Onoda, el soldado japonés que tardó tres décadas en rendirse
Una película, que reconstruye minuciosamente su epopeya, y la primera novela de Werner Herzog recuperan la leyenda del militar que se quedó emboscado en la selva filipina al acabar la II Guerra Mundial
“Era un oficial y recibí una orden, si no la hubiera cumplido me habría avergonzado”. Esa frase resume toda la vida de quien la pronunció, el teniente Hiroo Onoda, un oficial de Inteligencia que vivió emboscado en la pequeña isla filipina de Lubang desde diciembre de 1944, en plena II Guerra Mundial, hasta que le convencieron de que se rindiera en marzo de 1974. Convertido en una leyenda como el Yeti (curiosamente, el estudiante japonés que logró que aceptara que había acabado la II Guerra Mundial, luego marchó —y murió allí— al Himalaya a buscar al abominable hombre de las nieves), Onoda vuelve a la actualidad gracias a la película francesa Onoda, 10.000 noches en la jungla, de Arthur Harari, un éxito de público y premios en su país y que se estrena este viernes en España, y a El crepúsculo del mundo (Blackie Books), la primera novela que ha escrito el cineasta Werner Herzog, que llegó a conocer bien a Onoda. Su historia, en el fondo, esconde también la manera de ver la vida de una cultura, la japonesa, que alcanzó la plenitud de su fanatismo y sometimiento a un mal comprendido sentido del honor durante la contienda bélica.
En 1997, Herzog dirigió en Tokio la ópera Chushingura, que ilustra otra cadena de muertes y desgracias acaecida, esta vez durante la época feudal, a causa de la defensa del honor. Cuando el compositor Shigeaki Saegusa le contó que el emperador le había invitado a una audiencia privada, el cineasta alemán rechazó la propuesta y pidió, en cambio, conocer a Hiroo Onoda (Kamegawa, 1922 - Tokio, 2014). Una semana más tarde se produjo el encuentro, y en esa y otras entrevistas conversaron durante horas acerca de la experiencia vital del soldado japonés. De aquellas charlas ha nacido un libro poético, de rápida lectura, que se publica en todo el mundo ahora, y que tras varios volúmenes de ensayos y memorias abre el territorio de la novela a Herzog.
Onoda tenía 20 años cuando se alistó para combatir en la II Guerra Mundial. Destinado desde diciembre de 1944 a la isla filipina de Lubang, a los dos meses su inmediato superior le dio unas órdenes claras: debía destruir el aeropuerto y el muelle cuando las tropas se retiraran, ya que era un enclave estratégico para alcanzar Manila. Y conquistada la capital filipina, Tokio caería detrás. Además, le prohibió suicidarse por honor, le indicó que si el territorio era conquistado por los aliados se dedicara al sabotaje y a la guerra de guerrillas y le advirtió de que ningún otro superior tendría conocimiento de sus órdenes. Debía esperar hasta el retorno victorioso del ejército imperial. En teoría se quedaban a su mando siete soldados, en la práctica los japoneses huyeron en desbandada, dejando atrás a los heridos (que se inmolaron con explosivos) y a Onoda con dos subordinados, a los que se sumó semanas después un tercero, único superviviente de otro pelotón perdido por la selva.
Harari ha compaginado en Onoda, 10.000 noches de la jungla, su segundo largometraje como director, los hechos reales, minuciosamente recreados, con una exploración en el alma del protagonista, cóctel con el que ha ganado, por ejemplo, el premio César al mejor guion original. “Negocié en mi interior con ambas facetas”, recordaba la semana pasada en Madrid. El cineasta no duda en enseñar al público que durante esas tres décadas Onoda asesinó a una treintena de campesinos y policías filipinos. En el libro de Herzog, el mismo teniente rememora: “Otras personas han venido a la isla vestidas de civil, con todos los disfraces imaginables pero con un objetivo común: neutralizarme, hacerme prisionero. He sobrevivido a 111 emboscadas. Me han atacado una y otra vez. No soy capaz de contar cuántas veces me han disparado. Todos en esta isla son mis enemigos”. Se convirtió “en una pesadilla intangible, en una bruma a la deriva preñada de peligro, en un rumor”. El francés cuenta que leyó la autobiografía de Onoda —No surrender: My Thirty Year War (1974)— después de acabar la investigación y el guion: “Y me confirmó que él deviene en héroe no por sus acciones ni porque Onoda se autodefina de esa manera, sino por el recibimiento a su vuelta a Japón. Sus compatriotas le califican así; en cambio, él alberga una mirada más compleja sobre lo sucedido. Un soldado es alguien a quien autorizan a matar, y que por ello está exonerado de culpabilidad... si no razona sobre lo ordenado”.
