Meritocracia: la trampa del sueño americano
'Babelia' adelanta un fragmento de 'La tiranía del mérito', del famoso profesor de Filosofía Michael J. Sandel, que desmonta la retórica del ascenso social
El filósofo Michael J. Sandel (Mineápolis, 1953), galardonado con el Premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales en 2018, aborda en su nuevo libro la retórica de la meritocracia fomentada por los popes progresistas, que ha llevado a un legítimo resentimiento de las clases trabajadoras. Este es un extracto del primer capítulo.
Ganadores y perdedores
Corren tiempos peligrosos para la democracia. Puede apreciarse dicha amenaza en el crecimiento de la xenofobia y del apoyo popular a figuras autocráticas que ponen a prueba los límites de las normas democráticas. Estas tendencias son preocupantes ya de por sí, pero igual de alarmante es el hecho de que los partidos y los políticos tradicionales comprendan tan poco y tan mal el descontento que está agitando las aguas de la política en todo el mundo.
Hay quienes denuncian el aumento significativo del nacionalismo populista reduciéndolo a poco más que una reacción racista y xenófoba contra la inmigración y el multiculturalismo. Otros lo conciben básicamente en términos económicos y dicen que es una protesta contra la pérdida de empleos provocada por la globalización comercial y las nuevas tecnologías.
Con todo, es un error no ver más que la faceta de intolerancia y fanatismo que encierra la protesta populista, o no interpretarla más que como una queja económica. Y es que, al igual que ocurrió con el triunfo del Brexit en Reino Unido, la elección de Donald Trump en 2016 fue una airada condena a décadas de desigualdad en aumento y de extensión de una versión de la globalización que beneficia a quienes ya están en la cima pero deja a los ciudadanos corrientes sumidos en una sensación de desamparo. También fue una expresión de reproche a un enfoque tecnocrático de la política que hace oídos sordos al malestar de las personas que se sienten abandonadas por la evolución de la economía y la cultura.
La dura realidad es que Trump resultó elegido porque supo explotar un abundante manantial de ansiedades, frustraciones y agravios legítimos a los que los partidos tradicionales no han sabido dar una respuesta convincente. Parecida dificultad afrontan las democracias europeas. Si alguna esperanza tienen esos partidos de recuperar el apoyo popular, esta pasa necesariamente por que se replanteen su misión y su sentido. Para ello, deberían aprender de toda esa protesta populista que los ha desplazado, pero no reproduciendo su xenofobia y su estridente nacionalismo, sino tomándose en serio los agravios legítimos que aparecen ahora entrelazados con sentimientos tan desagradables.
Esa reflexión debería empezar por el reconocimiento de que esos agravios no son solo económicos, sino también morales y culturales; de que no tienen que ver únicamente con los salarios y los puestos de trabajo, sino que atañen asimismo a la estima social.
Los partidos tradicionales y la élite gobernante, viéndose ahora convertidos en el blanco de la protesta populista tienen dificultades para entender lo que ocurre. Lo normal es que su diagnosis del descontento vaya en alguno de los dos siguientes sentidos: o bien lo interpretan como animadversión hacia los inmigrantes y las minorías raciales y étnicas, o bien lo ven como una reacción de angustia ante la globalización y el cambio tecnológico. Ambos diagnósticos pasan por alto algo importante.
Diagnosis del descontento populista
Según el primero de esos diagnósticos, el enfado populista contra la élite es principalmente una reacción adversa contra la creciente diversidad racial, étnica y de género. Acostumbrados a dominar la jerarquía social, los votantes varones blancos de clase trabajadora que apoyaron a Trump se sienten amenazados por la perspectiva de convertirse en una minoría en «su» país, «extranjeros en su propia tierra». Tienen la sensación de que ellos son más víctimas de discriminación que las mujeres o las minorías raciales y se sienten oprimidos por las exigencias del discurso público de lo «políticamente correcto». Este diagnóstico —la idea del estatus social herido— pone de relieve los rasgos más inquietantes del sentimiento populista, como el «nativismo», la misoginia y el racismo expresados en público tanto por Trump como por otros populistas nacionalistas.
El segundo diagnóstico atribuye el malestar de la clase trabajadora a la perplejidad y el desencajamiento causados por el veloz ritmo de los cambios en una era de globalización y tecnología. En el nuevo orden económico, la noción del trabajo vinculado a una carrera laboral para toda la vida es ya cosa del pasado; lo que ahora importa es la innovación, la flexibilidad, el emprendimiento y la disposición constante a adquirir nuevas aptitudes. El problema, según esta explicación, es que muchos trabajadores se sienten molestos por esa obligación de reinventarse que se deriva del hecho de que los puestos de trabajo que antes ocupaban se deslocalicen ahora hacia países donde los salarios son más bajos o se asignen a robots. Añoran —incluso con gran nostalgia— las comunidades locales y las trayectorias laborales estables del pasado. Sintiéndose desubicados ante las fuerzas inexorables de la globalización y la tecnología, estos trabajadores arremeten contra los inmigrantes, el libre comercio y la élite dirigente. Pero la suya es una furia descaminada, pues no se dan cuenta de que están clamando contra fuerzas imperturbables. El mejor modo de abordar su preocupación es poniendo en marcha programas de formación laboral y otras medidas indicadas para ayudarles a adaptarse a los imperativos del cambio global y tecnológico.
