La música de Bach agita las conciencias en Utrecht
La ‘Pasión según San Juan’, con un nuevo texto del dramaturgo Thomas Höft, se convierte en un poderoso instrumento de denuncia de la persecución de los homosexuales tanto en el pasado como en la actualidad
Las Pasiones de Bach invitan, sobre todo, a la reflexión. En una aproximación que intente despojarlas de todo contenido religioso, cuentan en esencia los padecimientos y la muerte de un hombre inocente. Partiendo de esta premisa, Thomas Höft propone llevar a cabo con la Pasión según San Juan lo que técnicamente se conoce como una parodia (o, ya desde la Edad Media, contrafactum), es decir, la reutilización de una música ya existente con un texto distinto. El propio Bach, al igual que muchos de sus colegas, con Handel a la cabeza, se valió de este recurso en múltiples ocasiones: el Oratorio de Navidad, por ejemplo, fue compilado en su mayor parte a partir de arias y coros procedentes de cantatas profanas previas, nacidas casi siempre al calor de una circunstancia concreta e irrepetible: música surgida, por tanto, en un entorno inequívocamente no religioso abrazaba un texto nuevo y se insertaba con naturalidad en la iglesia. En sus mal llamadas cuatro Misas luteranas, sin embargo, las fuentes conocidas son, en todas y cada una de las secciones, movimientos procedentes de cantatas luteranas, no profanas, que, cambiando sus textos alemanes por los seculares latinos del Ordinario de la misa, mudaban solo parte de su fisonomía para adecuarse a su nuevo contexto.
La bautizada como Pasión de Utrecht respeta todas y cada una de las notas de la Pasión según San Juan, pero modifica, en cambio, gran parte de su texto. Las dos partes del original se transforman en cuatro, siempre con un mismo objetivo: poner de manifiesto que los homosexuales han sufrido y han muerto —y siguen sufriendo y muriendo en muchos lugares— por su sola identidad u orientación sexual. En el nuevo texto de Höft se dan saltos cronológicos hacia atrás y hacia delante: la matanza, en 2016, en un bar de Orlando (Florida) de medio centenar de personas en una discoteca frecuentada por homosexuales por los disparos indiscriminados de un miembro del ISIS, Omar Siddique Mateen; el segundo momento histórico nos lleva a la propia Utrecht, en 1730, cuando un sacristán de la catedral denunció a Zacharias Wilsma por practicar el sexo con otros hombres en el interior del templo, lo cual desencadenó el arresto, el juicio y, en muchos casos, la persecución y muerte de decenas de homosexuales tanto en la ciudad neerlandesa como en el resto del país; la historia prosigue diez años antes, cuando se desveló el verdadero género de Catharina Margaretha Linck, quien, disfrazada de hombre, vivía felizmente con otra mujer tras haber contraído matrimonio, por lo que fue denunciada por sodomía y, finalmente, ejecutada; la cuarta y última parte nos devuelve al presente y no tiene protagonistas concretos, sino que, tras las dos incursiones históricas precedentes, pone el dedo en la llaga al dejar constancia de que hoy, ahora, muchos homosexuales siguen siendo perseguidos en países como Rusia, Chechenia o Nigeria, y hace referencia, con nombres y apellidos, a recientes muertes violentas de mujeres lesbianas en México y Brasil.
A estas alturas, muchos se habrán rasgado las vestiduras imaginando algo parecido a una profanación de la música de Bach. Es mejor no hacerlo, dejar los prejuicios a un lado y escuchar con atención e, incluso, partitura en mano. La parodia (de nuevo en sentido técnico, no denigratorio o burlesco) de Thomas Höft funciona como un reloj de precisión, hurgando con constancia y precisión en las heridas, obligándonos a no mirar hacia otro lado. En muchos momentos se escucha, palabra por palabra, el texto original del evangelio de Juan o el de las arias y coros a los que puso música Bach: sin modificarlos, siguen cumpliendo exactamente la misma función que en 1724, recordándonos así tácitamente que no hay diferencias —no puede haberlas— entre la Pasión y muerte de Cristo y la de cualesquiera otros seres humanos inocentes que mueren de resultas de la intolerancia o el fanatismo ideológico o religioso.
