El llavero de las sinagogas de El Cairo
La precipitada huida de Egipto de los judíos a mediados del siglo XX dejó atrás un rico patrimonio, desorganizado y sin asegurar, que hoy intenta proteger un solo hombre
El único vínculo involuntario que Raouf Fouad mantuvo durante muchos años con los judíos en Egipto era el negocio familiar que había heredado de su abuelo, uno de tantos talleres de cobre esparcidos por las callejuelas de la laberíntica ciudad vieja de El Cairo. El suyo, en concreto, se escondía en la recóndita Haret El Yahud: el callejón de los judíos. Un peculiar encargo a mediados de los años noventa empezó a cambiar esa suerte. Gracias a una amistad en común, Esther Weinstein, la entonces presidenta de la Comunidad Judía de El Cairo, acudió al taller de Fouad para que les fabricara varios objetos, como cilindros para guardar la mezuzá, estrellas de David o suvenires. “Todo empezó con ella haciendo pedidos y yo sirviéndoselos”, evoca hoy el egipcio.
En 1996, Weinstein acudió de nuevo a Fouad para pedirle un favor diferente: necesitaba que alguien la ayudara a gestionar la Comunidad Judía de El Cairo y sus sinagogas, de las que él no sabía nada. El comerciante no dudó en tenderle la mano, y empezó a descubrir cómo eran esos templos judíos, a sumergirse en su historia y, sobre todo, a averiguar cómo se debían administrar.
Una década más tarde, en 2007, llegó su momento. Con dos años de retraso, la comunidad celebró el centenario de su gran sinagoga, en el corazón de El Cairo, Shaar Hashomayim, más conocida como el templo de la calle Adly. “La víspera me dieron las llaves de todas las sinagogas”, cuenta, entre caladas, Fouad, que hoy sigue siendo su único responsable. El motivo de esta pronta cesión de responsabilidades a quien hasta hacía apenas 10 años no tenía conexión con la comunidad era, en cierto modo, bien simple: no había alternativa.
Los días dorados de las comunidades judías en Egipto se remontan a la apertura del canal de Suez, en 1869, y hasta el golpe de Estado que derrocó a la monarquía en 1952. Durante aquel idealizado periodo de bonanza, gente de todo el Mediterráneo y del Imperio Otomano desembarcó en Egipto. Entre ellos, judíos llegados de puntos tan lejanos como Rusia, Italia y Yemen, que se establecieron sobre todo en El Cairo y Alejandría. Las cifras más fiables estiman que en 1948 vivían en Egipto entre 70.000 y 80.000 judíos. Hoy, cuenta Fouad, tan solo quedan cuatro.
Uno de los principales motivos de este vertiginoso declive fue la derrota militar árabe en la primera guerra árabe-israelí y la creación del Estado de Israel en 1948. Pero más que provocarlo, estos eventos solo precipitaron un caótico desenlace que parecía inevitable. Desde hacía dos décadas, el Gobierno egipcio estaba poniendo innumerables obstáculos a las minorías no musulmanas del país para naturalizarse, con la excepción copta. Y la irrupción de un hostil régimen ultranacionalista tras 1952 no dejó espacio a la esperanza. Entre esas fechas y 1973, la mayoría de los judíos de Egipto se vieron forzados a emigrar.
Desde hace años, la comunidad judía de El Cairo es consciente de que tiene los días irremediablemente contados. Así que sus esfuerzos han estado centrados en evitar que su extenso patrimonio —y con él, su memoria— acaben corriendo la misma suerte. La pieza angular de estos intentos, con el permiso del histórico cementerio judío de Bassatine, en el sur de El Cairo, son las 11 sinagogas de la capital que aún controlan, y que resisten como las reliquias más significativas y representativas de una época de Egipto ya pasada.
La sinagoga más antigua de El Cairo, la icónica Ben Ezra, se cree que fue construida en el siglo IX, si bien el edificio actual data de finales del XIX. En esta línea, la mayoría de sus sinagogas se levantaron desde 1903 y 1937, explica Fouad, una enciclopedia viva de estos templos de la capital. “Cada barrio quería tener una sinagoga, y había de diferentes tradiciones, como las askenazíes, las sefardíes y las caraítas”, cuenta.
Los judíos en Egipto nunca formaron una única comunidad. Su diversidad de orígenes, cultura, ritos religiosos y nivel social los hacían uno de los grupos más heterogéneos del país —aunque siempre de contundente mayoría sefardí—. Entonces, la prueba más sólida de esta diversidad fue quizás su caos lingüístico: había quienes hablaban árabe egipcio, pero también quienes lo hacían en otros dialectos, o en francés, griego, italiano, ladino, polaco, ruso, turco o yiddish. Hoy, la huella más evidente de esa riqueza son todas sus sinagogas, que, exceptuando dos en muy mal estado, se encuentran en condiciones aún aceptables.
