El ‘sub-realismo’ criollo de Marcos López
El artista argentino, representante del pop latino, vuelve su mirada a la fotografía vernácula en una serie que podrá verse próximamente en Barcelona
“Aislados en su propia cuarentena. En sus propios laberintos. En sus silencios. Aislados en su propia cárcel. En su propia ingenuidad”, escribe el artista argentino Marcos López (Santa Fe, Argentina, 1958) sobre una de las obras que componen la serie en la que trabaja estos días de obligado aislamiento social.
Artista multidisciplinar, fundamentalmente conocido por una obra de marcada estética teatral, casi publicitaria, que lo ha encumbrado como un estandarte del pop latino, centra ahora su quehacer en la fotografía vernácula. A la intención de rescatar el valor poético de la fotografía, que ofician anónimos fotógrafos de bodas y de retratos de los años cuarenta y cincuenta, encontrados en mercados y anticuarios, se suma “el gesto salvaje” de su pintura. “Podríamos considerarlo arte conceptual, en el sentido que estoy redefiniendo el hecho fotográfico, pero, por otra parte, se trata de un acto de apropiación de una obra supuestamente anónima en la que expreso el conflicto entre la pintura y la fotografía, cada una regida por sus propias leyes”, explica el autor.
Parte de la serie en la que trabaja se incluye en el proyecto expositivo que la Galería RocíoSantaCruz había elaborado para ser expuesto durante la primera edición de Paris Photo New York, pospuesta a una fecha aún sin confirmar. “Llama la atención cómo se inventa personajes y dibuja otro escenario partiendo de una fotografía apropiada. Cómo rehace una obra para ensanchar sus límites de expresión”, apunta la galerista. “Lo que podría ser grotesco se transforma en ingenuo, incorpora muchas capas de lectura. Su obra tiene mucho que ver con el cómic. Hay mucho humor gráfico acompañado de crítica social. Destaca la coherencia que ha logrado mantener en toda su trayectoria”.
“Trabajo sobre mis zonas emocionales, sobre mis propios conflictos. Al tiempo que voy investigando sobre el proceso del mismo trabajo. Cuando pinto un lobo que se come a la niña rezando estoy hablando de mis miedos, de mi lado femenino, ¡o qué sé yo! Pero primero lo hago y luego lo pienso. Trabajo desde un gesto intuitivo y después escribo de lo que estoy haciendo”. Se define a sí mismo como artista visual. Iba para ingeniero cuando a los 24 años abandonó sus estudios para dedicarse a la fotografía. Más tarde, tendría de profesor a Gabriel García Márquez en la Escuela de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños (Cuba), cuyo realismo mágico marcaría de forma definitiva su trayectoria. Realizará estudios de pintura. Entre sus obras encontramos las instalaciones, así como la performance. También escribe. “Soy estructuralmente un fotógrafo que siempre está escapando de la fotografía hacia otras áreas, con el interés marcado de crear una obra que identifique y exagere el estereotipo latinoamericano. Me interesa sobreactuar el lugar geográfico de la identidad nacional”. De esta suerte, encuentra inspiración en la sicodelia amazónica, en la cumbia, en el vallenato, o en el arte muralista mexicano, así como en los fotógrafos franceses Pierre y Gilles, o en los estadounidenses David Lynch y Andy Warhol.
“La fotografía lo dice todo. También da pistas falsas. Miente. El que mira proyecta. Se inventa una lectura. A la pintura le sería imposible tanta contundencia comunicacional. No hay hecho pictórico ni literario que pueda llegar a esta descripción emocional tan contundente. Alta poesía. Alguien eligió el punto de vista. No hay azar. Es magia pura. Ternura en estado puro”, escribe el artista.
Su primera publicación fue Retratos. Realizado en blanco y negro, tuvo como inspiración al fotógrafo argentino Humberto Rivas, quien desarrolló la mayor parte de su trayectoria en España. Pero pronto su obra se inundó de un vibrante cromatismo que serviría para ensalzar una puesta en escena que funcionase como una crónica de América Latina; un pop latino. De ahí se aventuró en lo que ha venido a llamar sub-realismo criollo, una especie de surrealismo adaptado a las pampas argentinas al que ha dedicado tres décadas, con el fin de “investigar sobre América Latina. Para sentirla como un territorio propio y personal. Es como un surrealismo francés, pero mal hecho. Tiene que ver con teatralizar la realidad. Con hacer puestas en escena que parezcan situaciones casuales. Juego con la palabra subdesarrollo. Me interesa que se note esa textura de bajo presupuesto. Que se perciba que está hecho con materiales precarios. A veces digo que, dentro del pop latino, mi identidad se encuentra en intentar copiar a Warhol, y que me salga mal. El artista periférico, subdesarrollado, intenta siempre mirar a los países occidentales. Es precisamente el error en el que incide al tratar de parecerse en donde encuentra el eje de su identidad”.
