Una historia real: las modistas que cosían en Auschwitz para las mujeres de los mandatarios nazis
La escritora británica Lucy Adlington novela las vidas de dos docenas de costureras que crearon prendas de alta costura en el campo de concentración
Un taller de costura, de alta costura, en el corazón de Auschwitz. Un taller formado por dos docenas de manos expertísimas, de las mejores de sus pueblos y ciudades, que habían trabajado para grandes casas como Chanel. Un taller del que salían remiendos y uniformes para las mujeres de las SS, pero también vestidos, abrigos, ropa de bebé, canastillas y hasta ajuares para las esposas de los altos cargos nazis. Un taller en el que se cosía con hilos, agujas, telas y materiales expoliados a los judíos deportados y asesinados. Un taller que empleaba a sus esclavas —checoslovacas, muchas, pero también polacas, ucranias, francesas o alemanas— durante 12, 14 horas al día, cada día, pero mediante el que, irónicamente, lograron salvar la vida. Un taller que no es un escenario de una novela, sino un lugar real que existió en el campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau durante un lustro y del que habla larga y profusamente la británica Lucy Adlington en su nuevo libro, Las modistas de Auschwitz (Planeta), recién publicado en España.
Adlington, novelista británica, logró un nombre en el mundo editorial gracias a la publicación hace cinco años de La cinta roja, donde de un modo completamente novelado hablaba de un taller de costura en Auschwitz, una historia de la que había oído hablar casi una década atrás. Cuando publicó el libro, empezó a recibir mensajes llegados de Israel, Estados Unidos, Europa Central... “Me escribían: ‘Mi madre fue costurera en Auschwitz, mi tía... Conocemos a las de verdad’. Me obsesioné con ello y vi que era posible investigarlo”, relata en una videollamada con EL PAÍS con el entusiasmo de una sabuesa que logra que años de investigación salgan por fin a la luz en sus 500 páginas.
“Todo en el libro tiene fuentes, el diálogo, las escenas... no he inventado nada”, remacha Adlington, para quien era fundamental adherirse a la verdadera historia para contar su relato, aunque tenga tintes de novela y esté escrita de un modo claro y “para gente que normalmente no lee historia”. “Era importante honrar la verdad”, reflexiona la autora, que reconoce también que la emoción la embargó por momentos a la hora de escribir, en ocasiones “una furia fría” y también “un gran sentido de la responsabilidad”.
La del taller de Auschwitz es una historia femenina y feminista, de amistad y lealtad. Son las vidas cruzadas de la talentosa Marta Fuchs; de la indómita Hunya Storch; de Irene Reichenberg, que fue perdiendo a sus hermanas una por una; de las francesas Marilou Colombain y Alida Delasalle; de las jóvenes hermanas Katka y Bracha Berkovic. Todas han fallecido ya, pero Adlington pudo conocer a esta última antes de que muriera en 2021. La visitó en 2019 en su casa de San Francisco (California) para charlar con ella. “Fue surrealista”, confiesa. “Yo estaba ahí, en la cocina de esa mujer que me había hecho pollo para cenar (y una increíble tarta de manzana) y que se había pasado 1.000 días en Auschwitz”, reflexiona Adlington gráficamente sobre el impacto de conversar con una de esas personas sobre las que llevaba años investigando.
El libro destila feminismo. Adlington quiere, por un lado, romper tabúes a la hora de contar las vidas de esa mitad de la humanidad. “Todo en la Historia gira alrededor del hombre: libros, estatuas, recuerdos. Aquí tenemos que mirar fuentes distintas, arqueología, diarios. Hay que descodificar las vidas de mujeres antes silenciadas. En el pasado se ha puesto mucho el foco en el trabajo de los hombres, pero ¿cómo impactaron las mujeres? Es algo muy poderoso, no excluye a los hombres, pero con la perspectiva de las mujeres descubrimos muchas cosas. Nadie sabía de este salón de moda y nos dice mucho”, asegura. ¿Quedan muchas historias que contar? “Absolutamente. Estamos rompiendo tabúes de ciertas experiencias, de la violencia sexual, el papel del embarazo, de la maternidad. Cada persona tiene una historia”.
