Los rockeros que van a los toros
Los libros sobre Calamaro son bastante más flacos que los tochos canónicos sobre Sabina
A principios de siglo, cuando se hizo evidente que se venía una avalancha de libros sobre música pop, me convocó el director de una (¿se dice así?) “prestigiosa editorial independiente”. Me ofreció más o menos barra libre: podía escribir sobre quien quisiera y con el enfoque que me apeteciera. Con dos excepciones: “No queremos nada de Joaquín Sabina o de Andrés Calamaro. Esos se los dejamos a las grandes”.
No se equivocaba, al menos con Sabina, que se ha convertido en todo un subgénero de la industria editorial, que incluso le publica en plan lujo sus dibujos (suerte que no está en Twitter). Eso no significa que haya tenido fortuna con los libros dedicados a su obra. Aunque mejor sería hablar de su persona: con un par de excepciones, se trata de imponentes ladrillos que construyen y pulen su mitología, un zigurat que sigue creciendo a pesar de su lamentable rutina creativa de los últimos años.
Calamaro ha resultado ser un salmón más difícil de agarrar y explotar. Su trayectoria zigzagueante, con una obra prolija, dificulta trazar una historia ejemplar. A pesar de tener un cerebro en constante efervescencia, le costaba sincronizar palabra y pensamiento (aunque es cierto que ha mejorado su expresión gracias a las entrevistas por escrito). Resultaba relampagueante en Twitter, lástima que ya haya abandonado ese campo de minas.
Los libros sobre Calamaro son bastante más flacos que los tochos canónicos sobre Sabina. Abundan los textos firmados por antiguos colaboradores, a veces solo disponibles en Kindle. Por eso se agradece la reciente publicación en Gourmet Musical de The Calamaro Files, un libro panorámico subtitulado “Veinticinco años escribiendo sobre Andrés”. Su autor, el periodista porteño Martín Pérez, lleva otras tantas temporadas siguiendo, entrevistando, observando al cantante, tanto por Argentina como por España. Tipo bragado, mantiene una relación franca con Calamaro, tanto en sus etapas de subidón como en los años de incontinencia.
En España, Andrés marcó época. Los Rodríguez reinventaron el rock clásico e incluso sacaron filo al invento de la rumba eléctrica. Calamaro reflexionaba sobre el sentido del rock y el valor de las músicas populares. Alma y cabeza.
La ruptura de Los Rodríguez era inevitable, supongo. Menos previsible fue el declive de los discos en solitario, enervante balance, ya que esos discos también contenían sus canciones más sublimes. Aunque rodeado de íntimos, Andrés carecía de consigliere. En Warner DRO le temían tanto que preferían publicar el quíntuple El salmón antes de discutir con un profeta recién bajado de la montaña (ahora está en una discográfica que debe aprobar previamente sus discos, aunque luego no parece hacer promoción). Tengo sospechas de su sentido de la realidad. Carece de manager y en un punto contrató como jefe de prensa a ¡Mario Vaquerizo!
La taurofilia pudo ser un contagio de su amigo Sabina. Pero Joaquín buscaba poner algo de emoción en su vida, tras reducir su música a pantomima. Puede que Andrés, dylaniano de pro, buscara poner a prueba a sus seguidores más triviales, igual que Dylan amenazando con sus parlamentos y canciones más fundamentalistas.
Disculpen mis especulaciones. Lo inteligente de los textos de Martín Pérez es que no indaga en asuntos enojosos y así consigue verdaderos torrentes de Calamaro. Lúcido y delirante, fiel a sus influencias y desconfiado del negocio, adicto a las maquetas caseras y reconocedor de los grandes discos. En solitario o con C. Tangana.
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