Una paradoja cruel: del genio de Morante a la ruina del toro
El triunfo sin precedentes del torero en Sevilla obliga a reivindicar al gran protagonista de la fiesta
El triunfo extraordinario del pasado viernes de Morante de la Puebla en La Maestranza es uno de esos sucesos que a todos nos deja noqueados. Fue tan sorprendente, tan explosivo, tan espectacular, tan planetario e íntimo a un tiempo, que desató la alegría de quienes lo presenciaron en directo, la desesperación lastimosa de los ausentes y la extrema exageración de unos y otros. Los críticos taurinos se devanaron los sesos para encontrar adjetivos y epítetos que cantaran con la mayor exactitud la erupción artística de la que habían sido testigos. Todos los plumillas se vieron obligados a ser aspirantes a poetas por un rato para expresar con precisión lo que, sin duda, no es posible contar más que con los ojos del alma.
El misterio no tiene explicación, y la actuación de este torero místico e irreverente, moderno a su pesar y rancio a la vez, irregular y genial, artista por nacimiento, clásico y provocador, atormentado a veces y clarividente en otras, fue un torbellino de genialidades y una bocanada de alborotos sorprendentes que dejó a La Maestranza con la boca abierta, los ojos empañados y el corazón a una velocidad peligrosa.
Mucho se ha hablado y escrito sobre la gran obra de Morante de la Puebla. Pero casi nada, prácticamente nada, del toro, ese toro cuarto, número 95, Jarcio de nombre, nacido en febrero de 2017, y 518 kilos de peso, de la ganadería de Juan Pedro Domecq.
Jarcio, de 518 kilos, fue un toro guapo, armónico, de buen corazón, obediente, generoso, dócil… e inválido
Y ese es un error imperdonable, porque el toro es el gran protagonista de la fiesta del mismo nombre, sin cuya existencia no sería posible este espectáculo.
Si la labor de un torero hay que enjuiciarla en función de las condiciones del animal al que se enfrenta, es de justicia que el que propició el triunfo de Morante tenga su minuto de gloria, y se analice su comportamiento, porque de ello se podrá concluir la importancia de la lidia ejecutada por su matador.
Jarcio venía de buena familia, con toda seguridad; de lo contrario, no hubiera pisado el albero de la plaza sevillana; de buena familia y prestigiosa casa, porque Juan Pedro Domecq goza de gran predicamento entre las figuras del toreo. Un toro concebido, amamantado, criado y entrenado para ser un artista, para colaborar y no molestar y, llegado el caso, para engrandecer la obra maestra de un ser humano vestido de luces. Un toro guapo, armónico, de buen corazón, obediente, generoso, dócil…
Además, estaba inválido, se desplomó dos veces en el tercio de varas y a punto estuvo de ser devuelto a los corrales. El presidente escondió el pañuelo verde que tenía en la mano ante el alboroto capotero de Morante. Minutos después, en plena faena, Jarcio volvió a morder el polvo de nuevo, una y otra vez. Un compañero de tendido decía muy gráficamente al día siguiente que a ese toro ‘había que empujarlo’ para que embistiera.
Quede claro, pues, que la obra maestra de Morante no se ejecutó ante un toro codicioso, encastado, bravo y noble, no. Y este detalle debiera tener su importancia. No se trata, en modo alguno, de desmerecer lo vivido, sino de aclarar detalles que habían quedado ocultos.
Dicho de otro modo: si Morante alcanza el triunfo del viernes con un toro de verdad, moderno, pero de verdad, codicioso y de encastada nobleza estaríamos hoy hablando de que el diestro de La Puebla había puesto la historia del toreo a sus pies. Y lo curioso es que Morante ya ha demostrado que puede con ese otro toro, a pesar de su humano interés por el hierro más cómodo.
Mal síntoma es que en el triunfo de un torero no se hable del toro, el único que no puede ser nunca un convidado de piedra en este espectáculo. Cruel paradoja la que se establece en el triunfo surgido entre un torero genial y un toro inválido.
Jarcio fue un entrañable colaborador necesario para una obra de arte; y, al mismo tiempo, un referente de la evolución del toro actual ―menos fiero y más obediente― y del público ―más sensible, que prefiere el arte con inválidos que hazañas con toros―.
Si Morante hubiera alcanzado el triunfo con un toro codicioso y de encastada nobleza, habría puesto el toreo a sus pies
A pesar de todo ―a pesar del toro―, La Maestranza fue testigo el pasado viernes de una erupción artística de dimensión planetaria. Esta es, también, la verdad, y así debe quedar reflejada.
Una erupción inesperada. Se podría aventurar que nadie más que el torero sabía que estaba a punto de ocurrir un suceso de esa grandeza; o no. Quizá, llegó la inspiración y el artista no hizo más que seguir su mandato.
Lo que sí parece claro es el desmedido interés de Morante por mantener el cetro del toreo de arte y espantar a los principales aspirantes. No hay más que ver el cambio experimentado por el torero desde la irrupción arrolladora de Pablo Aguado y Juan Ortega, dos jóvenes tocados también por la magia y nombrados herederos del corazón de Sevilla.
Quizá este detalle no ha pasado desapercibido para el veterano maestro, lo que explicaría su profundo cambio de actitud, que ha demostrado a lo largo de esta singular temporada.
Quién sabe si esta y no otra es la razón por la que Morante recibió de rodillas a ese cuarto toro de Juan Pedro Domecq, se rompió con el capote, y en un evidente estado de trance, se desmadejó con la muleta, enloqueció a la afición y se erigió por méritos propios en el máximo protagonista de la temporada.
Cualquiera sabe lo que ronda por la cabeza de José Antonio Morante. Lo cierto es que su inspiración artística y su condición de torero intemporal han iluminado una fiesta necesitada de ilusión y esperanza en el futuro.
El próximo martes, 12 de octubre, hará el paseíllo en Las Ventas, plaza que no pisa desde 2017. Se le espera, se supone, con la lógica expectación tras su paso por la Feria de San Miguel de Sevilla. Solo el tiempo dirá si la inspiración baja otra vez al ruedo y sube a los corazones de todos los presentes.
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