Risas en la oscuridad
Que la risa es el fracaso de la represión es algo bien sabido, pero quizás se sepa menos que la risa de Kafka, elevándose sobre cualquier tipo de represión, recordaba el tenue crujido del papel
Una vez, pasé una noche en un hotel frente al mar, en Cascais. Por la mañana, en la luminosa terraza volcada sobre el Atlántico, había reconocido a Jean-Pierre Léaud —el doble de Truffaut, el inolvidable Antoine Doinel de Los cuatrocientos golpes—, pero no me había atrevido a importunarle, porque el actor tenía nada menos que sesenta años más que en aquella película y daba verdadero terror su mirada fija en el horizonte. Y también porque se necesitaba coraje para plantarse ante él y preguntarle si le importaría que le fotografiara. Recuerdo que David Cronenberg y Adam Thirlwell conversaban en una mesa cercana y que allí todos eran invitados del festival de cine de Lisboa y que, al comentarle a Thirlwell el miedo que me producía la seriedad extrema de Léaud, se ofreció a posar para mi cámara para que de ese modo, furtivamente, pudiera yo atrapar, al fondo de mi encuadre, la imagen de Léaud.
Horas más tarde, António Costa y Paulo Branco me hicieron saber que a Léaud lo tenía de vecino de habitación. Y a medianoche, lo imprevisible sucedió: comencé a oír las risas solitarias, cada vez más constantes, de mi vecino. Al no poder verle y solo oírle, acabé imaginando a destajo. ¿Qué pasaba allí? Llegué a barajar incluso la idea de que Léaud podía estar soñando que era Nikolái Stepánovich Gumiliov, aquel poeta que fue asesinado por los esbirros de Lenin porque durante el interrogatorio en las oscuras oficinas del fiscal, en la cámara de tortura, en los sinuosos corredores que conducían al furgón policial, en el furgón que le llevó al lugar de ejecución, y ya en ese lugar mismo, con la tierra revuelta por los pies pesados de un pelotón sombrío y desmañado, el poeta no paró de reír.
Que la risa es el fracaso de la represión es algo bien sabido, pero quizás se sepa menos que la risa de Kafka, elevándose sobre cualquier tipo de represión, recordaba el tenue crujido del papel. Lo digo porque fue ese mismo continuado crujido el que emitieron aquella noche, en la oscuridad de Cascais, las risas de Léaud. Y quizás por eso no tardé en imaginarle también a mi vecino reviviendo un episodio real de la Praga de entreguerras, aquel en el que un joven Kafka no pudo contener su risa en el acto oficial en el que con cierta pompa el presidente de la Compañía de Seguros de Accidentes de Trabajo le nombró “técnico del Instituto”. Que sepamos fue un momento complicado para Kafka, que solo buscaba darle las gracias a su jefe, al representante directo del Emperador, pero cuanto más trataba de frenarse, más difícil le resultaba dejar de reír “a mandíbula batiente”.
Volviendo a las risas de Léaud: estas se detuvieron en la noche de Cascais a las doce y diecisiete, así lo anoté. Pero la verdad es que, en medio del desconcierto general en el que vivimos, no me importaría ahora mismo volver a oírlas, que éstas regresaran con su misterio intacto, idénticas a entonces, imparables, secretas, más llevaderas que la vida, sin atascos de tráfico, ni tiempos muertos, avanzando como trenes en la noche, puro papel crujiente, puro fuego entre tanta oscuridad.
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