José Luis Alexanco, el artista ajeno al ruido
Era un artista de exteriores, de estar afuera con otros, viendo la vida, llevándola y sobrellevándola, como si él mismo fuera el hombro donde podían reposar los otros.
Lo único que le faltaba a Alexanco para ser Alexanco, ante las inmensas paredes de la Sala Alcalá 31 de Madrid, cuando él mismo estaba entre las obras de su última exposición, era el cigarrito. Como si fuera un visitante más de aquel despliegue de imaginación, arte, adivinación y tecnología, este hombre que, como Kim de la India, fue el amigo de todo el mundo, explicaba esas combinaciones que lo convirtieron en uno de los más avanzados artistas modernos de la generación de Cuenca (y de Nueva York y de otras ciudades), como si él no estuviera allí, sino, precisamente, fumándose afuera su cigarrito.
Era un artista de exteriores, de estar afuera con otros, viendo la vida, llevándola y sobrellevándola, como si él mismo fuera el hombro donde podían reposar los otros.
Uno de esos grandes amigos, con los que hizo arte, y ayudó a muchos otros a hacer visible sus obras, José Luis Fajardo, contaba ayer algunas de las pasiones de las que Alexanco [fallecido el domingo a los 79 años en Madrid] tampoco alardeaba. Aquellas obras que expuso en Alcalá 31, por ejemplo, fueron el producto de un proceso de conocimiento tan audaz como el de otros contemporáneos suyos, pero en su despliegue no presumió de currículo, y tampoco hizo mucho para que ese magnífico currículo que constituía la propia exposición circulara por los mundos concéntricos del arte español, más abiertos a lo que sonara desde fuera.
En el taller que él y Fajardo tuvieron en Arganda (y que fue parte de una amistad y de un trabajo que han durado medio siglo), se hicieron más visibles obras de colegas suyos que fueron subrayados con el mismo ánimo o tino con que llegaron a la estampa sus propias creaciones. Eran, decía ayer Fajardo, tiempos en que resultaba imposible la distancia o la rencilla, así que todos colaboraban con todos, y desde todas las artes, porque en aquellos tiempos comer, trabajar, vivir, bastaba, y pocos podían competir por ser ricos: “El problema era subsistir; así, qué sentido tenía acariciar el ego”.
El mismo Alexanco era, hasta el final, “antiartístico”, más preocupado por el viaje exterior, que fue internacional, aunque se centrara en momentos decisivos de su vida en una excursión pletórica, la que le llevó muchas veces a Siria, un territorio que amó y donde dejó la semilla que estimaba más que el arte mismo: la amistad. Desde Siria llegan en el tiempo de su muerte condolencias como de hermano en el momento de la despedida. Fue amigo, por ejemplo, de Adonis, el gran poeta; de Rifat Upté, traductor principal de Gabriel García Márquez en Oriente. Esas amistades siguieron durante la ahora interminable guerra. Jordania también fue parte de ese territorio amistoso. Cuando lo vimos mirar su obra el año pasado en Alcalá 31, Alexanco ponía sus ojos en el mundo más que en sus obras, y mucho más aún en los amigos, uno a uno, como si los contara mientras caminaba hacia la calle, a buscar un sitio donde fumarse el cigarrito.
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