La ciudad de la alegría (1993), es la fotografía que inicia el pop latino de López, donde las pancartas con el rostro Carlos Menem, utilizadas como propaganda triunfalista de su gobierno dan pie a escenas de marcada afectación vacía. Su obra es estructuralmente política. “Me paso el día reflexionando sobre cuestiones del mercado del arte, sobre la economía, y los vaivenes sociopolíticos de Latinoamérica. Soy como un radar que absorbe el conflicto entre el arte y la artesanía. Acuso la obscenidad del mercado del arte, y a la vez formo parte del conflicto”, explica este nieto de emigrantes españoles asentados en las llanuras del norte de Argentina. “¡Debo haber ido al mismo colegio de curas que Almodovar!”, exclama. “Hemos debido de tener la misma educación. Agradezco al colegio de curas que me cargaron de culpa, de complejo y de represiones, porque de ahí, de esa educación patriarcal, católica y represiva he sacado la fuerza para exorcizarla a través de mi expresión artística. Estoy agradecido a los curas, que me hicieron arrodillarme sobre maíz, para rezar doscientos padrenuestros, porque de esa especie de resentimiento he sacado la fuerza que potencia mi obra”.
“La movida madrileña me influyó, pero también mi infancia provinciana. Mi madre fue maestra de escuela y recuerdo su manera de decorar los actos patrios con las banderas nacionales de papel. Todo ello forma la textura emocional de mi obra. Mi educación artística transcurrió en la dictadura militar, pertenezco a una generación que se formó en la represión. De ahí el miedo. Cuando trato de ser transgresor a veces vuelve a aparecer y digo ¡hasta acá!”. Así, ha encontrado en el humor y la teatralidad fórmulas para sortear el dolor de la realidad. “El humor es necesario para transitar la vida, para observar el desabastecimiento que causa el neoliberalismo en nuestros países, las corrupciones políticas, las desigualdades sociales de América latina y sus crisis políticas. El humor ayuda a la salud, a no morirse de angustia, a transitar con un poco de ternura la vida cotidiana. Mi obra tiene una parte de ironía y otra de ternura”. Así, durante algún tiempo puso a la gente a actuar, así se atrevió a hacer una reinterpretación de La última cena, de Leonardo Da Vinci, en una de sus obras más conocidas llamada Asado en Mendiolaza (forma parte de la colección del Reina Sofia). Los hombres emborrachándose, la carne, y el vino, convertidos en símbolos de identidad cultural argentina. “En ese momento me convierto en un director de esta escena teatral donde trabajo con un equipo”.
“Empecé a reconciliarme con el aura energética química de la fotografía vintage de fotógrafo de oficio. Con ese retrato de comunión de un niño iluminado de forma perfecta, donde no hay pretensión artística, cansado del espectáculo de las grandes ferias de arte contemporáneo, de obras de enormes dimensiones y sobredimensionados precios, donde me aburro”, dice. “Me agrada el olor de la fotografía antigua. La magia de la fotografía intervenida. Pienso en la transgresión, ya que sus protagonistas han tenido un nombre y apellido, o quizás estén vivos, y confió en que si es así no se ofendan. También me atrae su transformación en pieza única. La mirada de fotógrafo se encuentra, en la estética del hallazgo. El clic está en la elección que hago al encontrar y comprar esa pieza, pero también lo está en la imperfección de la ejecución del acto pictórico. Pinto con un trazo tembloroso, no tengo oficio de un pintor académico, es precisamente la idea de error la que me atrae. Una vez que empiezo a pintar no me puedo equivocar, lo que hago queda. Es en el aspecto melancólico de la fotografía donde el autor encuentra su propio reflejo, incitándolo a reflexionar sobre su propia vida. Estas fotografías tratan sobre valores que en este momento están siendo revisados; la familia, el matrimonio, la Santa Iglesia”.
“Me ha dejado de interesar el documentalismo y me gusta hacer fotos con el teléfono, y escribir pequeñas crónicas. Utilizó mucho Instagram. Esta red social ha definido un nuevo formato de crónica, con su límite de palabras. Uno hace una foto, sin pensar en el mercado del arte, pensando que va a durar solo un día. Esto hace años no pasaba”.
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