Buscando un cuadro malo en el Museo del Prado
Alejandro Vergara, conservador de pintura flamenca de la pinacoteca, publica el provocador ensayo ‘¿Qué es la calidad en el arte?’
“A ver si encontramos un cuadro malo. No hay muchos”. Alejandro Vergara Sharp (Madrid, 61 años) camina sin prisa por las salas del Museo del Prado, que expone 1.292 de los 8.158 cuadros que atesora. Aunque suponen una mínima parte de la colección total (39.804 piezas con dibujos, estampas, fotografías, escultura y otros objetos), la afirmación parece un tanto optimista. Pero Vergara sabe de qué habla. Además de ser el conservador jefe de pintura flamenca del museo, acaba de publicar un ensayo de título provocador en tiempos de descrédito de la jerarquía y devoción por el like: ¿Qué es la calidad en el arte? (Tres Hermanas). Consciente de que no corren vientos favorables para un concepto así, él recurre a una época en la que sí corrían: los siglos XV al XVIII, el momento triunfal de la pintura europea.
“En ese tiempo había dos grandes parámetros para medir la calidad: la verosimilitud y el idealismo”, explica Vergara mientras sigue buscando. “Por un lado, que las figuras parezcan tener volumen, que sus gestos parezcan reales, que la evocación del movimiento sea plausible y que el espacio parezca tener profundidad, es decir, que parezca que lo que vemos es una ventana al mundo real. Por otro, que todo ello refleje un mundo ideal a partir de una noción de belleza relacionada con la cultura antigua, con sus estatuas, su iconografía, su idea de elevación espiritual. Claro que hay excepciones (Brueghel, Rembrandt), pero ese es el mínimo exigido. Por encima hay artistas especiales. Pero si estás por debajo, tu pintura no tiene calidad”.
La pintura era una industria del lujo que se producía en pocos sitios. Comprar cuadros en Italia o Flandes era como comprar hoy relojes en Suiza o moda en Milán o París
En busca del famoso cuadro malo del Prado, Vergara se detiene en uno excepcional: La Fuente de la Gracia, una tabla de un metro ochenta de altura, pintada entre 1440 y 1450 en el taller de Van Eyck: “Además de ese maravilloso cielo que evoluciona del blanco al azul en lo alto del cuadro ―puro idealismo― las figuras tienen un relieve muy difícil de conseguir”. Y ahí, en esa dificultad, entra en juego un parámetro tan ajeno como el realismo al arte contemporáneo: el oficio. “Ver pintura a lo largo de los siglos nos ha hecho pensar que eso es fácil, que lo hace cualquiera, pero es dificilísimo”, subraya el historiador. “Requiere mucha formación, mucho estudio del pasado. Se tarda un siglo en conseguir: Leonardo, Rafael o Miguel Ángel se forman sobre pintores ya formados. Si estás desde los 12 años todas las horas del día con un maestro, copiando cuadros buenos y estatuas de yeso, desarrollas una capacidad especial para entender más allá. Para eso, además, tenías que estar cerca de uno de los centros de la industria de la pintura, que entonces eran Italia y Flandes”.
¿Y un pintor que trabajase en una provincia española sin haber visto lo que se hacía en Roma? “Pues pintaría mal, seguro”. Sorprendido de su propia contundencia, el conservador del Prado se pregunta: “¿Es justo exigirle a alguien así más de lo que puede dar si no ha podido formarse, como Leonardo, con Mantegna y Alberti detrás? Claro que es injusto, pero la calidad no tiene nada que ver con la justicia”. De hecho, insiste, muchas veces tiene que ver con la geografía: “La pintura de esos siglos es una industria del lujo, que se produce en pocos sitios y desde allí se difunde a otros que la van aprendiendo. Comprar cuadros en Italia o Flandes era como comprar hoy relojes en Suiza o moda en Milán o París”.
Sin atreverse a señalarlo como malo pero sí como ejemplo de obra cuyo autor, Jorge Inglés, no ha aprendido del todo, Vergara se detiene en el Retablo de los Gozos de Santa María. Concretamente en el retrato del marqués de Santillana. “El marqués está mal pintado”, afirma. “Los hombros están en un plano y la cabeza en otra. Esto es pintura provinciana en el sentido descriptivo de la palabra. Pintura hecha a la flamenca, pero en España. En esta época, hacia 1455, en Flandes ya no cuela algo así. Exigirían más”. Para demostrar su tesis, Vergara señala, en la pared contigua, las obras de Juan de Flandes: “No sabemos quién era, pero Isabel la Católica lo hace venir de allí porque quiere un buen pintor. Y sabe que si contrata a uno local no lo va a tener”.
Mucho artistas pintaban cuadros de diferente calidad según el precio que cobraban. Goya, por ejemplo
El autor de ¿Qué es la calidad en el arte? fue el encargado de rescatar a Clara Peeters de los almacenes del Prado y de dedicarle la primera muestra individual que la pinacoteca madrileña consagraba a una artista desde su fundación en 1819. Fue en 2016. Las colecciones del museo albergan obras de 71 mujeres (frente a 5.000 hombres). Junto a Peeters, solo otra pintora figura en el departamento que dirige Vergara: Catharina Ykens II, autora de dos guirnaldas expuestas ocasionalmente pero no de forma permanente. ¿Por qué? “Por una cuestión de calidad”, responde. Cómo no. Y al momento recuerda que durante siglos estuvo vedada a las mujeres la larga formación que llevaba a hacer carrera como artista: residir por mucho tiempo en el hogar de un maestro, tener compañeros con los que competir, formar parte de los gremios o relacionarse con clientes. Las que consiguieron destacar procedían de familia de pintores o de una clase muy alta. Los cuadros de Ykens II son “más que dignos”, afirma, pero tienen difícil encaje en una institución cuyas paredes parecen cada vez más pequeñas en virtud de “las condiciones de contemplación a las que nos hemos acostumbrado”: en 1870 colgaban más de 400 obras en la icónica galería central; hoy, 65.
Hay fallos en pintores clásicos que son virtudes buscadas en artistas como Matisse o Picasso
Vergara ha preferido centrarse en los cuatro siglos triunfales de los maestros antiguos porque el criterio de calidad era entonces muy claro: “Los parámetros eran tan rígidos y duraron tanto ―¡400 años!― que se entiende que la reacción fuera tan virulenta en los siglos XIX y XX. Para entender el arte de esa época hay que tener en cuenta cómo lo veían ellos: como un oficio que tiene unas normas. Lo contrario es malinterpretar lo que ves. Hay fallos en pintores clásicos —que un pliegue sea plano, por ejemplo— que son virtudes buscadas por artistas como Matisse o Picasso. Y es distinto acercarse al arte pensando en la habilidad que en la igualdad de género o en la justicia histórica, que son algunos de los parámetros que, legítimamente, usamos actualmente”.
Otro parámetro, el dinero, no es tan reciente como parece. “La mayor parte de los artistas”, explica, “pintaban cuadros de diferentes niveles de calidad según el precio o la importancia de los encargos. El factor determinante era el grado de participación del maestro del taller”. Y pone el ejemplo de uno de sus artistas favoritos: Goya. Sus retratos podían ser tan irregulares que un cliente pidió a un amigo que intercediese ante el genio aragonés para que se esmerase. No quería, le dijo, un cuadro vulgar, sino uno “como él lo hace cuando quiere”. O sea, con calidad.
Babelia
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