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Música clásica
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Hay vida más allá del ‘Mesías’ en Navidad

El Coro y la Orquesta Barroca de Ámsterdam causan una impresión muy pobre en su primera actuación en los veteranos ciclos de Ibermúsica

Ton Koopman, fundador de la Orquesta Barroca de Ámsterdam, dirigiendo desde el órgano.
Ton Koopman, fundador de la Orquesta Barroca de Ámsterdam, dirigiendo desde el órgano.Rafa Martín/Ibermúsica
Luis Gago

Muchas de las grandes personalidades del movimiento interpretativo historicista fundaron hace décadas sus propios grupos a fin de poder defender en la práctica, y con las manos libres, sus postulados teóricos: Nikolaus Harnoncourt y el Concentus Musicus de Viena; Frans Brüggen y la Orquesta del siglo XVIII; Gustav Leonhardt y el Leonhardt-Consort; Christopher Hogwood y The Academy of Ancient Music; John Eliot Gardiner y el Coro y la Orquesta Monteverdi; Trevor Pinnock y The English Concert; Ton Koopman y la Orquesta Barroca de Ámsterdam. Los cuatro primeros ya han muerto y sus criaturas nunca han vuelto a brillar como cuando se convirtieron en lo más parecido a la segunda piel de sus creadores. Los tres últimos siguen felizmente en activo, pero la escasa competencia de antaño contrasta con fuerza por doquier con la proliferación de grupos que comulgan con el credo que ellos mismos ayudaron a difundir: los padres se vieron obligados en su día a remar a la contra, mientras que sus hijos o nietos navegan ahora tranquilamente con el viento a favor. Por otro lado, tal como defendían en las notas a pie de página aquellos mismos postulados, la interpretación es un organismo vivo en permanente evolución, por lo que los revolucionarios de antaño corren el riesgo de ser vistos por algunos como los conservadores de hogaño: el paso de las barricadas al establishment nunca fue fácil. Tan solo Harnoncourt supo hacerlo como nadie.

LII Temporada de Ibermúsica

Bach: 'Magnificat'. Corelli: 'Concerto grosso op. 6 núm. 8'. Handel: 'Te Deum de Dettingen'. Coro y Orquesta Barroca de Ámsterdam. Ilse Eerens (soprano), Clint van der Linde (contratenor), Tilman Lichdi (tenor) y Jesse Blumberg (bajo). Dir.: Ton Koopman. Auditorio Nacional, 20 de diciembre.

Ton Koopman fue uno de aquellos jóvenes iconoclastas, de larga melena y maneras heterodoxas, que empezó a brillar con luz propia en los años setenta del siglo pasado. Su condición de discípulo de Gustav Leonhardt le daba una pátina de respetabilidad, aunque enseguida quedó claro que la sobriedad del maestro nada tenía que ver con la fantasía incandescente del alumno. El neerlandés es, por encima de todo, un instrumentista de teclado superdotado, aunque muy desigual en sus apariciones públicas, donde lo fía todo a su talento natural y a la inspiración del momento. Como director ha obrado gestas al alcance solo de los elegidos, como la grabación de todas las Cantatas de Bach o, una cima de escalada mucho más infrecuente, de la opera omnia de Buxtehude. También aquí la calidad es muy cambiante, quizá porque es difícil mantener el nivel cuando se es tan prolífico y no se es especialmente proclive a los ensayos. Además, no hay que olvidar que, por más que los grupos permanezcan, las personas cambian y en los 42 años que han transcurrido ya desde que Koopman creó la Orquesta Barroca de Ámsterdam, han sido decenas y decenas los instrumentistas que han pasado por sus filas: la estabilidad de sus plantillas es una seña de identidad de las orquestas sinfónicas, pero constituye una excepción en el mundo de la música antigua, que tiende a vivir en una metamorfosis (e improvisación) casi permanente, en consonancia de alguna manera con algunos de sus preceptos interpretativos más asentados: nada debería repetirse una segunda vez exactamente igual que la primera.

En unas fechas en las que otros años se nos atragantaban, como un empacho navideño de polvorones, los Mesías de Handel, y ausentes ya dos años los participativos que organizaba la Fundación la Caixa y que movilizaban a miles de arrojados cantantes aficionados por toda España, la Orquesta Nacional de España ha programado el pasado fin de semana las tres primeras cantatas del Oratorio de Navidad de Bach y Koopman nos ha traído el lunes un programa jubiloso, pero solo en parte navideño, condición solo aplicable estrictamente al concierto de Corelli, “fatto per la notte di Natale”, como puede leerse ya en la primera edición, impresa precisamente en Ámsterdam por Estienne Roger en 1714. Hay que subir el ánimo, hay que adoptar un actitud celebratoria a pesar de todo, parece ser el mensaje de una orquesta que es embajadora de un país, los Países Bajos, donde acaba de implementarse un nuevo confinamiento de facto. Es más que posible —cabe imaginar— que este concierto haya corrido incluso serio peligro de no poder celebrarse, porque cualquier colectivo musical no es Covid-friendly por naturaleza y, como sabemos por la amarga experiencia del año pasado, ensayos, viajes y conciertos son de las primeras piezas del tablero cultural en caer.

