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La vista desde mi ventana

El escritor Richard Ford, autor de 'El día de la independencia' y ‘Canadá’, relata la llegada de la pandemia a Maine, donde reside, un lugar acostumbrado al aislamiento social, igual que el resto de Estados Unidos

Paisaje costero en la localidad de Boothbay Harbor (Maine).
Paisaje costero en la localidad de Boothbay Harbor (Maine).THOMAS H. MITCHELL (GETTY IMAGES)

Vivo al lado del mar. Quiero decir que vivo justo al borde del mar. Desde la ventana del estudio donde escribo puedo tirar una piedra al agua, y lo hago a menudo. Puedo nadar desnudo delante de mi playa sin que nadie me vea. Podría nadar en dirección al lejano horizonte en pleno invierno —en un último intento por aferrarme a la soledad— y nadie se daría cuenta. Vivo en un lugar dichoso para todas mis necesidades terrenales, incluida, supongo, mi transición a la próxima vida.

En estos tiempos de plaga… No, suena demasiado dramático. En estos tiempos de aislamiento forzoso, la verdad es que la costa de Maine, donde vivo (tres horas al norte de Boston [en el noreste de EE UU]), parece no haberse inmutado, relativamente hablando. Las tiendas están cerradas, y también los restaurantes, los colegios y la YMCA [Asociación Cristiana de Jóvenes]. Pero la “cuarentena”, en sentido figurado, es la manera que tiene Maine de salir adelante. Esto queda muy al norte, de camino a ninguna parte excepto Canadá. El resto de la gente está allí abajo. La distancia social es nuestra idea de una comunidad estrechamente unida. Robert Frost, nuestro poeta favorito, escribió un poema al respecto. Decía: “Las buenas vallas hacen buenos vecinos”.

Trump nos hace pensar que el país tal vez se esté acercando cada vez más a la anarquía, que es la separación por antonomasia

Marx afirmaba que el dinero es el gran agente de separación. Y puesto que, para los estadounidenses, el dinero significa más que Dios, se podría decir que hemos moldeado todo un país a base de distanciamientos. Cincuenta pequeños ducados rivales a los que llamamos “Estados”, cada uno de ellos celoso de sus prerrogativas y sus rarezas. Una economía fortalecida históricamente mediante la separación de una raza de gente con el fin de esclavizarla para obtener beneficios de ello. Un género entero —no el mío—apartado de sus idénticos derechos. Y un largo etcétera hasta nuestra actual xenofobia al comercio y… sí… a la enfermedad infecciosa. Los estadounidenses entendemos de separación. La tomamos a la hora de comer. Solo que la llamamos nuestro excepcionalismo. “Yo cuidaré de mí; tú cuida de ti”. Esto es lo que algunos piensan que hará a Estados Unidos grande otra vez. Tampoco este es mi caso.

Aquí, en Maine, mi esposa y yo caemos de lleno en el grupo de edad más afectado, 74 y 76 años (aunque no tenemos ninguna patología previa, que sepamos). Kristina ha comprado unas cuantas “toallitas” desinfectantes, y yo he repasado a fondo el interior de mi Tahoe todoterreno (el pasado fin de semana sin ir más lejos utilicé el servicio de aparcacoches de un bonito restaurante de pescado, lo cual me ha hecho pensar que el volante podría ser sospechoso). Pasé un paño por mis pesas del gimnasio antes de que este cerrase. Hemos prestado oídos al sentido común que recomienda utilizar jabón auténtico mejor que las pocas botellitas de desinfectante de manos que me quedan (un amigo me mandó una receta para hacerlo yo mismo poniendo algo así como aloe y alcohol en pequeños aerosoles de esos que ya no se pueden comprar en los supermercados). Estamos siguiendo el plan. Aunque, dado que la mayor parte del tiempo estamos en casa, junto al mar (excepto para ir a comprar comida y a la tienda de vinos), nada parece muy diferente.

