celtíbera. “Resulta difícil definir desde el punto de vista lingüístico la extensa región vaccea [casi 50.000 kilómetros cuadrados], porque es una de las áreas peninsulares epigráficamente menos densa. Sólo la antroponimia viene a paliar levemente esta carencia, y gracias a que la mayoría de los nombres indígenas nos han llegado a través de epígrafes escritos en latín”.
Torrione agrega: “Los pseudoepígrafes vacceos, llamémoslos así hasta nuevos hallazgos, revelan que algunos de sus miembros aprendieron a escribir y otros comenzaron después a imitarlos por prestigio. La adopción de una escritura es compleja y está condicionada a las estructuras sociales e ideológicas. La aristocracia vaccea no parece haber tenido una inclinación tan marcada como la celtibérica por la epigrafía, como tampoco por acuñar moneda. Con una economía cerealista, más que textos, necesitaría expresiones escuetas”. Por ejemplo: “De Touto”. A secas.
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