El brebaje de Aniuska
Última entrega de las aventuras de Enrique Notivol en La cañada
Era Silvina Domingo, la gerente del Shanghái, el prostíbulo que hay en la carretera de la Venta, a unos ocho kilómetros del pueblo.
—Enrique, ¿qué tal? Ven con tu amigo el enfermo y traéte a tu tío Rafael con el licor ese de las azarollas.
—¿Ahora?
—Ipsofactamente.
—Pero ¿por qué?
—Es sobre la pandemia.
Así que fuimos al Shanghái en el coche de mi tío Rafael. Seguimos las recomendaciones. Mi tío iba delante, yo en el asiento de detrás con las dos garrafas y Javi en el maletero. Vi que delante estaban aparcados el 2CV del cura y el coche de la médica. Era una reunión al más alto nivel.
Entramos, Silvina Domingo nos dio desinfectante para las manos y nos sentamos en el bar, respetando las distancias. Silvina le dio las gracias a mi tío por el licor. También estaba con ella Aniuska.
—¿Y qué tiene que ver el licor de azarollas con el coronavirus? —le pregunté.
—No, esto es que se me habían acabado las existencias y así aprovechábamos el viaje. Te he llamado porque hemos encontrado un remedio.
—¿Aquí, en el Shanghái?
—Claro, no teníamos otra cosa que hacer. Aparte de las videoconferencias, claro. Pero las reuniones en Zoom cansan mucho. Siempre acabas con dolor de cabeza.
—¿Lo habéis encontrado vosotras?
—Ha sido más cosa de Aniuska, las demás solo seguíamos sus instrucciones, como pinches.
No quería ser condescendiente ni prejuicioso, pero me costaba creer que la cura de la Covid-19 se hubiera encontrado en un puticlub de carretera. Al mismo tiempo, sabía que eso era ser condescendiente y prejuicioso, así que me intenté bloquear mis apriorismos. Hay que tomar la realidad tal como viene, estilo fenomenológico.
—¿Una vacuna?
—No. Para eso necesitaríamos por lo menos un par de semanas más —dijo Aniuska, muy seria.
Pensé que Silvina siempre era original: con la de rusas que dicen que son descendientes de Anastasia y ella había dado con una que se creía Alexander Fleming. Ella detectó alguna vacilación. Me sentí culpable. ¿Dudaba porque eran mujeres? ¿Habría sido tan escéptico si, por ejemplo, los empleados de la serrería me hubieran dicho que habían encontrado la cura para la Covid-19 antes que los laboratorios y empresas farmacéuticas de Occidente? Quise pensar que habría mantenido el mismo rigor.
—Aniuska sabe de esto, Enrique. Estudió en la Universidad de Moscú. Luego empezó el doctorado en Oxford.
—¿Y cómo has acabado aquí? —pregunté.
—No me gustaba la Universidad.
—¿Por qué?
—Demasiada explotación.
El enfoque era científico. No curaba, pero atenuaba los síntomas. El cura y la médica eran los peer reviewers. La médica dijo que alguna vez había recomendado a sus pacientes los preparados de Aniuska, que tenían menos contraindicaciones y además la farmacéutica era antipática. Silvina me dijo que le diéramos una dosis a Javi. Entonces recordé que nos lo habíamos dejado en el maletero.
Lo sacamos, le dimos unas cucharadas y lo dejamos en la habitación. Silvina abrió una de las garrafas de licor de azarollas.
—Quiero plantar aquí en el jardín pero no sale nunca —dijo Silvina.
—No es fácil que agarre, no —respondió mi tío.
—Requiere un proceso químicamente complejo. Es mejor que la semilla esté blanca. La sumerges en agua una noche, luego la pones en una bolsa de congelar vigilando que no pierda humedad. En unos meses empiezan a germinar en la propia bolsa. Cuando la pones en tierra, hay que plantar la semilla no muy profundamente, es importante que la tierra sea caliza —dijo Aniuska.
—También puedes comerte el hueso y cuando lo cagues plantarlo.
—Sí, también valdría —dijo Aniuska tras reflexionar un momento.
—Es como siempre lo hemos hecho nosotros.
Estuvimos bebiendo y charlando un rato y cuando fuimos a ver a Javi nos pareció que tenía mucho mejor aspecto. ¿Quizá fuera una alergia? ¿Había sido una falsa alarma? ¿O realmente funcionaba el brebaje de Aniuska?
Había que irse a Madrid. Pero mi tío Rafael pensaba que no debíamos emprender el viaje a esas horas. Así que cenamos unas longanizas y nos bebimos la otra garrafa.
Salimos un poco antes de que se hiciera de día. Mosen Alejandro, Silvina, Aniuska y yo. La médica, doña Carmen, se despidió en la puerta del Shanghái como solía hacer mi abuela antes de los viajes:
—Santiguaos.
Después se subió al coche y volvió hacia el pueblo para pasar consulta. La aplaudimos aunque no fuese la hora.
Luego, el mosen arrancó.
Pensé que el ciclo de Agnès Varda se podría celebrar en el frontón a pesar de todo. Vuelven los autocines: nosotros lo podemos hacer con tractores y mulas mecánicas: el festival John Deere.
La idea es atractiva, pero ahora no tengo tiempo de desarrollarla. Una vez más, el destino de la humanidad depende de La Cañada de Azcón, Teruel. Siempre se cruza algún detalle que te desvía de los proyectos que realmente te importan. Pero con suerte habrá tiempo para todo. Llevamos el potaje de Aniuska a Fernando Simón en una de las garrafas de mi tío. Creo que nos escuchará. A fin de cuentas es aragonés y eso siempre se nota.
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