El arte se reinventa en las Azores
En medio del océano Atlántico, la isla de São Miguel es epicentro de un movimiento artístico tan fértil como sus turísticas laderas volcánicas
En la isla de São Miguel, la cultura no tiene puertas. Indómita y salvaje, se mimetiza con un paisaje sin domesticar. Con la excepción de la capital, Ponta Delgada, donde las tropelías urbanísticas siguen asestando zarpazos en nombre del turismo mal entendido, la isla más grande del archipiélago de las Azores se rige por normas propias, definidas por su orografía volcánica y su clima cambiante. En este contexto, cualquier intento artístico que aspire a tener sentido tiene que estar forzosamente articulado en torno al paisaje y alimentado por la propia energía que emana del territorio. El festival Walk&Talk lleva haciendo exactamente eso desde su creación, hace ya 11 años. Andando y hablando, pero también creando, componiendo y transformando una isla convertida en un lienzo en blanco listo para recibir el ímpetu creativo de jóvenes artistas de todo el mundo a través de instalaciones sonoras, exposiciones, encuentros, performances y caminatas por la naturaleza.
La pandemia sirvió a los directores del festival, Jesse James y Sofia Carolina Botelho, para reflexionar y formular un proyecto de futuro con vocación más internacional, plasmado ya en la reciente edición de este año, de la mano de la comisaria invitada Irene Campolmi y la selección de los 47 artistas de distintos países. “Queremos ser más ambiciosos en cuanto al impacto del festival, pero lo que es innegociable es su espíritu”, asegura Jesse James, que con solo 22 años puso en marcha, hace más de una década, una locura en el sitio menos pensado. Ese espíritu del que habla reivindica la insularidad (en la periferia también se crea), el impacto transformador en la sociedad local y la idea de que el arte y la cultura pueden —y deben ser— algo lúdico. “Para nosotros, la isla es un laboratorio artístico donde experimentar con ideas y conceptos que nos atañen directamente, como es nuestra relación con la naturaleza de la isla y las huellas del colonialismo”, explica. “Sacando las propuestas de los espacios expositivos tradicionales, damos al paisaje un protagonismo en recorridos que en sí mismos nos sirven para articular las propuestas artísticas”, añade.
Durante diez días cada mes de julio, São Miguel exhibe músculo artístico al mundo. Así, el decrépito edificio del Centro de Observación Magnética, cerrado desde 1961, se convierte en el improbable auditorio donde João Paulo Constância, director del Museo Carlos Machado, explica las propiedades electromagnéticas que esconde la isla. En el centro municipal de cultura, la instalación de videoarte Telemetric, de Tiago Patatas, explora el uso y abuso del territorio por parte de las potencias coloniales (en la isla de Flores en las Azores, una base militar francesa monitorizaba el recorrido de los misiles nucleares que reventaban territorios en sus colonias de Polinesia y el Sáhara durante sus ensayos nucleares).
Los jardines botánicos de Antonio Borges y Pinhal da Paz se convierten respectivamente en una celebración de la cultura dub (subgénero del reggae) a través del discurso y la música de Edward George y en una clase magistral sobre las plantas endémicas de la isla impartida por la botanista Isabel Soares. Un cocido comunal, cocinado en el interior de la tierra a 70 grados de temperatura, junto a fumarolas escupiendo gases y vapor en las tripas del volcán Furnas, es una excusa tan válida para hablar del poder indomable de la isla, como lo puede ser el perturbador vídeo Island Attunements, del artista Matthew C. Wilson, en el Centro de Interpretación y Monitorización de Furnas, por el que desfilan una colección de imágenes y sonidos recolectados en la superficie y en las entrañas del territorio. Por si quedara algún medio que explorar, Diogo da Cruz invita a sumergirse en las piscinas naturales de Pesqueiro para escuchar bajo el agua su instalación sonora Aguas futuras. En la superficie, una escultura de planchas de metal que completa su propuesta se adhiere a las rocas como un alien amenazante salido de las profundidades. “La escultura es, en principio, temporal, pero nunca se sabe. Quizá al final será el propio mar el que decida hasta cuando se queda”, dice Da Cruz.
Y es que la huella del festival está siempre presente en la isla a través de las instalaciones y los murales de ediciones anteriores que, a merced de los elementos, van mudando con los años hasta convertirse en parte del paisaje. Paredes desconchadas con murales de Vhils, rompeolas de cemento salpicados de colores de Woozy + Kez, más tenues con cada invierno que pasa, y cimientos de una casa imaginada de Braula Reis levantados sobre la roca volcánica de Ferraria con el Atlántico batiente de fondo.