Cada uno de estos diagnósticos contiene una parte de verdad, pero ninguno de ellos hace verdadera justicia al populismo. Interpretar la protesta populista como algo malévolo o desencaminado absuelve a la élite dirigente de toda responsabilidad por haber creado las condiciones que han erosionado la dignidad del trabajo e infundido en muchas personas una sensación de afrenta y de impotencia. La rebaja de la categoría económica y cultural de la población trabajadora en décadas recientes no es el resultado de unas fuerzas inexorables, sino la consecuencia del modo en que han gobernado la élite y los partidos políticos tradicionales.
Esa élite está ahora alarmada, y con razón, ante la amenaza que Trump y otros autócratas con respaldo populista representan para las normas democráticas, pero no admite su papel como causante del resentimiento que desembocó en la reacción populista. No ve que las turbulencias que ahora estamos presenciando son una respuesta política a un fracaso igualmente político de proporciones históricas.
La tecnocracia y la globalización favorable al mercado
En el centro mismo de ese fracaso encontramos el modo en que los partidos tradicionales han concebido y aplicado el proyecto de la globalización durante las cuatro últimas décadas. Dos son los aspectos de ese proyecto que originaron las condiciones que hoy alimentan la protesta populista. Uno es su forma tecnocrática de concebir el bien público; el otro es su modo meritocrático de definir a los ganadores y a los perdedores.
La concepción tecnocrática de la política está ligada a una fe en los mercados; no necesariamente en un capitalismo sin límites, de laissez faire, pero sí en la idea más general de que los mecanismos de mercado son los instrumentos primordiales para conseguir el bien público. Este modo de concebir la política es tecnocrático por cuanto vacía el discurso público de argumentos morales sustantivos y trata materias susceptibles de discusión ideológica como si fueran simples cuestiones de eficiencia económica y, por lo tanto, un coto reservado a los expertos.
No es difícil ver en qué sentido la fe tecnocrática en los mercados preparó el camino para la llegada del descontento populista. Esta globalización impulsada por el mercado trajo consigo desigualdad, y también devaluó las identidades y las lealtades nacionales. Con la libre circulación de bienes y capitales a través de las fronteras de los Estados, quienes sacaban provecho de la economía globalizada ponían en valor las identidades cosmopolitas por considerarlas una alternativa progresista e ilustrada a los modos de hacer estrechos, provincianos, del proteccionismo, el tribalismo y el conflicto. La verdadera división política, sostenían, ya no era la que separaba a la izquierda de la derecha, sino a lo abierto de lo cerrado. Eso implicaba que las críticas a las deslocalizaciones, los acuerdos de libre comercio y los flujos ilimitados de capital fuesen consideradas como propias de una mentalidad cerrada más que abierta, y tribal más que global.
Al mismo tiempo, el enfoque tecnocrático de la gobernanza iba tratando muchas cuestiones públicas como asuntos necesitados de una competencia técnica que no estaba al alcance de los ciudadanos de a pie. Con ello se fue angostando el ámbito del debate democrático, se fueron vaciando de contenido los términos del discurso público y se fue generando una sensación creciente de desempoderamiento.
Esta concepción de la globalización como un fenómeno tecnocrático y favorecedor del mercado fue adoptada por los partidos tradicionales tanto de la izquierda como de la derecha. Pero sería esa aceptación del pensamiento y los valores de mercado por parte de los partidos de centroizquierda la que demostraría ser más trascendental, tanto para el proyecto globalizador mismo como para la protesta populista que seguiría a continuación. Para cuando Trump resultó elegido, el Partido Demócrata ya se había convertido en una formación del «liberalismo» tecnocrático, más afín a la clase de los profesionales con titulación superior que al electorado obrero y de clase media que, en su día, había constituido su base. Lo mismo ocurría en Gran Bretaña con el Partido Laborista en el momento del referéndum del Brexit, y también con los partidos socialdemócratas europeos.