Bach fue un compositor en gran medida al servicio de la iglesia luterana, que había desterrado casi por completo el latín de la música que sonaba en las iglesias: los corales en lengua vernácula fueron, de hecho, en su momento un elemento propagandístico decisivo y un vehículo esencial para la rápida difusión de las nuevas teorías reformistas. El latín sólo asoma circunstancialmente en la Misa en Si menor, en sus llamadas misas breves y en el Magnificat, que ha sido la obra elegida por Koopman para abrir su concierto y que nos ha llegado en dos versiones diferentes: la que se interpretó pocos meses después de la llegada de Bach a Leipzig, en el servicio de Vísperas el 24 de diciembre de 1723, que contiene la interpolación de cuatro himnos con textos inequívocamente navideños (entre ellos, el famoso Vom Himmel hoch, que serviría de base mucho tiempo después a las extraordinarias Variaciones Canónicas BWV 769 para órgano); y una segunda, que ha sido la sorprendente elección de Koopman, escrita en Re mayor (en lugar del Mi bemol mayor de la primera versión), desprovista de las cuatro piezas navideñas y que debió de ver la luz en algún momento entre los años 1732 y 1735. Simon Heighes ha apuntado, por ejemplo, la posible fecha del 2 de julio de 1733, cuando la fiesta de la Visitación de María coincidió con el final del duelo por la muerte del Elector de Sajonia, Federico Augusto I, como posible fecha de estreno.

La soprano Ilse Eerens (de espaldas), cantando la sección 'Et exsultavit spiritus meus' del 'Magnificat' de Bach.
La soprano Ilse Eerens (de espaldas), cantando la sección 'Et exsultavit spiritus meus' del 'Magnificat' de Bach.Rafa Martín/Ibermúsica

Ya en el coro inicial las cosas no empezaron bien y, por desgracia, así siguieron hasta el final del concierto. Sin conocer la intrahistoria, es difícil dilucidar las causas, pero lo cierto es que no hubo casi nada de lo que pudiera decirse que estaba en su sitio o, menos aún, que despertara admiración o emoción. La orquesta —imposible saber si integrada por titulares o reservas— sonaba confusa, deslavazada y con intervenciones solistas nada afortunadas: las tres trompetas naturales, que no tuvieron su tarde, fallonas desde el principio mismo y rozando el abismo en Fecit potentiam, o el oboe d’amore en Quia respexit humilitatem, con notorias desafinaciones. Peor fue casi la participación de los cuatro solistas vocales, ninguno de ellos conocido, aparentemente nerviosos, con voces pequeñas, una manera de cantar medrosa y técnicas muy deficientes. Todo sonaba a infraensayado, prendido con alfileres, frágil. Cierto es que las mascarillas no ayudan, sobre todo en el coro, que transmitía la impresión de cantar como a medio gas, pero había detalles no coyunturales (como la entrada dubitativa de las primeras sopranos en Suscepit Israel) que apuntaban más arriba. El fugato de Sicut locutus, por ejemplo, sonó descafeinado, sin fuerza, sin claridad. En conjunto, fue un Magnificat para olvidar, del que solo se salvaron algunos destellos de fantasía de Koopman, apenas audibles en la enorme Sala Sinfónica, en el continuo cuando tocaba el órgano positivo en las arias (nunca en los coros) y mínimos detalles directoriales, como los siete compases finales de Fecit potentiam, tras la sorpresa armónica sobre la palabra “superbos”.

Tras él —en vez de antes de él, como habría sido más lógico musicalmente—, y como final de la primera parte, el neerlandés dirigió el Concerto grosso op. 6 núm. 8 de Corelli, un compositor conocido por Bach (compuso su Fuga BWV 579 a partir de un sujeto que tomó prestado de la Sonata op. 3 núm. 4 del italiano), pero que fue una elección extraña entre las dos obras celebratorias (un cántico y un himno) de Bach y Handel. Koopman tomó además la insólita decisión de mantener a flautas, oboes y fagot sobre el escenario: menos mal que se fueron trompetas y timbales. Y el siempre esquivo Corelli, sencillo pero profundo, breve pero sustancial, diáfano pero poético, sonó casi más a Handel, sin la personalidad inconfundible que le prestan los instrumentos de cuerda en solitario. Koopman se inventó incluso música que no está escrita para las flautas, lo que supuso una pérdida, no una ganancia, y se confió a los instrumentos de viento en exclusiva el comienzo del Vivace. Para colmo, las secciones del concertino (contrapuesto al tutti) se vieron lastradas por constantes desafinaciones, casi siempre debidas al segundo violín. Ni siquiera Catherine Manson, la otras veces extraordinaria violinista escocesa y colaboradora de largo recorrido de Koopman, parecía capaz de tocar a su nivel habitual. Algo más de sentido tuvo el uso de los oboes y el fagot para tocar los bordones del último movimiento, tan emparentado con la Pifa del Mesías de Handel por sus connotaciones pastoriles, pero fue, de nuevo, un Corelli para el olvido.

