Kusama en el jardín botánico
La artista japonesa instala a lo largo de 100 hectáreas un conjunto de esculturas que confirma su fascinación por el color y el medio natural
Podemos hacer lecturas popizantes de Yayoi Kusama, la artista japonesa que expresa su universo a través de lunares multicolores que invaden formas ―esculturas, instalaciones, pinturas o performances― y crean un mundo artificial y pop. Podemos hacer lecturas feministas porque se resistió al futuro que la esperaba como mujer en un Japón alejado de la modernidad en sus primeros años como estudiante de arte. Podemos hablar de esa vida suya fascinante entre Nueva York y el Japón rural y hacer incluso las interpretaciones que suelen hacerse de las mujeres rebeldes que han nacido en el seno de una familia posesiva y tienen una relación compleja con la madre, al estilo de otra creadora, Louise Bourgeois, otra vez de vuelta al psicoanálisis.
Y se trata sin duda de lecturas legítimas y necesarias, pero un poco escasas. No ofrecen la dimensión real de esta artista, que ha florecido, literalmente, en la muestra que podrá verse hasta octubre en el Jardín Botánico del Bronx. En este precioso recinto, abierto a finales del XIX en Nueva York, la artista ha plantado sus instalaciones inmersivas, sus formas sorprendentes en árboles y extrañas plantas camufladas entre el catálogo vegetal, un catálogo que cuando se abre el recinto en la ciudad a finales del XIX ha dejado de ser la estrategia de cultivo y clasificación de los primeros jardines botánicos del Renacimiento y se ha convertido en un lugar de paseo para una clase en ascenso; naturaleza a pequeña escala para los naturalistas urbanos; inventario de rarezas y, sobre todo, nueva forma de ocio en las ciudades, un lugar donde se conocen los dos protagonistas de la novela de Flaubert Bouvard y Pecuchet.
Kusama, a menudo sumergida en grandes instalaciones con reminiscencias vegetales como el mítico Jardín de Narciso, ha retomado el concepto mismo de los jardines botánicos, y lo ha reescrito con formas multicolores que crean en el visitante una sensación inesperada de pertenencia. Aquí, en el Jardín Botánico, la obra de Kusama reencuentra su dimensión real, la que desde siempre ha tenido, a veces disimulada en las salas de los museos. En medio de las plantas y los árboles, sus obras reavivan esa dimensión vegetal que a ratos se camufla bajo la apariencia pop y su clásica peluca de plástico teñida de colores brillantes, a juego con la ropa.
En el Jardín Botánico adquieren, en primer lugar, la dimensión autobiográfica que hace años, con motivo de su exposición en Nueva York en 1998 en la Gallery Robert Miller, confesaba a Damien Hirst en una entrevista publicada con motivo de la muestra. Al ser preguntada por si su trabajo era optimista, respondía: “No, no creo que mi trabajo sea optimista. Cada pieza es una condensación de mi vida”. La condensación de la vida de Kusama brilla en la instalación infinita del Jardín Botánico de Nueva York, de más de 100 hectáreas, llena sus rincones, ofrece los retazos de su autobiografía de una forma nítida y luminosa. La familia de Kusama se dedicaba al cultivo de semillas en Matsumoto y los primeros recuerdos de la artista giran en torno a aquel semillero, aquellas flores.
En el Bronx, sumergida en el paso de las estaciones, las diferentes floraciones que se van sucediendo, la obra de Kusama recupera la esencia de una foto suya con 10 años, en 1939, en la cual la niña aparece sepultada entre las enormes flores que sostiene y que remedan algunas de las imágenes de la artista en sus instalaciones inmersivas. Nunca como en esta instalación del Jardín Botánico la obra de Kusama ha sido más autobiográfica y más precisa. Formas vegetales al aire libre.
Babelia
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