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Últimas tardes con Juan Marsé

La hija del autor escribió cómo fueron los últimos días de su padre, fallecido hace un año y al que sus allegados recuerdan en Barcelona

Juan Cruz
Juan Marsé con su hija, Berta, y sus nietos en el año 2000, en Barcelona.
Juan Marsé con su hija, Berta, y sus nietos en el año 2000, en Barcelona.Pepe Encinas

La ciudad era un fantasma quieto bajo un cielo de verano marcado por la triste maldición de la pandemia. Por ese lugar solitario de julio hacía Berta Marsé el camino que le llevaba al cuarto de su padre, Juan Marsé, grave en un hospital de Barcelona, aquejado de una enfermedad que lo recluyó entre los muros de la diálisis. Él murió el 18 de julio, hace un año, y este domingo amigos y parientes rinden homenaje a su vida en uno de los lugares que más quiso, el Carmelo, en cuya biblioteca el Ayuntamiento de Barcelona ha organizado el recuerdo al gran retratista del alma de la ciudad en la que nació.

Berta Marsé es escritora. Esos días en que el padre reposaba la rabia de sentirse en medio de una batalla imposible, ella fue anotando las impresiones que le dejó esa vigilia, “como un soldado en la sala de espera”, pendiente de la entrada y salida de los médicos. “Por fin sale el médico”, escribió. “No tiene novedades para mí, pero la cosa no pinta bien y me aconseja que me vaya a casa, que descanse, que me tranquilice. Ya, pero… ¿Cómo? En casa será peor, prefiero estar por aquí. Las manos entrelazadas a la espalda para no aferrarme a las mangas de su bata y vampirizar algo de toda esa energía que desborda. Si se pudiera lo haría, pero no se puede; el contacto físico está prohibido, el acceso acotado, la cafetería cerrada, los pasillos desiertos, los pocos familiares autorizados pululando como fantasmas…”.

Ella era, ya en la calle, uno de esos fantasmas que la ciudad acogía con indiferencia, ni un ruido alrededor, y ella iba por lo que antes fue una ciudad de bullicio como si espantara pájaros callados, palomas a las que da de comer, “me siento a fumar bajo el sol, junto a un grupo de adolescentes que escuchan bachata. Me llega el aroma a marihuana y me acerco a mendigar, pero me quedo sola porque un helicóptero de emergencias está aterrizando y los chicos salen en desbandada. Caen hojas de los árboles. Cierro los ojos y no me muevo hasta que pasa. Ya está, me digo. Ya está”.

La vigilia al lado del padre. Dice ahora Berta: “Él no era nada solemne, y además no quería morirse, hasta el último momento presentó batalla y estuvo buscando una salida de emergencia, también con sus palabras, en castellano y en catalán. Cosas del tipo: ‘No hay escapatoria’ y ‘aixó s’ha acabat’, y alguna que otra palabrota”. Sus notas recuerdan: “Sigue llevando su reloj, ese que no se quita nunca. Le baila en la muñeca. Me pregunta ‘Berta, ¿me estoy muriendo?’. Le contesto: ‘No lo sé, papá”.

El Carmelo es ahora el lugar que lo honra, cuánto símbolo para él y para su país esa fecha, 18 de julio. El lugar era donde iba “con sus amigos de Gràcia en busca de aventuras, el Carmelo era territorio comanche… Le ponían nervioso los agasajos, pero si los premios eran económicos se alegraba por nosotros, la familia. No sabía cómo responder, pero imagino que, a su modo, también le gustaban; pero le gustaba leerlos, más que escucharlos”.

Cuidar al padre. “Fue una sensación muy intensa, de peligro inminente, de catástrofe a gran escala, agravada por el hecho de no poder ver a casi nadie dado el confinamiento y las restricciones en el hospital”. Hace un año ahora. “Aixó s’ha acabat”. “Gracias, y hasta luego, me dice mi padre cuando nos despedimos hasta mañana”.

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