Max Brooks: “Rousseau era un imbécil, con la naturaleza no se juega”
El autor de 'Guerra Mundial Z' imagina en 'Involución' un mundo en el que la excesiva confianza en la tecnología precipita el fin de una ingenua ecocomunidad
Max Brooks (Nueva York, 48 años) no está obsesionado con el fin del mundo. En realidad, el autor de Guerra Mundial Z, hijo del ilustrísimo Mel Brooks, director del filme de culto El jovencito Frankenstein, y la aún más ilustre Anne Bancroft, actriz de innumerables distinciones, solo exorciza demonios cuando escribe. Y, a la vez, dibuja mapas a sus lectores. Y no solo a sus lectores. Brooks no vive en West Point, esto es, la Academia Militar de Estados Unidos, de casualidad. Vive allí porque también trabaja, en tanto que fabricante de otros mundos posibles, en realidad, en tanto que lanzaideas sobre la manera en que todo podría acabar algún día, para el ejército. “Todo empezó con Guerra Mundial Z. Al documentarme descubrí que seguían imaginando que el mundo funcionaba como en los 60, que solo existía una manera de acabar con la democracia. Les dije que nunca existe una única manera. Y ahora doy clases a los soldados sobre todas esas otras posibilidades”, dice.
Está precisamente en lo que parece un despacho en West Point. Hay una pizarra a su derecha, y un montón de libros en una estantería a su izquierda. Tiene cerca su Zombi: Guía de supervivencia, y la muestra todo el rato. Zombi: Guía de supervivencia fue su primer libro. Lo publicó en 2003. Editó una segunda parte seis años después. Entre una y otra, salió su primera novela, Guerra Mundial Z, o lo que podría ocurrir si el mundo declarara la guerra a los devoracerebros. “Parto siempre de una base real. No invento nada. Para escribir ese libro utilicé como plantilla una historia oral de la Segunda Guerra Mundial”, aclara. Investiga durante años para todo lo que hace. “Mi intención es la de formar a través del entretenimiento”, insiste. “Crecí con Star Trek, ¿y no era eso lo que hacía?”, dice. “El terror, o lo fantástico, te ofrece una protección psicológica para que la mente pueda explorar cualquier situación posible no real, por horrible que sea”, añade.
En su primera novela en 14 años – si se exceptúa la dedicada al universo Minecraft, La isla–, Involución (Reservoir Books), vuelve a jugar con un fin del mundo dentro del mundo: el de una comunidad ecosostenible a la que una catástrofe deja a merced de un puñado de bigfoots. “En realidad, lo que hago es jugar con la idea de la adaptación”, dice. Porque es sobre adaptarse sobre lo que va todo lo que escribe, dice también. “Mi vida ha sido y sigue siendo una constante lucha por adaptarme a un mundo que a veces me resulta incomprensible”, añade. Literalmente incomprensible. “Tenía dislexia, las clases de lengua casi me matan”, cuenta. “No entendía nada. Por suerte, mi madre era una de las mejores madres que deben de haber existido nunca. Descubrió la dislexia en 1981, y la estudió a fondo y me ofreció alternativas. Me dijo: Si vas a ser escritor y la caligrafía no te funciona, ¿por qué no pruebas a estudiar mecanografía?”, recuerda.
Fue así como consiguió escribir su primer relato a los 13 años. “Mi madre se encargó de fabricarme audiolibros para que pudiera leer todo lo que me interesaba”, recuerda. Fue a una organización que leía para ciegos y se los consiguió. “No leí por diversión hasta los 16”, confiesa, y fue entonces cuando se topó con Tom Clancy, autor que considera uno de sus “héroes”. “Fue al leer un libro suyo cuando descubrí lo que quería hacer. Clancy convirtió al espía de ficción en un espía real. Como lector, te hacía sentir inteligente. Y eso es lo que yo quería que sintieran mis lectores”, relata. Eso, y ofrecer alternativas. Las alternativas que le ofreció su madre cuando el mundo le decía que solo existía una forma de aprender. “Eso es lo que me gusta de Minecraft. Te muestra que no hay un único camino. Que puedes elegir tu camino. Y que puedes fracasar y no pasa nada”, dice sobre el videojuego al que ha dedicado una novela.
