Andris Nelsons engrandece aún más a Beethoven
El director letón ofrece en la Elbphilharmonie de Hamburgo el ciclo sinfónico completo del compositor alemán al frente de la Filarmónica de Viena
Entre 1800 y 1808 Ludwig van Beethoven compuso seis de sus nueve sinfonías. Séptima y Octava nacerían pisándose los talones, en apenas año y medio, del otoño de 1811 a la primavera de 1813. Luego pasaría más de una década hasta que, en 1824, quedara concluida y se estrenara en Viena, al igual que las anteriores, la más famosa de todas ellas, la Novena, pionera en la introducción de voces humanas en el último movimiento y “la magnífica bóveda del cielo” que corona todo el edificio sinfónico beethoveniano. Desde la muerte del compositor se percibió el conjunto como uno de los logros artísticos cimeros del espíritu humano. A pesar de haber dedicado al género un número de obras muy modesto en comparación con las cifras alcanzadas por sus dos grandes antecesores –Haydn, que superó el centenar, y Mozart, que franqueó la cuarentena–, Beethoven logró dejar una huella mucho más profunda y legar con ello un referente insoslayable para sus sucesores, deslumbrados al tiempo que, como le sucedería a Brahms, paralizados por su hazaña. Ofrecer el ciclo en su totalidad, en riguroso orden cronológico, comprimido en unos pocos días, como está haciendo esta semana en la Elbphilharmonie de Hamburgo la Filarmónica de Viena dirigida por Andris Nelsons, tiene también, por tanto, mucho de simbólico, de gesta interpretativa, de opera omnia.
Pequeños detalles individualizan unas y otras sinfonías de Haydn y Mozart, pero en última instancia todas remiten de alguna manera a un modelo común, lo que las convierte en una suerte de geniales variaciones –o variantes– sobre un mismo tema, o un patrón similar. Con Beethoven, sin embargo, esto cambia radicalmente, porque el tema jamás se repite y se halla en permanente metamorfosis. Esto se traduce en que cada sinfonía posee una personalidad propia, inconfundible, única, y cada una de ellas se convierte a su vez en un estadio cada vez más avanzado dentro de lo que podría casi calificarse de un gran proyecto de teleología sinfónica: sus nueve entregas apuntan en última instancia al final coral de la Novena, imbuido como no lo está ninguna otra sinfonía anterior o posterior de los ideales de libertad, igualdad y fraternidad preconizados por la Revolución Francesa. Beethoven llevaba acariciando la idea de poner música a la oda A la alegría de Schiller desde al menos 1793 (así lo confesaba su amigo Bartholomäus Fischenich en una carta dirigida a Charlotte, la mujer del escritor), pero la idea no se concretaría, a modo de final de viaje, hasta dos décadas más tarde. La fruta tenía que seguir madurando en el árbol antes de poder cumplir su crucial cometido universal.
La orquesta moderna, estable, profesional, solvente técnicamente en todas sus secciones, nace también como una necesidad imperiosa para poder hacer justicia sonora a las sinfonías de Beethoven. Él mismo careció de este privilegio en la Viena de su tiempo y debió de constatar dolorosamente que las tremendas exigencias que planteaba su música no podían ser resueltas por un puñado de instrumentistas reclutados ad hoc de aquí y de allá. No se trata simplemente de que la orquesta crezca en tamaño. Entre las dos primeras sinfonías y la “Heroica”, por ejemplo, el único cambio es la incorporación de una tercera trompa. Pero tras los dos rotundos acordes iniciales (que Wilhelm von Lenz definió como “dos cargas de la artillería pesada que parten una orquesta en dos como un nabo”), la música es enteramente otra, no solo por su ambición formal (con sus nada menos que 691 compases, por ejemplo, el primer movimiento dobla sobradamente a sus homólogos de las dos obras anteriores), sino por su propia filosofía compositiva, alentada en apariencia por traducir en sonidos la grandeza, la ambición y el feroz expansionismo territorial de su otrora dedicatario, Napoleón Bonaparte. Por eso quizá no sea descabellado aprovecharse de la metáfora bélica de von Lenz y pensar en la orquesta beethoveniana como un moderno ejército profesional, perfectamente pertrechado y entrenado para poder desempeñar su cometido, preparado para disparar (esos infinitos sforzandi o acentos en partes débiles que proliferan en movimientos como el último de la Quinta Sinfonía) en cualquier momento. A nosotros no nos causan sobresalto ni desconcierto, pero a los oyentes de su tiempo, y en una ciudad aún tan poco sinfónica como Viena, estas obras les sumieron en la perplejidad, como reflejan las críticas y los testimonios de la época. En España, la recepción fue tardía y deslavazada, como ha estudiado muy bien Juan José Carreras.