Höft lleva a cabo su ejercicio de traslación textual con el máximo respeto. Unas veces los cambios son más significativos, como sucede, por ejemplo, en el coro inicial: “¡Señor, nuestro soberano, cuya gloria / es admirable en toda la tierra! / ¡Muéstranos por medio de tu Pasión / que tú, el verdadero hijo de Dios, / en toda época, / también en la mayor penalidad, / eres glorificado!”. El inequívoco contenido religioso del original obliga a laicizar el texto, que ahora reza: “¡Mirad a esas personas cuya existencia / resulta vergonzosa en todos los países! / ¡Mostradnos por medio de vuestra Pasión / que vosotros, por vuestra naturaleza humana, / en toda época, / y a menudo en la mayor penalidad, / sois despreciados!”. Pero en otros casos son mínimos, como en la última aria de la obra: “¡Disuélvete, corazón mío, en ríos de lágrimas / para honrar al Altísimo! / Cuéntale al mundo y al cielo la desgracia: / ¡Tu Jesús ha muerto!” da lugar a “¡Disuélvete, corazón mío, en ríos de lágrimas / para honrar a los muertos! / Cuéntale al mundo y al cielo la desgracia: / ¡Son tantos los que han muerto!”. Como es natural, para que no haya que cambiar una sola nota de la música (la mayor libertad consiste en alterar puntualmente el registro vocal en algunos recitativos), el nuevo texto tiene que tener las mismas sílabas e idénticos acentos. En este último caso, “Dem Höchsten” se convierte en “den Toten”, mientras que “dein Jesus” se sustituye por “so viele”. Es imposible no sonreír por dentro cuando Höft convierte al sumo sacerdote de los interrogatorios a Jesús en la suegra de Catharina Margaretha Linck, ya que fue ella quien pidió con mayor ensañamiento que el supuesto marido de su hija fuera ejecutado por estar poseída por el diablo. “Hohenpriester” (sumo sacerdote) y “Schwiegermutter” (suegra), dos palabras tetrasílabas llanas, son prosódicamente intercambiables.
Musicalmente, hubo no pocos logros y detalles manifiestamente mejorables. Michael Hell, habitual en Utrecht los últimos años en todos los proyectos de Thomas Höft, ha ratificado sus sólidos fundamentos técnicos y su capacidad para concertar aun con medios modestos. En la línea de los presupuestos defendidos en su día por Joshua Rifkin, sus cuatro solistas vocales ejercen también de coro, aunque no hubiera venido mal contar con otros cuatro ripienistas. Susanne Elmark, la inolvidable Marie en la producción de Die Soldaten en el Teatro Real, llena sus intervenciones de dramatismo y autoridad vocal. El contratenor alemán Yosemeh Adjei se excede quizás en teatralidad y gesticulación, mientras que los dos más veteranos del cuarteto, el tenor Markus Schäfer y el barítono Dietrich Henschel, han dejado atrás su momento de mayor esplendor vocal, aunque suplen posibles carencias con su oficio y sus infinitas horas de vuelo. En los corales se constató que son cuatro voces demasiado diferentes para poder empastar con naturalidad. El benjamín del quinteto es el tenor Raphael Höhn, un tenor hiperlírico y con el volumen justo para poder encarnar con solvencia al Evangelista (aquí un mero narrador laico, por supuesto).
También la orquesta cuenta con los medios instrumentales justos, incluida la presencia del contrafagot (el Bassono grosso del manuscrito de Bach), aunque sin las violas d’amore en el arioso “Betrachte, meine Seel” (aquí mudado en “Betrachte, mein Verstand”) y el aria “Erwäge, erwäge”, sustituidas por violines con sordina. A pesar de la plantilla tan reducida, el grupo instrumental se impuso con frecuencia, como es lógico, al cuarteto vocal en los coros, casi siempre faltos de claridad. Hell se decanta por una lectura abiertamente dramática, ya desde el imponente coro inicial, dirigido con auténtico nervio, y favorece los tiempos rápidos, en ocasiones quizás en exceso, como en el aria con coro “Eilt, ihr angefochtnen Seelen”, cuyo primer verso se mantiene tal cual, aunque el Gólgota del original se convierte en la “ciudad de la muerte” (Todesstadt). Sus pequeñas interpolaciones al clave, casi a modo de breves cadencias, entre los versos de algunos corales (números 3 y 17, por ejemplo), resultan discutibles, aunque cabe suponer que su función es dar más tiempo al público para que pueda reflexionar sobre el contenido de los (en parte nuevos) textos.
