Mientras no entendamos que no somos superiores sino parte de la naturaleza, ella tendrá que recordárnoslo
El libro ‘Planeta In-sostenible’, del ecólogo mexicano Luis Zambrano, ilustra de dónde proviene y cuánto nos retrata la creencia/ignorancia de que la naturaleza se puede controlar
La tala de árboles no solo nos deja sin madera, rompe un ecosistema de relaciones. El ecólogo mexicano Luis Zambrano explica, en su libro Planeta In-sostenible (Turner), que la naturaleza no actúa linealmente sino sistémicamente. Por eso los intentos de los humanos por controlar la naturaleza no son más que una idea paternalista, una fantasía escapista en lugar de aceptar que es ella la que controla. Y que somos parte de ella.
Frente a los paternalismos, que buscan proteger presuponiendo nuestra ignorancia o no reparando a veces en la suya, la postura maternalista ―ejercida por hombres o por mujeres, claro― sería la que cuida. Está en nuestra naturaleza: queremos proteger a todos los animales que son similares a nosotros. Zambrano explica que “nunca veremos grupos de protección para un alga, un hongo, un ácaro, un anélido o incluso un vertebrado como un celacanto, pues no vemos su cercanía aunque estos animales puedan ser tan importantes o más que los grandes mamíferos”. Por eso Zambrano explica que el concepto “proteger la naturaleza” implica un error: estar en condiciones de protegerla; es decir, estar por encima de ella. Que es justamente lo que no ocurre. Pase lo que pase, la naturaleza permanece y se vuelve a abrir paso. Nosotros, como especie, no.
¿De dónde viene la ignorancia de pensar que podemos controlar la naturaleza? Zambrano se remonta a Aristóteles, que consideraba que entender la naturaleza era de gran importancia, mientras Platón la consideró un pensamiento menor. Esa misma discrepancia caracterizó la generación del conocimiento biológico en la Edad Media y el Renacimiento, cuando gran parte de ese conocimiento ―como la búsqueda de la utilidad de plantas― podía relacionarse con la brujería. Los naturalistas primero y, posteriormente, Darwin se encargaron de separar la magia de la biología.
La teoría de Darwin, y el descubrimiento de la genética que desembocó en la biología molecular, hicieron que los experimentos en el laboratorio ―a diferencia de la investigación en el campo― lograran que la biología fuera mensurable y así acogida por el resto de las ciencias llamadas “duras”, como la física, la química o la matemática. Sin embargo, la ecología quedó fuera del reconocimiento precisamente por exceso de complejidad. La razón, según Zambrano, fue que “en los experimentos de laboratorio las variables están controladas, mientras que las poblaciones de plantas y animales o las comunidades que viven en diferentes biomas y ecosistemas dependen de múltiples variables imposibles de controlar”. Ningún ecosistema es el mismo en años diferentes. Estos sistemas complejos y variables complican sobremanera la generación de conocimiento científico.
Muchos de los problemas de nuestra relación con la naturaleza provienen de no entender ese punto de partida básico: que está interconectada y es cambiante. Zambrano explica con estupor que nuestra idea de naturaleza representada por un jardín cuadrado habla más de nuestra ignorancia o prepotencia que de la naturaleza. “El pasto perfectamente cortado demuestra la necesidad de controlar —más bien de reprimir— la naturaleza. Evidencia nuestra creencia de que no somos parte de la naturaleza sino superiores”. Este ecólogo considera que las religiones occidentales han profundizado en esta visión, “pues sugieren que el ser humano fue creado a imagen y semejanza de Dios en un día diferente a los demás, el último, ya que el creador había practicado con seres inferiores”. El hombre, según la religión, fue creado explícitamente para controlar la naturaleza con derecho a cambiar corrientes de ríos y cortar tajos de montañas. La mayoría de las acciones humanas ligadas al desarrollo están relacionadas con “la conquista” de la naturaleza. Incluso así se ha denominado la conquista de los mares o la del espacio.
En el desierto de Arizona, en 1991, realizaron un experimento. Bajo una serie de domos, aislaron cerca de dos mil metros cuadrados de desierto. Querían crear siete pequeños biomas (o ecosistemas) como la selva tropical, el manglar, el arrecife coralino, el mar, el pastizal y el desierto. El objetivo era evaluar algunos elementos de cada bioma para ver cómo interactuaban entre ellos y demostrar que eran autosuficientes con el control del ser humano.
La ambición del proyecto la hemos visto desplegada por algunas de las nuevas urbes del planeta: la fantasía del ser humano de poder crear un ecosistema en zonas inhóspitas y controlarlo para que funcione por sí solo persiste. La esperanza de aquel experimento era crear una serie de ecosistemas que pudieran sobrevivir, bajo domos, en zonas inhóspitas de otros planetas. Así, los seres humanos podrían colonizarlos. ¿Qué sucedió?
El experimento fracasó. Intentó comprender el funcionamiento de la naturaleza desde una perspectiva lineal, no sistémica. Terminó reflejando la necesidad de quienes lo crearon de controlar. La idea no era nueva. Varios arquitectos, entre ellos el visionario Bukminster Fuller, lo habían intentado. “El sueño de aislarse por completo de la naturaleza y así controlarla persiste al considerar que el contacto directo reduce la eficiencia en la utilización de energía.
El domo gigante propuesto por Fuller “tenía que ahorrar la energía desperdiciada en el calentamiento de edificios e iba a captar el agua de la lluvia y la nieve para uso en la ciudad”, explica Zambrano. “Pero, de nuevo, los cálculos realizados para comprender las ventajas del domo fueron hechos con visión lineal”. Por eso hablaban de las cantidades de agua y energía que se podrían ahorrar. Zambrano considera que el aislamiento de los humanos con respecto a la naturaleza comenzó en las ciudades, con el asfalto que nos impide ver el suelo y el subsuelo vivos. El ecólogo sostiene que “la búsqueda del aislamiento es la que ha producido cambios en el clima. Los aires acondicionados necesitan de grandes cantidades de energía que repercuten en la cantidad de dióxido de carbono que arrojamos a la atmósfera, y que a su vez es la que genera el fenómeno del cambio climático”.
Babelia
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