Desde su nacimiento mismo, la Filarmónica de Viena ha estado íntimamente ligada a la interpretación del corpus sinfónico beethoveniano, como recordaron en una conferencia conjunta antes del primer concierto del martes en la sala pequeña de la Elbphilharmonie la responsable del archivo histórico de la orquesta, Silvia Kargl, y Friedemann Pestel, profesor de Historia en la Universidad de Friburgo. Ella desgranó los principales hitos del siglo XIX, mientras que él repasó los del XX y lo que llevamos del XXI. Kargl recordó, por ejemplo, cómo varios de los músicos fundadores de la orquesta trabajaron ya en la orquesta de la Ópera de la Corte en tiempos de Beethoven, además de incidir en la línea directa que puede trazarse en determinados atriles a lo largo de toda su historia (se refirió en concreto a los solistas de fagot) o a instrumentos que son propiedad de la orquesta y que vienen tocándose ininterrumpidamente desde entonces. La música de Beethoven sonó en su concierto fundacional en 1842 (la Séptima Sinfonía y el aria Ah! Perfido) y a lo largo de todo el siglo XIX los filarmónicos vieneses tuvieron también un estrecho contacto con los descendientes de Beethoven. Pestel rememoró brevemente los ciclos completos ofrecidos con directores como Felix Weingartner (en 1918), Wilhelm Furtwängler (1948, en Londres), Carl Schuricht (1956, en Lyon) o los más recientes de Claudio Abbado (1987, en Nueva York, Tokio y París), 2002 (Rattle, el primero con presencia de mujeres en la orquesta) y 2006 (Thielemann).
Si, antes de entrar en la Elbphilharmonie, alguien que no estuviera en sus cabales podía albergar alguna duda sobre la idoneidad de la Filarmónica de Viena para afrontar una integral sinfónica beethoveniana, los datos abrumadores desgranados en esta conferencia previa al primer concierto tuvieron que disiparlas por completo. La presente gira ha comenzado la semana pasada en París, proseguirá hasta el sábado en Hamburgo y concluirá en Múnich, las únicas tres ciudades europeas que tendrán el privilegio de escuchar, en cuatro conciertos, las nueve sinfonías. Habrá sendos conciertos individuales en Baden-Baden y Colonia este mismo mes, con la Musikverein de Viena, dónde si no, como escenario de un nuevo ciclo completo a finales de mayo y principios de junio. Si el coronavirus no lo impide, Asia y Norteamérica acogerán también el ciclo completo después del verano.