Todos cuantos estaban sobre el escenario creían en lo que estaban haciendo y esa convicción fue percibiéndose cada vez más entre el público, sorprendido y removido a un tiempo por el mensaje que estaba transmitiéndose y por la naturalidad con que iba avanzando el trasvase textual. Los largos aplausos y aclamaciones finales constataron que, lejos de rasgarse las vestiduras, el público congregado en el Vredenburg había entendido el mensaje, incluida la pregunta final. El coral conclusivo de Bach reza: “Señor Jesucristo, escúchame, / ¡por siempre quiero alabarte!“. Pero la exclamación se torna en interrogación: “Vosotros, que me escucháis, ¿estáis comprendiéndome? / Eso sería un buen comienzo, seguro”. Concluida la Pasión de Utrecht, no hubo una sola protesta, y eso que las Pasiones de Bach son en los Países Bajos un asunto casi de Estado: en relación con su población, es posible que en ningún otro país del mundo se interpreten estas obras en tan gran número como aquí, donde, por otra parte, ya llevan décadas curados de espanto. El compositor Louis Andriessen fue muchísimo más lejos con su propia Pasión según San Mateo, protagonizada por una prostituta, Lola Jezus, y estrenada en Ámsterdam en 1976. No hay nada, por tanto, de lo que escandalizarse y sí mucho, en cambio, sobre lo que reflexionar.
El tramo central del Festival de Utrecht ha dejado muchos otros momentos para el recuerdo y varios de ellos han estado protagonizados por el tenor francés Marc Mauillon. El martes por la mañana, en la sala de cámara del Vredenburg, el Hertz, devolvió la voz y la palabra a una nutrida selección de trovadores, desde Guillaume IX de Poitiers, a comienzos del siglo XII, hasta Guiraut Riquier, en activo hasta finales del siglo siguiente. Apenas nos han llegado melodías de este repertorio, por lo que, para revivirlo, nos movemos inevitablemente en el terreno de la especulación. Mauillon recitó o cantó los textos, tanto en la langue d’oc como en la langue d’oil, con tal maestría y tal capacidad de seducción que lo de menos era cuestionar la autenticidad de las sencillas melodías con que arropó los versos, impregnados casi desde el primero hasta el último del fin’amor.
Con el solo apoyo instrumental de un arpa medieval, tocada con la mayor discreción por su hermana Angélique, y diversas flautas (con el añadido, casi al final, de una cornamusa) confiadas al veteranísimo Pierre Hamon, Mauillon fue desgranando los versos tristes de Bernart de Ventadorn, de Marcabru, de Jaufre Rudel o de Ricardo Corazón de León con su voz privilegiada: redonda, tersa, dúctil, cálida, acariciante, envolvente, de un color levemente ocre y con una dicción poblada de infinitos matices tanto en vocales como en consonantes. Sin recurrir a fantasías posmodernas, mandaron en todo momento los textos, la poesía, y su expresión natural, con pequeños interludios instrumentales para introducir algo de variedad en el constante sucederse de las estrofas, aunque, cantadas así, con semejante derroche de veracidad y naturalidad, es imposible que asome la monotonía. El público, puesto en pie, aplaudió con ganas el colosal ejercicio de austeridad de Mauillon, que regaló fuera de programa un virelai del sucesor natural de los trovadores, Guillaume de Machaut, Quant je sui mis au retour, cantado también por sus acompañantes y un pequeño prodigio poético y musical. Con artistas así, el futuro de la música antigua está en buenas manos.