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Y, sin embargo, lo es. Cuando este fin de semana me aventuré a desplazarme al mercado del pueblo (llevaba guantes blancos de plástico para abrirme paso por lo inesperado, las superficies y las asas de las cestas posiblemente contaminadas), casualmente me encontré con mi amigo el corpulento ayudante del sheriff que practica bicicleta estática a mi lado en el gimnasio de la YMCA (la bici que no lleva a ninguna parte, como la llamo yo). “Me imagino que estás bastante acostumbrado a llevar guantes de plástico en tu trabajo como policía”, le dije. “¡Qué va!”, me respondió, alargando una gran zarpa desnuda hacia el envoltorio del queso de plástico y obsequiándome con una contrita sonrisa de poli. “A menos que tenga que recoger partes de algún cuerpo, ya sabes. Que le den. La vida es demasiado corta”. “Sí, supongo”, repuse, sintiéndome un tanto ridículo con mis blanquecinas manos enfundadas en guantes, que parecían las de un cadáver. Después me di cuenta de que mi amigo también podría haber dicho “la vida es demasiado larga” sin que el sentido cambiase demasiado. En fin.

Llevo bastante tiempo pensando que nuestro país se ha vuelto prácticamente ingobernable. Y no solo desde la llegada de Trump, quien, entre sus múltiples felonías, nos hace pensar a mí y a la mayoría de los que no somos unos lunáticos que el país, como mínimo, está gobernado por las personas equivocadas, y tal vez se esté acercando cada vez más a la anarquía, que es, supongo, la separación por antonomasia. La verdad es que hace tiempo que lo pienso; décadas. Y estoy seguro de que otros también lo han pensado. Es cierto que nuestros antepasados fundadores querían que nuestra democracia fuese sólida y precaria al mismo tiempo. E pluribus unum ["De muchos, uno", el lema nacional], etcétera. A lo mejor, a los estadounidenses no se les puede decir nunca lo que tienen que hacer y esperar que lo hagan.

Aun así, no parece que quede mucho sentido común que sea común en ningún sentido. Pensamos que la Constitución nos da el derecho a echarlo todo a perder si queremos y que eso esté bien, como si todos fuésemos pequeños Estados separados. No nos gusta el Gobierno (a mí, personalmente, no me molesta). Y, sin embargo, todos queremos que el Gobierno arregle las cosas cuando las estropeamos. O cuando lo hace la naturaleza, como esta enfermedad que nos está barriendo, matando a nuestros ciudadanos, personas que habrían tenido la posibilidad de sobrevivir si no hubiese sido por unos cuantos jóvenes malhechores que monopolizaron las existencias del desinfectante de manos Purell, lo cual les debió de haber parecido una estupenda idea empresarial, típica estadounidense, hasta que alguien puso sus nombres y sus fotografías en The New York Times y el tren cargado de mierda paró en su estación. La luz del sol suele ser un potente desinfectante, pero ¿hay suficiente luz solar para todos? ¿Podemos saberlo? ¿Cuántos de nosotros, ante la oportunidad de hacernos con la última botella de desinfectante de manos cuando ya tenemos una docena, pensaría antes en el ciudadano que vendrá detrás? ¿Lo haría yo? Me gustaría pensar que sí.

Por supuesto, escribir sobre esto no es lo mismo que tomarse en serio esta emergencia que no tardará en convertirse en una calamidad. Por lo menos, no es lo mismo que tomársela suficientemente en serio. Necesitamos que algo (alguna esencia como el qi, una energía vital que venga de las esferas) circule entre nosotros y todos nuestros exhaustos propósitos. Tal vez en forma de buena ciudadanía pura y dura; la idea de que realmente estamos todos juntos en este desastre, desde Billings hasta Boca Ratón —ya sea subiendo o bajando—, de manera que no nos llevemos la última botella de desinfectante de manos o pongamos en peligro la salud de los demás en un restaurante de lujo solo porque nos ha dado claustrofobia. No creo que sea un estúpido por pensarlo. Creo que es tan solo sentido común.

Traducción de News Clips.

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