El crepúsculo del mundo dibuja una naturaleza inhóspita, unos humanos que mutan en animales, primero, y espíritus después, para sobrevivir. “[Onoda] Se convierte en un mito. Para los lugareños, es el fantasma del bosque y solo hablan de él en susurros”. Rechaza creer en las numerosas pistas que apuntan que la guerra acabó. Ni siquiera cambiará de opinión cuando su hermano le habla desde un altavoz o cuando encuentra y escucha una radio; sentirá que son ardides del enemigo, propaganda para que se rinda. “El eco que esta historia tiene en el presente es evidente”, ratifica Harari. “Se vincula al triunfo actual de las fake news y de las teorías conspiratorias. Rehuí subrayarlo porque es obvio, no hacía falta añadir nada”.
Más en la película que en la novela, el retrato del concepto de patria y de nacionalismo testimonia su absurdidad. “No quiero dar al espectador lo que tiene que pensar. Espero que reflexione por sí mismo, pero es evidente por sus acciones. Setenta años después de un acontecimiento histórico, no podemos arrogarnos el poder de juzgarlo desde la perspectiva actual. Sí de sacar conclusiones, de aprender de ello”, explica el director. “Por eso es fundamental el arte”.
En 1950 uno de los soldados se rindió. Los otros dos murieron en sendos enfrentamientos con las tropas filipinas. El teniente se quedó solo en 1972. No existen cifras exactas de las muertes provocadas por Onoda y los suyos, ya que en 1974 el dictador filipino Ferdinand Marcos no quería problemas con Japón y le perdonó. Onoda solo se rindió cuando el estudiante que le había encontrado volvió con su superior, el comandante Taniguchi, el 9 de marzo de 1974. Su superior le leyó instrucciones precisas de parte del cuartel general del ejército para que cesara sus operaciones. Acabada la lectura, Taniguchi —según Herzog— le dijo: “Teniente, su guerra ha terminado. ¿Cómo se siente?”. “Hay una tormenta en mi interior”, respondió. Para Harari, “es el reflejo de una visión del mundo edificada por los demás: padres, superiores jerárquicos, ideologías que acallaban las dudas”. Y apunta: “A sus dudas durante esas tres décadas, los soldados japoneses responden, sencillamente, rechazándolas. La historia de la película es esa negociación hasta el final con la duda”. Herzog lo relata así: “Más tarde, Onoda admitirá que estuvo esperando hasta el último momento que el comandante se dirigiera a él en tono confidencial y le confesara que todo aquello era puro teatro, que solo querían poner a prueba su firmeza”.
Onoda no se adaptó al Japón moderno. Acabó viviendo largas temporadas con su hermano, que había emigrado a Brasil, en el Mato Grosso. “El corazón de los colibríes late 1.200 veces por minuto. Los indios silenciosos de Mato Grosso do Sul creen que los colibríes viven dos vidas simultáneas”, escribe Herzog. Como Onoda, porque tanto el alemán, a través de confesiones del soldado, como el francés llegan a la misma conclusión: “Acabó sumergido en un estado en el que no tenía ninguna prueba de que cuando estaba despierto estuviera realmente despierto, ni tampoco de que cuando estaba soñando, lo hiciera de verdad”. Un estado que bautiza la novela: el crepúsculo del mundo.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.