Los orígenes de esta transformación se remontan a la década de 1980. Ronald Reagan y Margaret Thatcher defendían que el Estado era el problema y que los mercados eran la solución. Cuando abandonaron la escena política, los políticos de centroizquierda que los sucedieron —Bill Clinton en Estados Unidos, Tony Blair en Gran Bretaña y Gerhard Schröder en Alemania— moderaron aquella fe en el mercado, pero, al mismo tiempo, la consolidaron. Suavizaron las aristas más hirientes de los mercados incontrolados, pero no cuestionaron la premisa central de la era Reagan-Thatcher, la de que los mecanismos de mercado son los instrumentos primordiales para alcanzar el bien público. En consonancia con aquella fe, adoptaron esa versión de la globalización amiga de los mercados y aceptaron gustosos la creciente financiarización de la economía.
En la década de 1990, la Administración Clinton formó un frente común con los republicanos en la promoción de acuerdos comerciales globales y en la desregulación del sector financiero. Las ventajas de esas políticas fueron a parar mayormente a quienes se encontraban en la cima social, pero los demócratas hicieron poco por abordar la desigualdad, cada vez más profunda, y el poder del dinero en la política, cada vez mayor. Tras desviarse de su misión tradicional de domesticación del capitalismo y de sujeción del poder económico a la rendición de cuentas democrática, el progresismo de centroizquierda perdió su capacidad inspiradora.
Todo eso pareció cambiar cuando Barack Obama entró en la escena política. En su campaña para las presidenciales de 2008, supo ofrecer una alternativa emocionante al lenguaje gerencial, tecnocrá- tico, que había terminado caracterizando al discurso público de la izquierda «liberal». Mostró que la política progresista podía hablar también el idioma del sentido moral y espiritual.
Pero la energía moral y el idealismo cívico que inspiró como candidato no se trasladaron a su presidencia. Tras asumir el cargo en plena crisis financiera, nombró a asesores económicos que habían promovido la desregulación de las finanzas durante la era Clinton. Alentado por ellos, rescató a los bancos bajo unas condiciones que los exoneraban de rendir cuentas por su conducta previa —justamente la que había desembocado en la crisis— y que ofrecían escasa ayuda a quienes habían perdido sus viviendas.
Acallada así su voz moral, Obama se dedicó más a aplacar la ira popular contra Wall Street que a articularla. Esa indignación, causada por el rescate y persistente en el ambiente, ensombreció la presidencia de Obama y, en última instancia, alimentó un ánimo de protesta populista que se extendió a un extremo y otro del espectro político: a la izquierda, con fenómenos como el movimiento Occupy y la candidatura de Bernie Sanders, y a la derecha, con el movimiento del Tea Party y la elección de Trump.
La revuelta populista en Estados Unidos, Gran Bretaña y Europa es una reacción negativa dirigida, en general, contra las élites, pero sus víctimas más visibles han sido los partidos políticos liberal-progresistas y de centroizquierda: el Partido Demócrata en Estados Unidos, el Partido Laborista en Gran Bretaña, el Partido Socialdemócrata (SPD) en Alemania (cuyo porcentaje de votos se hundió hasta un mínimo histórico en las elecciones federales de 2017), el Partido Demócrata en Italia (que obtuvo menos del 20 por ciento de los sufragios) y el Partido Socialista en Francia (cuyo candidato presidencial cosechó únicamente el 6 por ciento de los votos en la primera ronda de las elecciones de 2017).
Si quieren tener alguna esperanza de volver a ganarse el apoyo popular, estos partidos necesitan reconsiderar su actual estilo de gobierno tecnocrático y orientado al mercado. También tienen que replantearse algo más sutil, pero no menos trascendental: las actitudes relativas al éxito y el fracaso que han acompañado a la desigualdad en aumento de las últimas décadas. Deben preguntarse por qué quienes no han prosperado en la nueva economía tienen la impresión de que los ganadores los desprecian.
La retórica del ascenso social
Así pues, ¿qué es lo que ha incitado ese resentimiento hacia la élite que albergan muchos votantes de clase obrera y de clase media? La respuesta comienza por la creciente desigualdad de las últimas décadas, pero no termina ahí. En última instancia, tiene que ver con el cambio de los términos del reconocimiento y la estima sociales.
La era de la globalización ha repartido sus premios de un modo desigual, por decirlo con suavidad. En Estados Unidos, la mayor parte de los incrementos de renta experimentados desde finales de la década de los setenta del siglo XX han ido a parar al 10% más rico de la población, mientras que la mitad más pobre prácticamente no ha visto ninguno. En términos reales, la media de la renta anual individual de los varones en edad de trabajar, unos 36.000 dólares, es menor que la de cuatro décadas atrás. En la actualidad, el 1% más rico de los estadounidenses gana más que todo el 50% más pobre.
Pero ni siquiera este estallido de desigualdad es la fuente principal de la ira populista. Los estadounidenses toleran desde hace mucho tiempo grandes desigualdades de renta y riqueza, convencidos de que, sea cual sea el punto de partida de una persona en la vida, esta siempre podrá llegar muy alto desde la nada. Esa fe en la posibilidad de la movilidad ascendente es un elemento central del «sueño americano».