Rozando el más difícil todavía, a partir del miércoles, en la Pieterskerk, Marc Mauillon empezó a ofrecer, a razón de una por noche, las tras casi desconocidas Leçons de ténèbres de Michel Lambert, escritas para voz y continuo. Ahora con el acompañamiento de clave (u órgano), tiorba y viola da gamba, los tres instrumentos más emblemáticos del Barroco francés, Mauillon volvió a dictar otra lección de austeridad, recreando las líneas vocales profusamente melismáticas (notas y notas para una misma sílaba) que imaginó Lambert para el texto bíblico de Jeremías con la máxima concentración expresiva. Nada tiene que ver esta música con las lamentaciones polifónicas de los compositores renacentistas, puesto que el texto (en un latín coloreado por la imprescindible pronunciación francesa) nos llega aquí con toda claridad, desprovisto de superposiciones.
Mauillon, que posee un talento inusual para traducir largas y alambicadas melodías sin introducir cesuras o acentos y valiéndose de imperceptibles tomas de aire, volvió a operar el mismo milagro del día anterior, solo que en un repertorio cuatro siglos posterior y estilísticamente muy diferente. También aquí contó con los acompañantes perfectos: la viola da gamba delicada pero elocuente de Myriam Rignol, la tiorba siempre precisa y contenida de Thibaut Roussel y el clave y el órgano tan austeros como su propia interpretación vocal de Marouan Mankar-Bennis. Los dos últimos cantaron con el tenor parte de los responsorios y versículos que siguen a cada una de las lecciones. Y juntos o individualmente tocaron martes y miércoles piezas instrumentales coetáneas, perfectamente elegidas, de Étienne Lemoyne, Louis Couperin, Johann Jakob Froberger, Sainte-Colombe o Ennemond Gaultier. Con su estructura fija, los dos conciertos se desarrollaron con un ritual repetido, invariable, que incluyó que, durante la interpretación de los responsorios en canto llano, Myriam Rignol se levantara para ir apagando progresivamente las velas repartidas por el altar. Sin apenas levantar la voz, como quien dice, y con un repertorio que parece un enemigo natural de cualquier amago de lucimiento, Marc Mauillon se ha convertido, por méritos propios, en uno de los grandes triunfadores del festival y se ha hecho merecedor con creces de su condición de artista residente de la presente edición.
Aparte de Mauillon, ha habido estos días otras incursiones modélicas en la música medieval, como la de Per-Sonat, con tres músicos que ya habían actuado el lunes, también en la Pieterskerk, con el Ensemble Leones: Marc Lewon, Sabine Lutzenberger y Elisabeth Rumsey. A ellos se unió el mejor de los vihuelistas de arco actuales, el francés Baptiste Romain. Los resultados fueron el jueves tan extraordinarios como entonces, ahora con un monográfico dedicado al quizá más grande de los Minnesänger medievales: Walther von den Vogelweide. Como sucede con los trovadores, nos han llegado sus textos, pero apenas hay vestigios de su música, por lo que Sabine Lutzenberger y su grupo la han tomado de otras fuentes coetáneas, con tan solo dos melodías compuestas expresamente (y es imposible distinguirlas de las originales) por Romain. Otra vez se impuso la Edad Media auténtica, sin colores chillones ni sobreabundancia de voces o instrumentos, con guiños constantes entre los cuatro músicos, que comulgan con los mismos presupuestos interpretativos, huyen de cualquier exceso y consiguen que lo complejo parezca extraordinariamente sencillo.
El tema central de esta edición del festival —la música galante, a caballo entre el final del Barroco y el comienzo del Clasicismo— ha seguido también presente, por supuesto. Y, en este apartado, causó una sensacional impresión en la Geertekerk Le Caravansérail, el grupo que dirige el clavecinista Bertrand Cuiller, que dedicó su programa a la música de Wilhelm Friedemann y Johann Christian Bach, arropada por la de su padre, Johann Sebastian, y un extraordinario concierto para clave de Johann Gottlieb Goldberg, que da nombre a las variaciones de la cuarta parte del Clavier-Übung, una presencia perfecta para acompañar la inusual interpretación de los catorce cánones sobre el bajo del aria, una rareza (y un desafío técnico e intelectual) que Cuiller y sus músicos plantearon de manera extraordinaria. En conjunto, y en este formato de solista de teclado y un reducido grupo instrumental, el suyo fue el mejor y más interesante de los conciertos de esta semana, mucho mejor preparado y mucho más atractivo que el más anodino de Il Gardellino y Olga Pashchenko en la misma iglesia el miércoles por la tarde, centrado en las tres sonatas para teclado de Johann Christian Bach que el adolescente Mozart transformó en conciertos con solista.
