Siete siglos de trampantojo, el arte de contar mentiras
El Museo Thyssen-Bornemisza reivindica este género menor basado en el engaño visual y subraya su vigencia en una época llena de ilusiones ópticas y posverdades
Despreciado durante siglos como un género menor pensado para el público más ingenuo y pedestre, el trampantojo logró sobrevivir a su época de mayor esplendor, el Barroco, y llegar a la deriva hasta la actualidad, pese a haber caído en desuso hace un par de siglos. El Museo Thyssen-Bornemisza repara ahora ese desaire con la exposición Hiperreal. El arte del trampantojo, que se puede visitar hasta el 22 de mayo en Madrid. A través de un centenar de obras, la muestra recorre la historia de un género que aspiraba a engañar al espectador haciendo pasar lo pintado por lo real jugando con las leyes de la óptica y la perspectiva.
Adaptación del francés trompe-l’oeil, el término define una técnica habitual desde la antigüedad clásica, donde las ilusiones ópticas ya aparecen en un sinfín de mosaicos y pinturas murales, así como en la viñeta narrada por Plinio que protagonizaron los pintores Zeuzis y Parrasio. El realismo de las uvas trazadas por el primero hacía que los pájaros se acercaran para intentar comerlas, mientras que la cortina dibujada por el segundo parecía tan real que su rival le pidió que la retirase para poder observar el cuadro. Ese efecto de falsa realidad, siempre acompañado de una dosis relativa de autoengaño, triunfaría después en la Francia y la Holanda de los siglos XVI y XVII, reflejados en la muestra con una selección de falsos relieves de mármol, bodegones con frutas en proceso de podredumbre, alacenas con las puertas a medio abrir o bien falsas paredes de las que colgaba utillaje militar o pertrechos de caza.
De maestros del género como Jacob de Witt, Cornelius Norbertus Gijsbrechts o Samuel Von Hoogstraten hasta los trampantojos que perviven en el arte de las últimas décadas, la muestra llega a recorrer un arco cronológico de casi siete siglos, aunque prefiera seguir una estructura temática y no temporal, tal vez porque la mezcla de cuadros viejos y antiguos puede ser entendida como un trampantojo más en el recorrido expositivo. “El objetivo principal de la muestra era tender un puente con lo contemporáneo. El trampantojo se ha extendido al cine, el teatro, la moda o la gastronomía y sigue presente en las medianeras de los barrios a través del street art. Sus lecciones todavía son vigentes”, comenta el director artístico del Thyssen, Guillermo Solana, comisario de la muestra junto a Mar Borobia, jefa de conservación de pintura antigua del museo.
La exposición subraya también la ambivalencia de este género supuestamente ligero, que en realidad contiene una insospechada dimensión oculta: al observar esos cuadros, el visitante suele experimentar, por sorpresa, algo parecido a un vértigo existencial. “El trampantojo tiene una doble cara. En la historia del arte ha sido considerado una nimiedad, un juego infantil para espectadores sin formación. En realidad, es un género metafísico y no un entretenimiento de feria para complacer al público”, señala Solana. No es un análisis intempestivo: en un rincón de sus lienzos, los artistas solían pintar relojes de arena, alimentos perecederos u hojas marchitas, que apuntaban al paso inexorable del tiempo y a la extinción gradual de los grandes y pequeños placeres de la vida. El marco solía estar presidido por una cortina de terciopelo, que intensificaba la idea de representación, la sensación de asistir a una puesta en escena, siempre bañada en una irrefrenable melancolía.
“El trampantojo ha sido considerado una nimiedad, un juego infantil. En realidad, es un género metafísico y no un entretenimiento de feria” (Guillermo Solana, comisario de la exposición)
El subtexto de la muestra, pese a que se esfuerce en ser más descriptiva que discursiva, es que tal vez vivamos en un nuevo Barroco, como insinuó a finales de los ochenta el filósofo italiano Omar Calabrese. La misma turbiedad emerge en el presente con la noción de posverdad, la multiplicación de las falsas ilusiones o la sensación creciente de vivir en un mundo de ficción, que se incrementa con la llegada de cada nueva desgracia a escala global. “La lección moral y metafísica del Barroco es que, igual que las cosas falsas en la pintura pueden pasar por realidad, la vida real también se convierte en una ficción, en un sueño, en una mentira”, confirma Solana. En el plano de la historia del arte, el género tendría otro efecto colateral: desde el siglo XVI y XVII el trampantojo alumbra “una conciencia metapictórica”, que pasa a la vez por una constatación de las convenciones de la pintura y por una transgresión, lúdica pero también teórica, de las mismas.
Los grandes maestros las integraron en sus cuadros, a veces de manera casi contemporánea a su apogeo, como en el juego de espejos de Velázquez en Las meninas o, más tarde, la falsa barandilla que pintó Goya en el fresco de la cúpula de la ermita de San Antonio de la Florida (Madrid). Ya en el siglo XX, lo resucitaron Picasso, Braque o Max Ernst en algunas de sus obras. También Dalí, que representado en el tramo final de la muestra con Máxima velocidad de la Madonna de Rafael, que tiene de vecino al magnífico La tierra, de Arcimboldo, donde distintos hocicos de animales evocan la fisionomía de una cabeza de perfil.
Obras de Antonio López, Manuel Franquelo o César Galicia, con sus falsas puertas y cajeros automáticos, representan su evolución en España en los últimos tiempos, sumadas a una instalación encargada para la ocasión a Isidro Blasco, un collage urbano que usa la fotografía, la escultura y la arquitectura, en una mezcla de disciplinas de lo más barroca. Hubiera cabido añadir su preponderancia en el arte contemporáneo, donde hace años que ha vuelto por la puerta grande, como demuestran las esculturas hiperrealistas de Duane Hanson o Ron Mueck, las instalaciones de Camille Henrot o incluso la obra de Banksy, que se apropia de mecanismos visuales que los maestros del trampantojo ya descubrieron unos cinco o seis siglos antes que él.
Babelia
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