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Sexo ‘jondo’: la liberación de las bailaoras

‘Insaciable’ es la nueva obra de Lucía ‘La Piñona’, flamenca de una generación que ya no evita la sexualidad sobre las tablas

Jonatan Miró y Lucía Álvarez, 'La Piñona', en un ensayo del espectáculo 'Insaciable'.
Jonatan Miró y Lucía Álvarez, 'La Piñona', en un ensayo del espectáculo 'Insaciable'.
Silvia Cruz Lapeña

“En el siglo XXI, el sexo de las bailaoras se está convirtiendo en arma de creación y contestación”, explica la catedrática de antropología Cristina Cruces Roldán por teléfono. Y añade: “En el atlas de la geografía humana de las flamencas esa parte de su anatomía ha estado como la base de Rota en Google Maps: desaparecida”. Efectivamente, el flamenco ha ignorado tradicionalmente el sexo y la sexualidad de las flamencas, algo más llamativo en las bailaoras, que trabajan con su cuerpo. “Es que el flamenco tiene fama de pasional pero no es sexual. Esa parte ha estado muy reprimida, sobre todo en las mujeres”, cuenta a EL PAÍS Lucía Álvarez, La Piñona, que el próximo martes presenta en los Teatros del Canal de Madrid Insaciable, obra que estrenará también en la Bienal de Sevilla el 21 de septiembre.

Por su parte, Ana Morales, Premio Giraldillo de la Bienal de Flamenco 2018, afirma sin tapujos que las dos situaciones en que ha estado más cerca del cielo han sido bailando y practicando sexo y cree que es imposible “no relacionar un cuerpo que se mueve con la sexualidad”. Cruces Roldán, que investiga sobre flamenco en la Universidad de Sevilla, le da la razón haciendo referencia a danzas del pasado “descompuestas y lascivas que venían de los tangos de negras que viajaron de África a América y de ahí a Cádiz y Sevilla”. Bailes como el manguindoy o la zarabanda, aceptados fuera de los teatros pero no en los escenarios ni para las que pretendieran parecer honradas.

De cintura para arriba

Las normas no escritas que marcaban esa honradez y lo que era aceptable en el baile datan del siglo XIX, cuando se produjo un reparto de papeles entre sexos muy condicionado por la moral católica. Además de un código de vestimenta, esas reglas determinaban los movimientos corporales de cada sexo. Resumiendo: los hombres bailan de cintura para abajo; las mujeres, de cintura para arriba. Técnicamente, quiere decir que el protagonismo de los bailaores radica en la fuerza de sus piernas, que se manifiesta sobre todo en el zapateado. Y el de las mujeres, en la delicadeza, concentrada en brazos y cabeza, siempre bien adornada. Simbólicamente, significa que los genitales de la mujer salen de escena. “Sin embargo, no desaparecen la cadera ni el amago de la falda, que marcan el camino a lo deseable. El sexo de la mujer siempre ha estado en el mismo sitio, pero no para expresarse desde él, sino para ser observado”, explica Cruces Roldán.

Rocío Molina, en una imagen promocional de 'Caída del cielo'.

Pero hoy, esa “anatomía olvidada” está haciéndose visible. Unas bailaoras la reclaman para denunciar: “En mi obra Catedral abordaba la represión sexual femenina que hemos vivido y en la que ha tenido mucho que ver la religión católica”, explica Patricia Guerrero, Premio Nacional de Danza 2021, que en Catedral baila una pieza titulada Tangos del deseo. Otras recurren a su entrepierna como un desafío: Rocío Molina en Caída del cielo. En este espectáculo, la ganadora del León de Plata de la Bienal de Danza de Venecia 2022 bailaba tanto de cintura para arriba como de cintura para abajo y hasta ponía en escena una menstruación. También se quedaba desnuda, algo que provocó algunas críticas, no a su baile, sino a su cuerpo, que llegaron a compararlo con un “lomo de cerdo”.

