Clara Peeters, la pintora que inventó el ‘selfie’
DURANTE MUCHOS años la pintora de Amberes Clara Peeters (Amberes, 1594-La Haya, 1657) fue la única mujer artista colgada en las paredes del Museo del Prado, si bien eran pocos los que reparaban en este hecho nada frecuente. No obstante, el visitante atento podía descubrirla, destacada, en la entonces rebosante sala de bodegones. Aquel lugar era casi un remedo de las mesas flamencas del XVII, donde alimentos y utensilios se agolpan en una peculiar construcción espacial, la que corresponde a este género pictórico, denostado por la historia del arte más conservadora al excluir la figura humana. Allí, en la sala del Prado y pese a lo extraordinario del conjunto de bodegones conservados en la pinacoteca madrileña, la obra de Peeters sobresalía entre tantas maravillas de caza, pescados, dulces, cristales, metales brillantes, cestas o hasta flores y jarrones que hablaban de las diferentes maneras de entender el mundo en las distintas sociedades y épocas.
Destacaba sobre todo un cuadro –composición exquisita–, en el que las flores del jarrón, primorosamente pintadas, rivalizaban en destreza con la elegante copa de plata, la bandeja con los frutos secos y los dulces, el transparente vidrio al fondo y la jarra de peltre. El trabajo exhibía una habilidad poco común, minuciosa y precisa, subrayada en los pétalos de cada flor: el jarrón de Peeters tenía mucho de pericia botánica, aquella que cultivarían, pocos años después y también en los Países Bajos, otras artistas como Maria Sibylla Merian o Rachel Ruysch. La primera, alemana de origen, sería la autora de Metamorphosis insectorum Surinamensium, transformaciones de insectos que poco tenían que ver con Systema naturae, el posterior catálogo seco y obsesivo de Carl Linnaeus. Las láminas de esta mujer que pintaba insectos y, más aún, los criaba y los observaba, capaz de marchar hacia Surinam con 52 años cumplidos para llevar a cabo sus investigaciones, eran vibrantes, llenas de vida, igual que las composiciones pictóricas de Rachel Ruysch, hija del conocido anatomista, al cual, se cuenta, compró su colección médica el propio Pedro el Grande de Rusia.
Quizá fue la atmósfera particular en los Países Bajos durante 1600 –en especial en Amberes, donde Peeters desarrolla su actividad– la que posibilitó la consolidación de esos bodegones planteados como la representación de una clase en ascenso, burguesa y moderna –los ricos comerciantes– que a ratos remedaba las costumbres de la aristocracia tradicional. Alrededor de esta aparente paradoja –modernidad y tradición– se desarrollaba un género pictórico que traza un retrato social muy preciso. Entre las riquezas y rarezas importadas y atesoradas se delineaba además la fina frontera entre abundancia y exceso, y se apelaba, de alguna manera, a la caducidad del mundo y las cosas del mundo.
Pese a la atmósfera de modernidad que se vivía en los Países Bajos, ser mujer pintora en el siglo XVII, incluso en una sociedad cuya clase en ascenso retaba algunas viejas costumbres, no era fácil. No lo era, entre otras cosas, porque las artistas encontraban grandes trabas para su formación, a menos que aprendieran con el padre –ocurre con Artemisia Gentileschi–; o con un maestro particular, supervisada la estancia por su esposa –es el caso de Sofonisba Anguissola, también expuesta hoy en las salas del Prado–. Las mujeres no podían frecuentar un taller, fórmula habitual para convertirse en pintor, pues era impensable para las jóvenes compartir cotidianidad con otros muchachos. Además, al salir serían demasiado viejas para casarse. Por si fuera poco, el acceso a las clases de desnudo, la manera de aprender a dibujar la figura humana y pasaporte para la “alta pintura” de escenas de batallas o religiosas, estuvo vetado a las artistas durante siglos. Dedicar los esfuerzos a los bodegones, incluso a finales del siglo XIX, era un modo de llevar adelante la carrera para muchas mujeres.
Esta particular situación de las artistas hace aún más intrigante el gesto reiterado en algunas obras de Clara Peeters, de la que, por otro lado, se tienen pocas noticias verificables, salvo que fue una pintora precoz especializada en bodegones, que trabajó en Amberes y que su época de máxima creatividad se desarrolló en torno a 1611-1612. Reflejada en los metales brillantes de algunas de sus obras, Peeters se pinta. A veces se pinta incluso pintando. Es una imagen apenas perceptible –camuflada quizá por decoro, para no parecer demasiado descarada en tanto mujer– que Peeters despliega con coraje infinito y una implacable seguridad en su oficio.
Retomando el juego de reflejos, muy arraigado en la época –El matrimonio Arnolfini es una buena muestra de ello, al desvelar en el espejo al fondo el retrato del pintor y la parte no visible del cuarto–, Clara Peeters subraya en su autorretrato una poderosa afirmación de su destreza. Pintar su efigie desde diferentes puntos de vista adaptados a la superficie de las copas o las jarras descubre un absoluto control sobre los ángulos, la escala, la perspectiva, la minuciosidad… y un orgullo sobre una autoría que a veces rubrican también las pastas con la forma de la “P” en su apellido.
Sus maravillosos selfies avant-la-lettre –autorretratos camuflados que evocan a Cindy Sherman cuando su rostro se descubre reflejado en unas gafas o el espejo de una polvera– hacen pensar, además, en las estrategias sofisticadas de tantas mujeres, a menudo obviadas por pintar géneros menores. La pregunta surge insidiosa: ¿desde dónde se establecen los criterios de calidad, el canon? ¿No vuelven a ser restricciones de un discurso que es necesario revisar? Los bodegones de Peeters lo dejan claro: nunca hay que quedarse en las meras apariencias. Una segunda mirada, más atenta, puede desvelar cierta señal radical de modernidad, oculta tras el reflejo de una copa. Por ese gesto, también ahora, desde las salas del Prado Clara Peeters nos desconcertará en su audacia.
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