El criminal de guerra se llamaba Quinto Fabio Máximo Serviliano
El catedrático Fernando Quesada desvela el nombre del general romano que torturó, asesinó y arrasó por completo una población íbera en el siglo II a. C en la actual provincia de Córdoba
El cerro de la Cruz, en Almedinilla (Córdoba), es conocido por los arqueólogos que lo excavan como el lugar donde se produjo “un drama en tres actos”. De esta manera describen el otero que fue testigo a lo largo de milenios de la Guerra Civil (1936-1939), un pequeño poblado medieval de época emiral islámica, destruido por un incendio en el siglo X, y un asentamiento ibérico arrasado hasta sus cimientos a mediados del II. a. C. En este último caso, los esqueletos de sus habitantes, con huellas de temibles mutilaciones y torturas monstruosas, tapizaron sus calles y el interior de las viviendas, donde muchos fallecieron abrasados, asfixiados o aplastados por los derrumbes. Tal fue la magnitud de la masacre que los objetos cotidianos que utilizaban los pobladores quedaron en el mismo lugar donde se desplomaron o ardieron. Nadie dio sepultura a nadie, porque no quedaba nadie para hacerlo. Ahora, el estudio El contexto cronológico e histórico de la destrucción del asentamiento ibérico en el Cerro de la Cruz, del catedrático de Arqueología de la Universidad Autónoma, Fernando Quesada, desvela el nombre del monstruo que probablemente llevó a cabo la hecatombe: el político y militar romano Quinto Fabio Máximo Serviliano.
El cerro de la Cruz es un monte empinado, rocoso y triangular que se levanta a orillas del río Almedinilla. En época íbera sus casas se edificaron sobre las terrazas del terreno, al igual que otros muchos pueblos actuales de la zona. En los últimos años, los arqueólogos han excavado unos 1.000 metros cuadrados de su extensión, lo que ha desvelado un “urbanismo elaborado y de manzanas de casas de gran volumen y complejidad, en planta y altura”, recuerda el informe de Quesada. “Las viviendas contaban, por lo general, con semisótano, una o dos plantas, y probablemente azoteas enlazadas entre sí, además de algunos patios a cielo abierto. Probablemente, estuvo fortificado en su vertiente oriental, según se aprecia en algunos tramos de muro visibles”.
“Pero todo muestra”, afirma el catedrático,” una destrucción completa con densos paquetes de cenizas y muros abrasados, cociendo incluso adobes y una enorme densidad de materiales”. Sobre los suelos de las estancias, se han hallado objetos aplastados, triturados por los derrumbes de techos y muros, decenas de vasos cerámicos en cada habitación, recipientes de metal, elementos de ruedas de carros, arreos, ánforas...
En algunas habitaciones han aparecido hasta molinos rotatorios de piedra, todavía con grano sin moler, y en otras estancias restos de telares con sus pesas. “Todo indica que cuando se produjo el derrumbe de techos y muros se estaba realizando una amplia variedad de actividades cotidianas, y que no hubo tiempo para retirar casi ningún objeto. Todo este material sepultado aparece parcialmente quemado, con zonas cubiertas de cenizas, trozos de madera carbonizada, restos de los techos y vigas caídas, y otras zonas directamente cubiertas por gruesas capas de muros de tapial y adobe caído”, explica Quesada.
En las excavaciones se han encontrado también restos humanos con “muestras visibles de salvajes golpes de arma blanca”. Al menos dos de los cuerpos, ambos varones jóvenes de entre 21 y 35 años, fueron asesinados a cuchilladas y quedaron tirados sobre el pavimento de la llamada calle XXV. El informe describe la terrible muerte de ambos: a uno se le seccionó de un golpe el omoplato derecho, se le cortó la espina ciática del coxal derecho y hasta las falanges, que muestran señales de haber sido quemadas, quizá como resultado de tortura. A otro, se le amputó también la pierna derecha a la altura del tobillo. “La postura de los cadáveres, con las piernas y los brazos entrelazados parcialmente y en gestos muy forzados, indica una agonía sobre el suelo. La ausencia de fíbulas, broches y otros elementos de adorno personal indica que quizá estuvieran desnudos en el momento de la muerte”. A estos restos humanos se unen otros de tres individuos, “escondidos o acorralados por el fuego; el derrumbe los aplastó y dejó sus cuerpos entre los escombros, donde se calcinaron”.