Esa reacción de quienes construyen el relato del flamenco es lo que la bailaora y teórica Belén Maya denomina “disciplinamiento del cuerpo de la bailaora”, un correctivo que se aplica cuando no hacen lo que se espera de ellas. Y lo que se espera, básicamente, “es que genere a quien mira placer estético”. Ese principio también se lo saltó Molina al apostar por la fealdad, la suciedad y la estridencia sonora. Y la prueba de que las críticas a su desnudo fueron un “castigo” por saltarse la moral impuesta a las artistas llegó unos meses después, cuando el bailaor Andrés Marín se quedó en cueros en su Don Quixote sin generar ninguna polémica.

Dueñas de su cuerpo y su compañía

¿Y qué ha propiciado este cambio? La conquista de derechos está entre las claves: “Del mismo modo que ya deciden sobre su sexualidad y su maternidad, deciden con qué parte de su cuerpo bailan, crean, y qué le dan al público”, explica Cruces Roldán. También tiene mucho que ver la normalización de un discurso feminista que las ha hecho sentirse más libres para expresarse: “Yo antes no me atrevía porque también he cumplido todos los estereotipos mostrándome sumisa, cuidando de ir vestida y peinada de manera recatada y portándome como se esperaba de mí para no molestar”, dice La Piñona.

Otro factor es que además de dueñas de su cuerpo, la mayoría lo son de sus compañías. Por eso ya no se limitan solamente a ser intérpretes, ni a ser interpretadas: prefieren interpretar el mundo con su baile. Por eso dice la antropóloga que el flamenco escénico del siglo XXI además de bailarse, se piensa. Porque Pastora Imperio o Carmen Amaya bailaban excelsamente, pero no planteaban temas sociales en sus espectáculos. Sus sucesoras sí, y entre sus temas están su cuerpo y sus derechos, así como otro concepto desterrado del vocabulario jondo: el deseo femenino.

Sensual, no sexual

“Del mismo modo que la representación visual de los genitales masculinos está legitimada, lo está su libido. No la de la mujer”, explica la catedrática. Eso es algo que también desmonta Insaciable, que contiene no un casto beso de La Piñona con Jonatan Miró sino un morreo, y una pieza titulada Farruca de la libido. Porque el vocabulario es otro de los lugares donde hay que buscar el cambio. Por ejemplo, en el de las bailaoras y la antropóloga entrevistadas aparecen “coños”, no términos infantilizados de los genitales femeninos; en el repertorio de Guerrero, unos “tangos del deseo”, y La Piñona asegura que “el duende, el trance o como se le quiera llamar es muy parecido al orgasmo”.

Patricia Guerrero, en 'Catedral'.Foto: JUAN CONCA

Para apreciar la evolución, basta observar el cancionero flamenco, que el escritor Fernando Quiñones definió como “un tratado de represión sexual”. Sus letras castigan a las adúlteras, se critica a las suegras y a las mujeres se las ensalza comparándolas con la virgen, especialmente si son madres. A esa idea le dio Molina otro revolcón bailando embarazada en A grito pelao, donde dejó claro que para que alguien nazca, una mujer debe parir por el mismo lugar que las normas y la moral pretenden esconder y callar. No fue, además, una madre virginal: sino una exuberante, dueña de sus actos y de su carne. Y para mayor autonomía, como contó, su hija no era fruto del sexo con un hombre, sino de una inseminación artificial.

Parece poca revolución sexual si se compara el flamenco con, por ejemplo, la danza contemporánea: basta repasar el papel del sexo en la obra de Pina Bausch. Pero no lo es si se tiene en cuenta, como escribió Quiñones, que no hay arte “con menos despliegue carnal” que el arte jondo. Aunque esa realidad, como afirma Cruces Roldán, ha tomado una senda que no tiene marcha atrás: “La de una genitocracia de las bailaoras, que han tomado las riendas de una naturaleza que se usó para dominarlas y ellas han convertido en su aliada para protestar, reivindicarse y crear”.

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Silvia Cruz Lapeña
Periodista en EL PAÍS Audio. Ha publicado en los principales medios españoles, colaboradora en RNE o CADENA SER y ha sido jefa de Actualidad en Vanity Fair Licenciada en Periodismo, es autora del libro 'Crónica jonda', y de su podcast homónimo publicado en Podium Podcast, así como de la biografía de la boxeadora Lady Tyger.

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