La alegría de estar con otros
Aquel era un árbol de amistad cuyos componentes ahora vienen a la memoria como parte de lo más hermoso de ese grupo de personas que, cuando a Jorge le tocó el espanto de la enfermedad, se juntaron como si no hubiera noche


En aquella plaza verbenera, al atardecer, estaban juntos, como si estuvieran celebrando una victoria, los de siempre, dos de los cuales ya son los inolvidables. Jorge estaba con su mujer, Mercedes Fonseca, y con su hijo, Mario. Estaba Santos Juliá, y estaba Carmen Martínez Tellería, la mujer de Santos. Estaban los amigos de siempre, unidos por los afectos y las maneras de ser, buscando arreglar el mundo como antiguamente, cuando los descendientes de la posguerra creyeron que nunca jamás iba a volver a haber en la España que quisieron mejorar esta inquina que hace imposible que el desacuerdo no se resuelva con la riña.
Jorge tenía atrás la experiencia, contada, de su padre, así que tenía constancia, como la tuvo su hermano Javier, de qué piel están hechas las guerras civiles. Entre esa gente que estaba allí, en la primavera de Olavide, se hallaban historiadores, como Pepe Álvarez Junco, Mercedes Cabrera, escritores, políticos de antiguo, partícipes diversos de los distintos desencantos que nacieron del 78 y del 81, años de esperanza y de miedo. Se oían discusiones y lamentos, risas y diatribas, y Jorge estaba en medio de aquellas trifulcas que eran más bien jaranas generacionales como quien ordenaba una mesa para celebrar la amistad.
En realidad, aquel era un árbol de amistad cuyos componentes ahora vienen a la memoria como parte de lo más hermoso de ese grupo de personas que, cuando a Jorge le tocó el espanto de la enfermedad, se juntaron como si no hubiera noche, siempre buscando el día siguiente como un termómetro de alegría o de esperanza. Merced a ese enorme afecto del que no alardeó nunca nadie, y del que tan solo se hizo eco, con una valentía que venía también de su alegría de vivir, y de seguir viviendo con otros, el propio Jorge Martínez Reverte, la vida de este estuvo rodeada de la naturalidad con que él mismo se manifestó como quien era también en los tiempos en que la vida parecía un mar irrompible.
Jamás se le escuchó una queja por lo que el destino le dio, nunca hizo alarde de sus innumerables sufrimientos, de los que supimos primero porque él mismo los enunció como materia de su literatura. No mostró las heridas, es más, hizo poesía y sátira de ella; abrió su casa para que fuéramos a entrevistarlo periodistas asombrados de la vitalidad con la que recuperó (con Mario y con Mercedes) el habla de todo lo que tenía dentro; escribió libros con un humor que solo le está concedido a los justos y a los benditos, y dirigió su vida con inteligencia y con ternura, atento, desde su habitación de trabajo a esa orquesta de pensamiento y acción que a veces no podía juntarse en las plazas donde vivieron sus risas de primavera.
Escribió novelas, inaugurando aquellas sagas de periodistas duros que abrían campo para una vida distinta del oficio, participó con su inteligencia de acero, y de aire libre, en la lucha contra el terrorismo que enterró tanta gente y tanta ilusión, y se revolvió contra las apariencias hiperdemocráticas para sosegar la tendencia, ahora tan vigente, a considerar que es mejor gritar que hablar, presumir que hacer. Fue un periodista extraordinario, cuya mejor crónica la tuvo como protagonista porque era el único que podía contar esos instantes de su vida sin exagerar el hecho cierto de que ahí fue un valiente. Pero no un valiente de pancarta y de cartón, sino un ser de carne y hueso que cuando reía hacía que casi todo volviera a ser, con él, un juego de amor y de amistad, el grito de un hombre que vivió deseando que a los otros también les fuera bien.
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