¡La catatombe!
La pandemia sigue atenazando La Cañada, donde Enrique Notivol ha ido a buscar la autenticidad y la comunión con la naturaleza


Mi tía estaba nerviosa. Para empezar, todos estábamos encerrados. Ahora tenía que ver a mi tío Rafa todo el día, y eso cansa. Pero además estaba preocupada por lo que podríamos llamar el cariz que estaban tomando los acontecimientos.
Mi antecesor como alcalde, y principal empresario local, dueño de la serrería, decía que en La Cañada teníamos el confinamiento más duro del mundo. Al parecer, me dijo mi tía, algunos comentaban que mi traslado a casa de Lourdes había roto las reglas del encierro y en todo caso era una cosa poco moral, aunque, como he explicado, se justificaba porque la casa de Lourdes estaba en un sitio mucho más céntrico y en una situación como la pandemia la rapidez de respuesta es esencial.
Los rumores se sucedían. Empezaban a circular teorías conspiratorias. Por ejemplo, la hija de Adoración le dijo a Adoración que era absurdo tener medidas de protección tan drásticas en La Cañada porque a partir de 1.000 metros el virus no sobrevivía y nosotros estábamos a 1.115. Adoración se lo dijo a Isabel, su hermana, que se lo contó luego a su hija y a su nuera, que se llevaban mal pero su hijo se había acostado ya, y de ahí las cosas empezaron a correr de un teléfono del pueblo a otro. Otros decían que era la leche de soja que tomaban los chinos y los hippies. Algunos decían que era por lavarse demasiado. Y otros que era culpa de los de La Valredonda. Una noche, en la hora de las jotas, Miguel Ángel cantó:
Esto del coronavirus
No pué empezar en Wuhan:
Seguro que andan por medio
el Soros y un catalán
Pensé que era peligroso que se extendieran prejuicios y teorías de la conspiración. Me planteé la posibilidad de escribir unos bandos que desmintieran esos rumores. Pero me preocupaba que contribuyeran a extenderlos en vez de detenerlos. Es difícil luchar con los bulos que se transmiten a través de las viejas tecnologías.
Una mañana, cuando fui a hablar con los forasteros, o sea con Javi y Lina, a través de la reja de la ventana, como en una historia folclórica, Lina me dijo que Javi seguía tosiendo. Solo faltaba que tuviéramos un brote en La Cañada, y que encima lo pillara mi supuesto mejor amigo, que a lo mejor estaba liado con mi exnovia.
—Yo creo que es el aire puro —dijo Javi—. No estoy acostumbrado.
—Puede que sea el cerdal —dijo mi tía cuando se enteró.
Por la tarde, vimos otro signo ominoso. Unas cabras montesas aparecieron en los tejados de las casas, en la parte de las eras, como en el poema de Auden sobre la caída del imperio romano. Según el tío Jeremías, unido a la suspensión de las fiestas de San Isidro, era un mal presagio.
Por la noche, por encima del cabezo Budo, me pareció ver una luz extraña. David, el esquizofrénico del pueblo, que llaman El Abducido, salió corriendo por la calle diciendo que era el ovni de los mismos extraterrestres que se lo habían llevado treinta años atrás.
Su padre salió, le dio un guantazo y lo metió en casa otra vez, pero yo no podía dormir.
Salí de casa a primera hora, para ver si volvían las cabras.
Soy un tipo racional. No soy partidario de la estrecha y estéril cosmovisión occidental, naturalmente, pero me considero una persona con los pies en el suelo, práctica, el típico hombre sencillo preocupado por los problemas más acuciantes de la humanidad. Sin embargo en ese momento me pregunté si tendrían razón John Gray y el Tomás, que, al ver las cabras la tarde anterior, había gritado:
—¡La catatombe!
Pensé que quizá no hubiera otro remedio. Parecía claro que el mundo se terminaría antes que mi legislatura como alcalde. Es decir, el mundo tal como lo habíamos conocido. ¿Cómo afectaría a La Cañada el descalabro de la globalización, la desconfianza entre Estados Unidos y China, con los consiguientes efectos sobre las cadenas de producción y distribución? Estaba en el Pozo de las Eras y de repente encontré otro sentido al nombre: estaba ante el sumidero de la historia. El valor performativo del lenguaje te asalta cuando menos lo esperas. ¿Los nombres de los lugares podían acabar convirtiéndose en un acto de habla del destino, ajeno a la tipificación de J. L. Austin? ¿Qué quedaría de nuestro mundo después de la pandemia? El procés, pero ¿qué más?
Entonces sonó el teléfono.
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