Conforme a esa fe, los partidos tradicionales y sus políticos han respondido a la creciente desigualdad invocando la necesidad de aplicar una mayor igualdad de oportunidades: reciclando formativamente a los trabajadores cuyos empleos han desaparecido debido a la globalización y la tecnología; mejorando el acceso a la educación superior, y eliminando las barreras raciales, étnicas y de género. Esta retórica de las oportunidades la resume el conocido lema según el cual, si alguien trabaja duro y cumple las normas, debe poder ascender «hasta donde sus aptitudes lo lleven».
En época reciente, diversos políticos de ambos partidos han reiterado esa máxima hasta la saciedad. Ronald Reagan, George W. Bush y Marco Rubio, entre los republicanos, y Bill Clinton, Barack Obama y Hillary Clinton, entre los demócratas, la han invocado. Obama se aficionó a una variante de esa misma idea tomada de una canción pop: You can make it if you try («Puedes conseguirlo si pones tu empeño en ello»). Durante su presidencia, usó esa frase en discursos y declaraciones públicas en más de 140 ocasiones.
Sin embargo, la retórica del ascenso suena ahora a vacía. En la economía actual no es fácil ascender. Los estadounidenses que nacen en familias pobres tienden a seguir siendo pobres al llegar a adultos. Solo alrededor de una de cada cinco personas que nacen en un hogar del 20 por ciento más pobre según la escala de renta estadounidense logra formar parte del 20 por ciento más rico durante su vida; la mayoría no llegan siquiera a ascender hasta el nivel de la clase media. Resulta más fácil ascender desde orígenes pobres en Canadá, o en Alemania, Dinamarca y otros países europeos, que en Estados Unidos.
Esto casa mal con la histórica creencia de que la movilidad es la respuesta estadounidense a la desigualdad. Estados Unidos, tendemos a decirnos a nosotros mismos, puede permitirse preocuparse menos por la desigualdad que las sociedades europeas, más constreñidas por los orígenes de clase, porque aquí es posible ascender. El 70 por ciento de los estadounidenses creen que el pobre puede salir por sí solo de la pobreza, cuando solo el 35 por ciento de los europeos piensan así. Esta fe en la movilidad tal vez explique por qué Estados Unidos tiene un Estado de bienestar menos generoso que el de la mayoría de los grandes países europeos.
Hoy en día, no obstante, los países con mayor movilidad tienden a ser también aquellos con mayor igualdad. La capacidad de ascender, al parecer, no depende tanto del deseo de salir de la pobreza como del acceso a la educación, la sanidad y otros recursos que preparan a las personas para tener éxito en el mundo laboral.
El estallido de desigualdad observado en décadas recientes no ha acelerado la movilidad ascendente, sino todo lo contrario; ha permitido que quienes ya estaban en la cúspide consoliden sus ventajas y las transmitan a sus hijos. Durante el último medio siglo, las universidades han ido retirando todas las barreras raciales, religiosas, étnicas y de género que antaño no permitían que en ellas entrara nadie más que los hijos de los privilegiados. El test de acceso SAT (iniciales en inglés de «test de aptitud académica») nació precisamente para favorecer que la admisión de nuevo alumnado en las universidades se basara en los méritos educativos demostrados por los estudiantes y no en su pedigrí de clase o familiar. Pero la meritocracia actual ha fraguado en una especie de aristocracia hereditaria.
Dos tercios del alumnado de Harvard y Stanford proceden del quintil superior de la escala de renta. A pesar de las generosas políticas de ayudas económicas al estudio, menos del 4 por ciento de los estudiantes de centros de la Ivy League proceden del quintil más pobre de la población. En Harvard y otras universidades de ese selecto club, abundan más los estudiantes de familias del 1 por ciento más rico del país (con rentas superiores a los 630.000 dólares anuales) que los de aquellas que se sitúan en la mitad inferior en la distribución de renta.
La tiranía del mérito. ¿Qué ha sido del bien común?
Michael J. Sandel
Traducción de Albino Santos Mosquera
Debate, 2020
336 páginas. 10,99 euros
La fe estadounidense en que, si trabaja y tiene talento, cualquiera puede ascender socialmente ya no encaja con los hechos observados sobre el terreno. Esto tal vez explica por qué la retórica de las oportunidades ha dejado de tener la fuerza inspiradora de antaño. La movilidad ya no puede compensar la desigualdad. Toda respuesta seria a la brecha entre ricos y pobres debe tener muy en cuenta las desigualdades de poder y riqueza, y no conformarse simplemente con el proyecto de ayudar a las personas a luchar por subir una escalera cuyos peldaños están cada vez más separados entre sí.
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