La numismática sitúa la matanza en el tercer cuarto del siglo II a.C. Aunque el cerro fue expoliado por los detectoristas en los años ochenta del siglo pasado, se han hallado denarios de tipo Jano-Proa, que fueron emitidos entre los años 157 y 156 a.C. en un taller romano. Otra de las monedas encontradas ha sido datada entre el 169 y el 158 antes de nuestra Era. Estas fechas coinciden también con el momento en que se puedo fabricar una flecha romana de tipo bipiramidal o dardo de 7,5 centímetros de largo y 0,45 de ancho y con una cronología que abarca entre el 210 a.C. a C. 30 a.C., “por tanto perfectamente compatible con una datación de mediados del siglo II a.C.”.
Los arqueólogos, además, han estudiado 22.165 granos de cereales encontrados en diez ánforas. Las semillas corresponden, principalmente, a trigo común, y escanda, aunque también hay habas, guisantes, lentejas, yero, vid, aceituna y almendra. Algunas semillas han sido datadas mediante carbono 14 y la fecha coincide con las numismáticas.
A principios del siglo II a. C., Roma controlaba la Bética política y militarmente, aunque pervivían “regiones relativamente apartadas de la campiña y la vega del Guadalquivir o de las principales zonas mineras, donde las poblaciones ibéricas conservaban una cultura material y modos de vida tradicionales lejanos de los de las colonias y municipios romanos”. La región de la Alta Andalucía, donde se ubica Almedinilla, había permanecido, por tanto, fuera del control eficaz romano no solo tras las campañas de Catón, Flaminio y Nobilior, sino bastante más tiempo.
El catedrático no considera factible que fueran otras etnias íberas las que sometiesen a martirio a los pobladores del cerro de la Cruz: “Una destrucción tan completa y permanente no es la forma habitual de hacer la guerra entre los pueblos ibéricos y la saña con que los cadáveres fueron tratados y abandonados sin recibir el ritual funerario normativo, y el total abandono de un lugar próspero no cuadran con los patrones de guerra conocidos a nivel local”.
El especialista, en cambio, las relaciona con las Guerras Lusitanas (c. 155-139 a.C.), cuando esta región se convirtió de nuevo en objetivo frecuente de ataques de Viriato. Quesada recuerda que, según el historiador Apiano, en el 142 a. C., el caudillo lusitano expulsó a la guarnición romana de Itucci ―a unos 33 kilómetros en línea recta del cerro, dos o tres días de marcha por caminos―, lo que provocó varias campañas del procónsul Quinto Fabio Máximo Serviliano para controlar la región. Al final de 141 a. C., el general romano desarrolló una “actividad frenética con seis acciones, que le permitieron capturar tres ciudades leales a Viriato y las arrasó“ con un castigo ejemplar en forma de decapitaciones masivas y venta de casi diez mil prisioneros, cifra que implica el despoblamiento de aldeas, poblados y oppida [asentamientos fortificados] enteros, cuyo número de habitantes rara vez superaba los 3.000 individuos.
Quesada concluye: “Desde una perspectiva amplia, el cerro de la Cruz aporta en primer lugar, y con claridad meridiana, la constatación empírica, siempre mucho más impactante y directa que la lectura de unas fuentes literarias, de la violencia real y brutalidad extrema que a menudo acompañaron las etapas de la conquista romana, incluyendo matanzas, deportaciones y arrasamientos de asentamientos hasta entonces prósperos”.
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