Visión de conjunto del Coro y la Orquesta Barroca de Ámsterdam durante su concierto en la Sala Sinfónica del Auditorio Nacional.
Visión de conjunto del Coro y la Orquesta Barroca de Ámsterdam durante su concierto en la Sala Sinfónica del Auditorio Nacional.Rafa Martín/Ibermúsica

Handel compuso su Te Deum de Dettingen para celebrar una victoria militar de las tropas austríacas y británicas sobre las francesas en 1743. Se estrenó el 27 de noviembre de aquel año en presencia del rey Jorge II en el Palacio de St. James. Si el Magnificat de Bach no había sonado a música alemana y el Concerto grosso de Corelli parecía despojado de su intrínseca personalidad italiana, la obra de Handel apenas fue reconocible como música ceremonial y celebratoria inglesa. Con un coro también a cinco voces, como en la obra de Bach, el coro volvió a exhibir todas sus flaquezas, con un claro desequilibrio favorable a las sopranos, mientras que apenas tenían presencia sonora definida los tres contraltos y los cuatro bajos, ni siquiera cuando estos últimos cantaron en solitario, como al comienzo de “The glorious company of the apostles”. Los solistas vocales masculinos volvieron a causar una impresión pobrísima: a Clint van der Linde, el contratenor, difícilmente podía oírsele al comienzo de All the earth doth worship Thee, había un choque mayúsculo entre lo que cantaba el barítono Jesse Blumberg (Thou art the King of Glory) y la insulsez con que sonaba. Los coros supuestamente festivos y exultantes llegaron de nuevo carentes de tensión, de fuerza, de empaque, como sucedió en la extraordinaria fuga And we worship Thy name. Lo más parecido a un despropósito.

Ton Koopman vuelve a dirigir, fuera de programa, el coro final del 'Te Deum de Dettingen' de Handel.
Ton Koopman vuelve a dirigir, fuera de programa, el coro final del 'Te Deum de Dettingen' de Handel.Rafa Martín/Ibermúsica

El público, deseoso quizá de olvidarse de las malas noticias que nos acosan, se empeñó en aplaudir (lanzando incluso bravos) hasta que arrancó una propina, que no fue otra que la repetición del coro final de la obra de Handel, O Lord, in Thee have I trusted: un da capo en toda regla. No es normal tampoco que, en su primera actuación en el medio siglo de historia de Ibermúsica, los neerlandeses no trajeran preparada otra música diferente. Y tenían la elección muy fácil, porque lo lógico habría sido alguno de los cinco movimientos de The Dettingen Anthem, también de Handel, una obra hermana de la que acabábamos de escuchar. Pero, en este caso, el Coro y la Orquesta Barroca de Ámsterdam han sido unos muy pobres embajadores de la gloriosa tradición de los Países Bajos como punta de lanza de la revolución interpretativa historicista. El país está pasándolo muy mal estos días y todo pasa factura. En el último verso del Te Deum (en la versión inglesa del Book of Common Prayer utilizada por Handel) leemos: “Oh, Señor, he confiado en ti, no dejes que me vea confundido eternamente”. En los sobretítulos proyectados, sin embargo, leímos: “En ti, Señor, confié, no me veré defraudado para siempre”. El lunes sobraron los motivos para abandonar defraudados el Auditorio Nacional. Pero 2022, que al menos en Madrid va a tener un arranque espectacular (Lise Davidsen y Leif Ove Andsnes en el Teatro Real, Yevgueni Kissin en Ibermúsica, Elisabeth Leonskaja en el CNDM), nos deparará, a buen seguro, conciertos mejores.

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Sobre la firma

Luis Gago
Luis Gago (Madrid, 1961) es crítico de música clásica de EL PAÍS. Con formación jurídica y musical, se decantó profesionalmente por la segunda. Además de tocarla, escribe, traduce y habla sobre música, intentando entenderla y ayudar a entenderla. Sus cuatro bes son Bach, Beethoven, Brahms y Britten, pero le gusta recorrer y agotar todo el alfabeto.

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