Manifiesto de lo que de verdad importa
Eider Rodríguez adivinó mucho antes de la pandemia el valor de los cuidados, el vecindario, los pequeños sentimientos y la calidez y lo plasmó con delicadeza en 'Un corazón demasiado grande'
La pandemia impide o dificulta el viaje, pero Babelia propone aquí un recorrido por Europa y sus problemas, miedos, obsesiones y heridas de la mano de cinco autoras. La primera entrega fue Estoy contigo, de Melania Mazzucco, un viaje memorable por lo que ocurre con el inmigrante africano después de su llegada. En la segunda: Un corazón demasiado grande, de la española Eider Rodríguez, un recorrido por las cosas verdaderamente importantes.
Leer libros anteriores a la pandemia obliga a someterlos a un escrutinio aún más exigente que el habitual. No todos aguantan el tsunami de emociones, sentimientos y razones que nos han sacudido la cabeza en estos meses pero, de vez en cuando, alguno crece y adquiere aún más valor, porque supo señalar antes que otros lo que de verdad importa. Es el caso de Un corazón demasiado grande, de Eider Rodríguez (Literatura Random House), no solo una hermosa lección de escritura de cabo a rabo, sino también un manifiesto de lo dicho: de lo único que de verdad importa.
Los cuidados pequeños y grandes, la tensión inaprensible entre madre e hija, el cumpleaños de una niña sin apenas amigos, los roces en matrimonios eternos, la relación con los vecinos, la relación entre los gatos vecinos, la distinta naturaleza que adquiere la personalidad propia dependiendo de las personas con las que estemos, las conexiones no elegidas de los pensamientos libres, la naturaleza, los esquejes que prenden o no prenden, la mirada sobre los cuerpos que mutan y se deterioran son algunos de los asuntos que viajan por esta colección de 20 relatos que sumó en 2019 los seis que conformaron el título original que le valió a la autora el premio Euskadi de Literatura en 2017 y otros anteriores.
Eider Rodríguez (Rentería, 1977) cose la labor con tal minuciosidad e intensidad en los detalles que podemos oler la hierba recién cortada o los indicios pestilentes del abandono y la muerte; podemos desear un merengue con el que una hija intenta salvar las distancias con su madre a falta de capacidad para decirse verdades; podemos sentir el dolor de una gata pariendo a las crías no deseadas y hasta sufrir el abandono al que la somete el macho tras haberla rondado hasta descargar en ella su herencia genética; podemos sufrir por las cicatrices cotidianas de una familia quemada y gozar a la vez del hechizo del amor que se profesan; podemos prever las broncas que se avecinan al detectar los mecanismos de repetición de un matrimonio que si un día funcionó hoy está arrasado por el alcoholismo sordo y diario (de él). Todo ello desde un lugar fronterizo, Hendaya, en el que las líneas divisorias alcanzan el campo y la ciudad, España y Francia, Euskadi y el famoso Estado español. Mundos interrelacionados, unidos a veces a su pesar porque, como se ha visto en la pandemia, eres de donde vives.
Porque aquí no es el alcohol la noticia, el foco, sino esos enfados ya previstos y a la vez inevitables, esos mecanismos precisos con los que funciona la autodestrucción. Como no es el adulterio la noticia, por ejemplo, sino la sorpresa ante su descubrimiento. Como no es la presencia de un niño saharaui el tema, sino la sarta de sentimientos furtivos, de sexo anticipado o huida que genera en una pequeña familia de tres. No son los temas en sí lo importante, decimos, sino lo que suscitan, lo que tensionan, las sensaciones que agudizan, desde el ensimismamiento, la inseguridad en el propio entorno donde deberíamos ser más seguros, la soledad o el apego. Como no es la pandemia lo que sustenta nuestro presente, sino la colección de emociones que se han arbolado alrededor de cada cual ante una sacudida mayúscula. En España, como en toda Europa, creíamos que la prioridad estaba en las cifras, las vacaciones, los sueldos, las compras, los números. Hoy sabemos que es en el cuidado al enfermo o al que está solo, en el soporte familiar, en la vecina que hoy te pasa un esqueje y mañana te puede hacer la compra, en la necesidad de resolver tensiones primarias donde reside el manifiesto de lo que de verdad importa que firma Eider Rodríguez en este Un corazón demasiado grande.
"Ahora es cuando más tenemos que arriesgar"
Pregunta. ¿Qué se proponía contar en estos relatos? ¿Qué quería retratar?
Respuesta. Puede sonar un poco tópico, pero escribo por el placer de escribir, de imaginar nuevos enfoques de la vida y de las personas, enfoques que buscan quizá lo extraño, o lo inquietante, y cómo lo anodino se entremezcla con eso. El contraste entre una persona que cocina una tortilla de patata mientras imagina que odia a su padre, por ejemplo, una imagen cotidiana que dialoga con una idea espantosa y a la vez real y fácilmente identificable. Supongo que debajo de ello subyace la necesidad de entender, pero esto ya es una cuestión psicoanalítica.
Me apasiona el género humano, pero sobre todo los miembros aparentemente normales o vulgares del mismo. ¿Cómo es en realidad la gente que nos rodea? Me refiero a la gente corriente, la llamada clase media. ¿Con qué sueña si es que aún le quedan ganas de soñar? ¿Contra qué lucha si aún le quedan fuerzas para luchar? ¿Qué hace cuando sus sentimientos más profundos no concuerdan con su ideología? Me interesa la genuinidad de las almas, su libertad.
P. ¿Escribe para hacerlo, para abordar y dejar constancia de estos temas, o por la belleza de la escritura? ¿Por qué escribe?
R. Una de las cosas que las escritoras confesamos pocas veces es hasta qué punto una escribe para encontrar material genuino, no tanto para ahondar en las grandes preguntas de la vida, sino para dialogar con la literatura misma. Lo que quiero decir con esto es que quien escribe observa la vida, y al mismo tiempo se pregunta el encaje que esa visión pueda tener desde un punto de vista literario. La idea de lo singular me atrae especialmente, porque cuando leo me gusta que el texto me revele algo distinto, y para eso quien escribe tiene que poner más énfasis en lo pequeño y lo delicado que en lo grande, lo que llamamos tema. El tema no me interesa especialmente, nunca me planteo escribir sobre un tema u otro, aunque, lógicamente, cuando abordo un personaje, o una situación que me parece original, al final, me tengo que enfrentar de alguna manera a un tema, que, al final suele ser más bien el contexto, y no la matriz del relato. Es verdad que, una vez abordado el tema, me gusta ser rigurosa y leal a mis ideas, es decir, no soy negligente en lo referente al tema, o intento no serlo.
P. ¿Le ha cambiado algo la pandemia, su manera de ver lo que nos rodea?
R. No tengo mucha perspectiva todavía, no puedo observar la pandemia como historia finita, estamos todavía dentro de ella, ni siquiera sabemos adónde nos va a llevar realmente. Sí me hace ver que la existencia humana, poniéndome casi camusiana, es una existencia terriblemente volátil, mucho más débil de lo que nunca hemos llegado a sentir. En ese sentido, la literatura como la entendemos ahora juega un papel curiosamente anacrónico e inútil, porque si algo tiene la literatura es que ahonda en el alma humana, y a estas alturas de la historia esto parece irrisoriamente pasajero. Por eso, quizá es ahora cuando menos tenemos para perder y más tenemos que arriesgar.
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