Currentzis suplanta a Mozart
Ibermúsica retoma, muchos meses después, los conciertos orquestales con la presencia de Teodor Currentzis y musicAeterna
Ibermúsica lleva medio siglo trayendo a nuestro país a las mejores orquestas y solistas internacionales. Con los viajes sometidos aún a un sinfín de trabas burocráticas y con las giras de casi todas las grandes agrupaciones suspendidas desde hace meses, sus actividades habituales se enfrentan a obstáculos insalvables para poder llevarse a cabo con normalidad. Una reciente visita de Yevgueni Kissin y el anuncio de futuros conciertos camerísticos en esta primavera intentan sortear el silencio obligado para los fieles de la empresa madrileña, que son muchos. Ahora ha conseguido traer por fin a una orquesta extranjera, que es su principal razón de ser, no ya tanto a un viejo amigo (como lo es Kissin, al que lleva presentando regularmente en España desde que era un adolescente), sino a un conocido reciente, la orquesta rusa musicAeterna, con su director y fundador, Teodor Currentzis, al frente, que habían tocado anteriormente en sus ciclos en una sola ocasión, en noviembre de 2018.
Ibermúsica
Mozart: Sinfonías núms. 40 y 41. musicAeterna. Dir.: Teodor Currentzis. Auditorio Nacional, 21 de abril.
Si entonces ofrecieron un monográfico de Mahler, en esta ocasión han llevado a los atriles las dos últimas sinfonías de Mozart. Nada más empezar el concierto, Currentzis —chaleco negro largo y holgado, camisa blanca, corbata fina negra, pantalones pitillo también negros— empieza a desplegar su repertorio de excentricidades. Aunque está colocado el podio en el lugar habitual, no lo utiliza, sino que prefiere ponerse al nivel de sus músicos, moviéndose incesantemente entre sus solistas de cuerda, en ocasiones abalanzándose casi sobre ellos como se arroja un depredador sobre su presa. En su atril, cierra ostensiblemente su partitura de Bärenreiter y, al final del primer movimiento de la Sinfonía núm. 40, la deposita en el suelo, como si le molestara su presencia incluso cerrada. Su hipergestualidad es tal que, si prescindiera de todos los movimientos no estrictamente necesarios, las sobras le darían para dirigir una docena de conciertos más. Miradas, momos, brazos, manos, dedos, piernas, cadera, cintura, hombros: no hay parte del cuerpo de Currentzis que no esté mandando mensajes a los músicos, que deben de tocar sobreestimulados ante tal avalancha de motricidad. Y el público debe de quedarse, claro, extasiado ante semejante despliegue de signos directoriales, algunos de los cuales no resultan inmediatamente comprensibles y otros no se sabe si dirigidos realmente a sus instrumentistas o más bien realizados de cara a la galería.
Con una orquesta no especialmente pequeña para este repertorio (diez primeros violines), Currentzis tiende, como ha hecho siempre, a las dinámicas extremas: los pasajes piano son apenas audibles, por momentos casi dulzones, mientras que en los marcados forte sus músicos prodigan auténticos hachazos. A veces introduce también extraños reguladores, como esa suerte de messa di voce con que tocan los violines el Mi bemol del comienzo de la segunda sección del Menuetto de la Sinfonía núm. 40. Y abundan también multitud de acentos extemporáneos y probablemente innecesarios, que suelen redundar en la introducción de cesuras en el flujo natural de la música. La consigna parece ser casi no hacer nada de manera ortodoxa, sino buscar la manera de ser diferente a toda costa, salpimentando de rarezas y una tensión casi eléctrica la interpretación.
Se comulgue o no con estos presupuestos, la consecuencia quizá más nociva de este enfoque (existe una curiosa paradoja en el empleo de técnicas e instrumentos historicistas, pero que van acompañadas de una dirección hipersubjetiva de raigambre romántica) es que, al final, la música vive a la sombra de la interpretación: lo importante deja de ser el qué, porque se entroniza decididamente el cómo. El monográfico Mozart (o Mahler, o Beethoven, o Purcell, o Chaikovski) acaba por convertirse siempre en un monográfico Currentzis. Y este desplazamiento no es probablemente algo positivo, sino un gravísimo peligro a evitar.