“La educación global, tan prusiana, todavía impera hasta en el mundo de los videojuegos, en los que todo consiste en avanzar y acumular. Ahora estamos en una nueva era en la que no basta con acumular. No acumularás si no eres creativo, porque no hay una única manera de hacer las cosas. Minecraft va de eso. De aprender a partir del fracaso. Hay una generación ahí fuera a la que no se le ha enseñado a fracasar”, dice, y es una que tiene bastante en común con uno de los personajes de su última novela: Reinhardt, el cobarde intelectual, “un tipo que pontifica sin tener la más remota idea”. “Gente como él ha llevado a Trump al poder. No nos engañemos, Trump salió elegido porque hay un montón de idiotas que no han entendido nada ahí fuera”, dice. “La década de los 90 teníamos tanta riqueza, poder y paz en Estados Unidos, estábamos tan aburridos, que llegaba un libro como El club de la lucha y se convertía en un hit”, dispara.
Todo eso está en la base de Involución, y en concreto, en la raíz de Greenloop, la ingenua ecocomunidad que sufre una masacre sasquatch –el clásico bigfoot, “uno de los monstruos que más me aterraban de niño, el gran simio”, confiesa– tras la erupción de un volcán que les deja aislados, que pretende vivir una utopía: la de una existencia ecosostenible que implique no perder ni una sola de tus comodidades. Tony Durant, su fundador, cree que es por la pérdida de comodidades por lo que fracasan las sociedades utópicas. “No puedes pedirle a la gente que renuncie a comodidades personales y tangibles a cambio de una idea etérea. Por eso fracasó el comunismo. El sufrimiento altruista está bien en las cruzadas breves, pero como modo de vida es insostenible”, dice Durant. ¿Y cómo lo consiguen? Con tecnología. Es posible. Pero ¿qué ocurre cuando esa tecnología desaparece? “Ni siquiera han pensado que podría llegar a hacerlo”, contesta Brooks.
“Ese es el error de la ciencia contemporánea. Damos por sentada la comodidad con la que vivimos. Después de la Segunda Guerra Mundial en Estados Unidos la ciencia intentaba hacer un mundo mejor, hoy en día trata de hacer un mundo más cómodo. ¿Cómo es posible que el mayor invento del siglo XXI haya sido poder ver la televisión en un teléfono cuando debería haber sido encontrar una fuente de energía alternativa que acabase con las guerras por el petróleo? No entiendo la figura de Steve Jobs, es terrorífico pensar en ella. De eso va la novela, de nuestra dependencia excesiva de la tecnología y de la gente de ciudad que cree que la naturaleza es inofensiva, que puede contemplarse como se contempla un cuadro”, dice. “Sin saberlo, son como Rousseau, y Rousseau era un imbécil, con la naturaleza no se juega”, añade.
Construida a partir del diario de una de las protagonistas y artículos de periódico, la novela vuelve, desde otra perspectiva, a disparar contra la clásica máxima de quien precisamente fue la némesis de Rousseau, Hobbes, que dice: “El hombre es un lobo para el hombre”. Lo que antes eran zombis son ahora grandes simios, en el fondo, unos y otros, versiones de la idea del hombre. Brooks asiente, y apunta que quizá una y otra novela articulan la idea de la necesidad de avanzar juntos, no lo contrario. “La cooperación es también uno de los temas centrales de lo que escribo, porque si la humanidad ha llegado a lo más alto es porque todos hemos remado en la misma dirección, y ante cualquier crisis, como la que estamos viviendo ahora mismo, hay que tener eso especialmente claro: que hay que luchar juntos, no unos contra otros, porque el enemigo es la crisis, no el otro”, concluye.
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