La preferida de Fouad es la de Adly, un imponente edificio inspirado en antiguos templos egipcios y que destaca por las grandes flores de loto —símbolo de la comunidad— que luce grabadas en sus fachadas. Aunque sefardí, sus puertas estaban abiertas a todos y, pese a permanecer hoy cerrada, todavía acoge en ocasiones eventos y celebraciones. “Aquí es donde pude presenciar por primera vez las celebraciones religiosas, dado que esta es la principal de la comunidad”, asegura Fouad desde una sala adjunta al templo que están intentando convertir en un pequeño museo. “Aquí es donde experimenté las plegarias. Esther las realizaba todas”, evoca.
Pese a ello, el egipcio reconoce que no puede entretenerse demasiado contemplándola porque el desafío por conservar las sinagogas es titánico. Durante su máximo esplendor, había en El Cairo unas 30, pero la mayoría se perdió a partir de los años sesenta. Desde que Fouad se involucró, se ha intentado que el Gobierno registre las 11 actuales como monumentos para que nadie pueda adquirirlas, pero no se trata de una tarea sencilla. “Por todo lo que le ocurrió a la comunidad judía, es muy difícil ser organizado, poseer todos los documentos y conocer todas sus posesiones”, nota el egipcio. Su desintegración fue, sencillamente, demasiado rápida para ser ordenada. “Mi misión es lograr un control riguroso de su funcionamiento y de su propiedad”, agrega.
Una de estas sinagogas perdidas es la de Ahaba Ve Ahva, construida en 1928 y en cuyo lugar se encuentra hoy una farmacia. En su caso, la memoria del templo se ha conseguido mantener viva, gracias a otra sinagoga homónima fundada en 1979 en Brooklyn por judíos que desembarcaron en Nueva York procedentes de Egipto.
En la mayoría de casos, la batalla está perdida. Pero hay dos sinagogas que la comunidad no controla, y de las que Fouad cree que va a conseguir las llaves pronto. Una se encuentra cerca de su taller familiar, y la segunda fue reconvertida en los sesenta en una oficina del Ministerio de Solidaridad Social. “Estoy trabajando para recuperar los documentos que prueban la titularidad de la comunidad sobre ellas”, asegura.
Tres de los 11 templos también guardan otro preciado tesoro en su interior. Ben Ezra, la sinagoga caraíta, y Adly albergan tres librerías con más de 15.000 libros, entre los que figuran algunas de las Torá más antiguas del mundo. En el almacén o geniza de la primera fue donde se hallaron, en el siglo XIX, unos 400.000 documentos hoy repartidos por todo el mundo. Y en la caraíta se descubrió en 2017 una Torá de más de mil años. Fouad explica que la comunidad tiene planes para digitalizar los libros que todavía poseen, y de habilitar la biblioteca de Adly para recibir a estudiantes y académicos, dado que en ella descansan unos 10.000 de los anteriores volúmenes, la enorme mayoría en hebreo. “Siempre me hace feliz cuando veo a gente visitar este lugar y cuando les veo apreciar su valor e importancia”, asegura. “La comunidad judía ahora está en todo su derecho de abrir las sinagogas, celebrar eventos, festividades religiosas y demás”, considera.
Legado a salvo
Aunque haya tenido que ser en el último suspiro, Fouad está convencido de que, cuando la comunidad judía en Egipto haya desaparecido, su legado estará a salvo gracias a Drop of Milk, una asociación benéfica fundada por la comunidad en 1921 y reconvertida en 2016 para centrarse en conservar su patrimonio como parte integral de la historia egipcia gracias a sus miembros, que no tienen por qué ser judíos. “Si le ocurre cualquier cosa a la comunidad judía, esta entidad, al colgar de ella, heredaría sus propiedades”, apunta. “Es como si la madre fuera la Comunidad Judía y su hijo la asociación Drop of Milk”, ilustra.
“Preservar todo este patrimonio para las futuras generaciones tiene un gran valor. Pero en mi caso también construí vínculos personales con todos estos miembros de la comunidad judía, y son estas conexiones personales las que me empujan a continuar”, desliza Fouad. “Todo esto ya no es un trabajo, ya no se trata de un negocio. Estoy tan volcado con estas sinagogas que diría que esta es mi casa. Es parte de quien soy, no se puede separar”.
Babelia
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