En la Sinfonía núm. 41, en la que el director griego sí se valió ocasionalmente de la partitura, Currentzis obvió también la repetición de la exposición del movimiento lento, al igual que había hecho antes en su compañera, quizá porque aquí el margen de prestidigitación rítmica y dinámica es mucho menor. El Allegro vivace inicial fue, como no podía ser de otra manera, extraordinariamente impetuoso, aunque volvieron a sonar multitud de acentos ilógicos. La segunda sección del Andante cantabile tuvo una brusca caída de la tensión y problemas de conjunción en las maderas, la sección de menor calidad y personalidad de la orquesta, sustentada en una cuerda extraordinaria y que se parece muy poco a la de las orquestas rusas tradicionales.
La piedra de toque de cualquier director, y de cualquier orquesta, que afronte estas dos obras es el último movimiento de la Sinfonía núm. 41, en el que Mozart quiso compendiar todo lo que había aprendido estudiando las obras de Bach en los últimos años de su vida. Cuatro motivos breves y de apariencia intrascendente son tratados contrapuntística e imitativamente en todas las combinaciones posibles hasta que al final suenan los cuatro simultáneamente en un alarde de técnica e inventiva por parte del salzburgués. Currentzis primó el ímpetu sobre la claridad, pero en esta música la transparencia debería ser siempre el valor supremo y lo que escuchamos se quedó más en virtuosismo interpretativo, en envoltorio, que en ahondamiento en la sustancia de esta música moderna y arcaizante a un tiempo. El más sencillo de los cuatro motivos, el tercero en orden de aparición (la semiescala ascendente de seis notas, con un trino sobre la cuarta) raramente tuvo la presencia y la nitidez necesarias, por ejemplo, devorado literalmente por el resto.
En los aplausos finales, Currentzis dirigió a sus músicos con la misma eficacia y autoridad que a lo largo de todo el concierto, completando una perfecta secuencia de 360 grados para satisfacción de todos los asistentes, que no pudieron sentirse ninguneados allá donde estuvieran. Sus instrumentistas deben de venerarlo como apóstoles que siguen a un profeta y su concertino, que nos regaló otro repertorio interminable de gestos, giros, contorsiones y saltos mientras tocaba, emula e irradia entre sus compañeros las excentricidades de su director. A otro violinista se le rompió una cuerda en el primer movimiento de la Sinfonía núm. 41 y, en vez de abandonar el escenario para cambiarla, como suele ser lo habitual, se puso a hacerlo sentado en el suelo. “Antes muerto que sencillo” parece un buen lema para todo lo que vemos y oímos en relación con musicAeterna y su extravagante fundador. Hay que marcar distancias respecto a la vulgar y manida normalidad, y cualquier recurso es bueno para hacerlo. Currentzis, eso sí, exige ver y aprobar las fotos suyas realizadas durante el concierto que vayan a publicarse, lo que resulta no poco revelador, como lo es también contemplar el vídeo de una de sus últimas grabaciones audiovisuales (varios fragmentos de La Traviata insufriblemente evanescentes y almibarados), en los que la cámara vive por y para mostrar su rostro y los movimientos de sus brazos, algo que ya propició Herbert von Karajan hace más de medio siglo. En el programa de mano del concierto figuraban otros directores que han ofrecido estas mismas obras en la larga y gloriosa historia de Ibermúsica y, al ver nombres como los de Carlo Maria Giulini, Nikolaus Harnoncourt, Colin Davis, Sándor Végh, Christopher Hogwood o Andris Nelsons, la memoria activa sus resortes, relativiza y pone las cosas en su sitio.
Babelia
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