El salón de costura se convirtió en un refugio para las mujeres, que venían de realizar labores aún más duras, sin olvidar que estaban en un campo de concentración bajo el escrutinio enemigo. Allí cosían prendas tan valoradas que la lista de espera llegaba a los seis meses. Todo era una pura contradicción: los nazis se negaban incluso a que los judíos les tocaran, los consideraban seres menores, les acusaban de vagos, pero aprovechaban sus mejores talentos a cambio de una sopa aguada de nabo y de un mendrugo de pan correoso con un pedazo de salchicha. Las modistas cosían para sus verdugos. Se pasaban días sin ver la luz del sol, alojadas en los mismos barracones en los que trabajaban, pero al menos tenían un lugar donde dormir con menos piojos y chinches —las plagas de tifus eran fatales— que las demás. “Eran esclavas, pero eran las prisioneras más privilegiadas. Esa minoría tenían la oportunidad de ser humanas”, afirma.
Adlington también habla de los Hoss, la familia gobernante del campo. Rudolf y Hedwig, con su jardín cuajado de rosas, pared con pared con Auschwitz. De Katka Berkovic recoge la frase: “No éramos humanas, éramos perros, ellos eran nuestros dueños”. Pero no eran perros. “Eran una familia normal, y tomaron algunas decisiones. Y eran las equivocadas”, reflexiona sobre aquellos “pequeños egoístas” y las condiciones en las que esclavizaron a los judíos o a los presos comunes allí presentes tras quitarles todo lo que tenían. Según la autora, en la Alemania prenazi el 80% de los grandes almacenes pertenecían a empresarios judíos, como ocurría con la mitad de las empresas textiles mayoristas. Todo fue “arianizado”, es decir, expropiado para pasar a manos no judías.
De ahí que también mencione a marcas que han sobrevivido y que, en su momento, estuvieron asociadas al nazismo: ella habla de Hugo Boss, C&A, la corsetera Triumph, que, cita, “recurrían a mano de obra esclava judía, incluyendo a niños”. “Hoy día no son culpables de sus crímenes ―opina Adlington―. Pero sí que están moralmente obligados a contarlo: ‘Nuestra marca fue responsable de aquello’. Muchas no lo han hecho, pero han de ser transparentes, aceptar una responsabilidad. Hemos avanzado y es relevante en la conversación”. De hecho, sin comparar la atrocidad de Auschwitz, Adlington enfoca la vista en el hoy y el mañana textil: “Sabemos que hay gente que trabaja en condiciones forzadas, insalubres, probablemente inseguras, en turnos largos. Es importante estar alerta; no somos perfectos, pero sí debemos tomar decisiones conscientes. Porque aquello nunca debería haber pasado. Y ya no podemos deshacerlo”.
La mayor parte de aquellas costureras (apenas dos docenas, por otro lado) lograron salir de la tortura de Auschwitz. Rehicieron sus vidas. Y se mantuvieron durante todas sus vidas en contacto. Muchas se casaron con otros supervivientes. Algunas crearon sus propios negocios de costura, como Ilona Hochfelder, que tras hacerle las faldas a una oficial de las SS logró abrir el taller de novias más prestigioso de Leeds, Reino Unido. A la mayoría les costó contarles esas vidas casi imposibles a sus hijos. No fue hasta la llegada de sus nietos, más inquisitivos, menos asustados, cuando empezó la tradición oral. Cuando Bracha habló, por fin, de esos 1.000 días, que para ella fueron mucho más largos: “Estuve en Auschwitz 1.000 años. Cada día podía haber muerto 1.000 veces”.
Babelia
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