En la galería Fonseca Macedo, la artista María Ana Vasco Costa condensa la isla en una instalación de baldosas de barro recubiertas de una cerámica verdísima. La serenidad de la composición solo es rota por dos baldosas enfrentadas que, como placas tectónicas en su momento álgido de furia, originan formas nuevas. La galería abrió hace veinte años, cuando la semilla del arte aún no había agarrado en São Miguel. Su directora, Fátima Mota, apostó por un proyecto que diera oportunidades a los artistas azorianos. “Antes era imposible desarrollarse aquí como artista. Cualquier opción pasaba por emigrar a Oporto y Lisboa”, cuenta. “Como galerista, represento a más de veinte artistas que, creando desde aquí, tienen acceso al circuito del arte internacional y las grandes ferias de arte como Arco”.
Galerías privadas como esta no son el único lugar donde el arte contemporáneo tiene un espacio. El extraordinario museo Arquipélago, en Ribeira Grande, es digno de cualquier gran capital europea. Esta antigua fábrica de tabaco y alcohol, de ladrillo y basalto, reformulada por Joao Mendes Ribeiro y el estudio Menos é Mais Arquitectos, conserva su aspecto industrial original, incluyendo una enorme chimenea y enormes salas de exposiciones, laboratorios artísticos, estudios de artistas y una biblioteca. Su apertura en 2016 fue toda una declaración de intenciones. Teniendo en cuenta, además, que a menos de diez minutos está Rabo de Peixe, una deprimida localidad pesquera considerada la más pobre de Europa, la apuesta por la cultura como elemento transformador es de lo más audaz. Así, a través de exposiciones temporales de artistas internacionales e iniciativas imaginativas como el proyecto Quatro Quatro, donde cuatro artistas locales son seleccionados para exponer su obra en pequeñas galerías individuales (antiguos secaderos de tabaco) y luego ellos mismos son los que invitan a otros cuatro artistas locales, y así sucesivamente, creando una cadena creativa.
En Rabo de Peixe, a partir de octubre, la fotógrafa española Andrea Santolaya impartirá talleres de fotografía en dos escuelas del pueblo, como parte del proyecto De Fenais a Fenais: Cultura matriz do desenvolvimiento local, organizado por el Plano Nacional das Artes. Andrea llegó a la isla con una residencia artística organizada en el complejo Pico do Refugio y nunca más se fue. Junto con Bernardo Brito, su ahora marido y propietario de Pico do Refugio, gestiona este edificio histórico, antiguo fortín de milicianos y fábrica de té que hoy funciona como alojamiento rural y residencia de artistas. Por ahí han pasado más de cuarenta fotógrafos, videoartistas, pintores y escultores a lo largo de los años y su huella quedó plasmada en 2019 en la muestra O Ohlar Divergente, que ocupó por completo el espacio expositivo del centro Arquipélago. “La cultura es algo que lo impregna todo aquí. Es una herramienta para despejar el camino”, afirma Andrea. “Lo más interesante es cómo el arte va ocupando espacios en la isla, no solo físicos, sino también mentales, integrando a un público que no estaba acostumbrado a delegar en las artes”, explica.
La ocupación del espacio es una realidad que se refleja el calendario. Tras la propuesta veraniega del festival Walk&Talk, son las letras y la literatura las que toman el relevo con el festival Arquipélago de Escritores, que se celebra en noviembre. Por algo las islas han sido y son un terreno fértil para las letras, con autores tan esenciales de la lengua portuguesa como João de Melo, Vitorino Nemésio o Antero de Quental. En primavera es el turno de la música, cuando la isla se convierte en un paraíso sonoro durante el festival Tremor, y la música electrónica y los sonidos experimentales ocupan cada rincón de la isla.
Volviendo al último festival Walk&Talk el pasado julio, otros sonidos más orgánicos vertebraron la exploración sonora Cagarros Assembly, de Ellie Ga, que lleva a sus visitantes de paseo en viaje nocturno, con la Luna como único faro, a los acantilados donde anidan las pardelas para escuchar sus graznidos, inquietantemente similares al llanto de un niño. Sentados al borde del precipicio, la noche se llena de palabras habladas, sonidos guturales e historias sobre unas aves que tienen el mar como hogar y los confines de esta isla como su única referencia.
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