En el ámbito vocal, ese privilegio debería quizá concederse a Cantar Lontano, que ofreció el jueves en la catedral un concierto en el que la originalidad de su planteamiento (música sacra a partir de presupuestos armónicos extremos de Carlo Gesualdo y sus contemporáneos) estuvo a la misma altura que la excelencia de su interpretación. Marco Mencoboni es un músico tocado por el genio, capaz de alumbrar momentos de máxima intensidad espiritual, como sucedió en las dos versiones de O vos omnes de Gesualdo (las de sus colecciones 1603 y 1611) y, sobre todo, en la pieza interpretada fuera de programa, la antífona Alma redemptoris mater, del español Diego Ortiz, una presencia natural en un contexto dominado por los compositores napolitanos. El concierto había comenzado con una obra instrumental suya, la Recercata segunda sopra ‘O felici occhi miei’ (con el cornetista David Brutti encaramado en lo alto de la galería del gran órgano de la catedral) y no podía conocer mejor conclusión.
También ha habido decepciones, claro: la mayor de todas, la del violinista español Javier Lupiáñez y su grupo Scaramuccia, que se mostraron incapaces de afrontar con unas mínimas garantías técnicas un programa dominado por las obras muy exigentes de Johann Georg Pisendel: en no pocos momentos se bordeó la catástrofe. El veterano Andreas Staier ratificó en la Lutherse Kerk que ya no es el asombroso artista de antaño y que el declive físico ha empezado a pasarle factura: hubo deslices para todos los gustos (sobre todo en el primer preludio y fuga de Bach) y su Carl Philipp Emanuel Bach ha sido, con mucho, el menos interesante y personal de los escuchados aquí estos días. En el escenario que congrega siempre a los incondicionales del clave, tocaron el martes Jean Rondeau, algo desconcentrado y por debajo de su nivel habitual, y el miércoles su compatriota Louise Acabo, que ha ratificado la excepcional clase mostrada en años anteriores. Cuesta imaginar en el repertorio francés (alternó obras de Gaspard Le Roux y Elisabeth Jacquet de la Guerre) un intérprete más perfecto, hondo y comunicativo que ella, a pesar de su juventud.
Fue interesante escuchar una Pasión-pasticcio (mayoritariamente de Carl Heinrich Graun) a la Nederlandse Bachvereniging, mucho más entonada que en el concierto inaugural, como lo fue, asimismo, la propuesta de una macroorquesta barroca (doce primeros violines, otros tantos violonchelos, ¡seis fagotes!) de Alexis Kossenko y Les Ambassadeurs – La Grande Écurie, rememorando la grandeza y el esplendor sonoro de las fiestas reales en Versalles. Ante esta avalancha de excelentes músicos franceses, que viene repitiéndose desde hace años en Utrecht, uno se siente tentado de afirmar que no hay otro país en Europa con un panorama interpretativo tan rico y diverso en el ámbito de la música antigua. En el extremo opuesto, el de la máxima intimidad, fueron una joya el recital para traverso solo de Rachel Brown y el concierto nocturno que ofrecieron Stephan MacLeod y Kristian Bezuidenhout con Lieder (es uno de los padres del género) de Carl Philipp Emanuel Bach, sobre el que arrojó mucha luz Christine Blanken en una conferencia matinal en la Janskerk el jueves por la mañana. El toque de humor lo han puesto, como es habitual en los últimos años, Thomas Höft y Michael Hell con un espectáculo teatral en la Paardenkatedraal ambientado en Sanssouci y centrado en la pasión de Federico el Grande por el teatro y los personajes de la commedia dell’arte. Aunque también aquí se cuela a través del marco de un cuadro la tragedia de un amor prohibido: el que unió al entonces príncipe heredero y el teniente Hans Hermann von Katte, decapitado por orden de Federico Guillermo I, que obligó a su hijo a presenciar la ejecución. La Pasión de Utrecht, como al comienzo.
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