Muere Pablo Hojas, el fotógrafo que catapultó con imágenes a la UIMP santanderina
El reportero gráfico trabajó para EL PAÍS en Cantabria durante tres décadas y fue uno de los referentes en la fotografía española
A Pablo Hojas no hacía falta citarle para una foto. Él sabía adónde ir y dónde estar. Antes de que llegara el personaje a retratar o que ocurriera lo que debía producirse, la cámara de Hojas estaba allí. Nunca le oí quejarse de nada o declinar una urgencia. Se anticipaba, se colaba, callaba, esperaba, sonreía y apretaba el clic. Murió este martes en su casa de Suances (Cantabria) el día en que cumplía 77 años, víctima de un cáncer.
Fue hijo y nieto de fotógrafos. Antes de que él abandonara el estudio familiar y cambiara el sedentarismo de la foto fija por el reporterismo, difícil era encontrar una familia de santanderinos que no hubiese posado ante las cámaras del negocio en la calle Lealtad. Pero Pablo Hojas III, hijo de Pablo Hojas Llama y nieto de Pablo Hojas Bedoya, era distinto y a la vez calcado a sus antecesores: inquieto, activo, delgado, tímido, resolutivo…
De su padre aprendió el olfato callejero que él desarrolló como uno de sus grandes referentes del fotoperiodismo en Cantabria, donde hizo historia. En los años sesenta, setenta y ochenta se volcó en la prensa local, donde había comenzado a publicar con 17 años. Primero lo hizo como reportero pero después también como jefe de fotografía en periódicos como Alerta o el semanario El Norte. Al tiempo colaboraba con medios nacionales, como la Agencia Efe y EL PAÍS, donde fue el referente de su región durante décadas. Sus imágenes fueron publicadas además por medios internacionales como Stampa, Life, Stern, Kult, Newsweek, Le Figaro o The New York Times.
Alternaba la urgencia del reporterismo con la calma necesaria del artista. Rezumaba humildad y repartía magisterio. Expuso a menudo su obra y publicó varios libros. Fue maestro y a sus talleres tanto en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo (UIMP) como en sus clases y foros en Polientes Foto han asistido fotógrafos de varias generaciones.
No dejaba pasar un rastro de magia con luz, una tormenta marina. Desentrañó con maestría la orografía de la costa, sentó cátedra a la hora de captar la lluvia, los embates del Cantábrico y los recovecos del cuerpo humano. El paisanaje del puerto, la condena de la mar, los altercados de la reconversión industrial y las visitas reales.
Llegaba a punto a cualquier catástrofe y en hora a cualquier instantánea que transmitiera placer. Retrató a lo mejor de la creación, la ciencia, la política y el mundo académico apostado, como parte del paisaje cada mañana de verano en las escalinatas del palacio de la Magdalena, sede de la UIMP. Antes de que le pidieras cualquier foto de los invitados a los cursos, ya la había hecho. Por si acaso... Permanecía en agosto de guardia hasta que caía la noche, por si cazaba algún músico legendario en la Plaza Porticada o después en el Palacio de Festivales.
Le recuerdo persiguiendo por Santander al papa Clemente, el líder del palmar de Troya, de incógnito por la ciudad. Le escucho su acento cantarín, radicalmente santanderino, que le acoplaba al tono de la ciudad en que nació en 1945 pese a tener aspecto de noruego desplazado, con sus barbas rubias y sus ojos intensa y pacíficamente azules de lobo sosegado tras el objetivo.
Babelia
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