El privilegio de ocupar el podio en todos estos conciertos se ha concedido a Andris Nelsons, con quien los vieneses ya ratificaron, con medio mundo por testigo, su excelente sintonía en el Concierto de Año Nuevo del pasado 1 de enero. Le sobran méritos al director letón para ello, pues sin duda encabeza el escalafón dentro de su generación (y aledañas) y se lo disputan todas las grandes orquestas del mundo, incluida la del Concertgebouw de Ámsterdam, que sería feliz si accediera a ocupar el puesto ya largamente vacante de director titular. Nelsons ha optado por una sección de cuerda nutrida (14/12/10/8/6), que sabe hacer sonar como un cuarteto de cuerda si es necesario, o como un bloque poderoso y compacto capaz de codearse de igual a igual con madera y metal. Y, al contrario de lo que le sucedió a Antonio Pappano en el estreno el pasado domingo de una nueva producción de Fidelio en la Royal Opera House, desde el acorde inicial de la Primera Sinfonía (muy lejos de la tónica, un primer grito de rebeldía del joven Beethoven) hasta el último de la Quinta (este sí, en un rotundo Do mayor), Nelsons sabe muy bien cómo conseguir que Beethoven suene a Beethoven, y la afirmación está lejos de ser una tautología, porque son legión los directores que se han estrellado contra el muro beethoveniano. Deja tocar a la orquesta, que también conoce el secreto, pero no deja un solo momento de dirigirla. Sus gestos no son nunca autoritarios ni ostentosos, sino plásticos, delicados, mínimos o abrumadoramente gráficos, como cuando, a poco de iniciada la reexposición del primer movimiento de la “Heroica”, dibujó un largo crescendo agachándose previamente para luego enderezarse poco a poco y seguir ascendiendo hacia lo alto elevando más y más su brazo hacia el cielo, o cuando, en el último movimiento de la Cuarta, para realzar los constantes contratiempos entre violonchelos y contrabajos, por un lado, y el resto de la orquesta, por otro, escondió la batuta bajo el brazo y, al tiempo que sonreía, lanzó alternativamente los puños como si estuviera boxeando. Nada parece cocinado de antemano porque, cuando se repite la exposición de un movimiento, o la primera sección de un minueto o unscherzo,los gestos cambian. Sin sesgo dictatorial alguno, Nelsons consigue que la orquesta haga exactamente lo que él quiere.
En el concierto inaugural fue aquilatando cada vez mejor la comunicación con sus músicos y haciéndose con la generosísima acústica de la Elbphilharmonie para regalarnos una elegante Primera, una incandescente Segunda (es raro oírla tan excepcionalmente bien dirigida y con una personalidad tan acusada) y una “Heroica” verdaderamente milagrosa, sensiblemente superior a la versión que grabó con la misma orquesta hace menos de un año en Viena para su integral publicada por Deutsche Grammophon. La marcha fúnebre, cargando las tintas estrictamente lo necesario, tuvo un marcado aire metafísico e intemporal, à la Furtwängler, y los contrabajos, desligados por fin del yugo que los ata a los violonchelos, sonaron más ominosos y necesarios que nunca. La sección fugada, como todos los demás pasajes contrapuntísticos imitativos (como en el movimiento lento de la Primera, el tercero de la Quinta o el Allegro con brio de la propia Tercera), fue un prodigio de transparencia, una virtud siempre presente en cualesquiera dinámicas.
A Nelsons también le interesa la armonía, y mucho, y cuida sobremanera la planificación de las voces que generan disonancias o recuperan consonancias. Lo demostró sobre todo en el concierto del miércoles a lo largo de una luminosa interpretación de la Cuarta iniciada con la mejor introducción lenta que se recuerda, con un prodigioso manejo de las maderas, secundado siempre por los formidables solistas vieneses (el oboísta Clemens Horak, el clarinetista Matthias Schorn, la fagotista Sophie Dervaux), como portentosa es siempre la planificación y resolución de las tensiones, tanto cuando son el resultado de procesos armónicos puros como cuando –una de las principales señas de identidad beethovenianas– surgen como consecuencia de la progresiva compresión rítmica. La lección magistral en este sentido llegó en la Quinta, con un primer movimiento granítico, intenso y sin fisuras de principio a fin. La incorporación de tres trombones y un contrafagot en el último movimiento sirvió para coronar este segundo concierto con fuertes presagios de la música del porvenir.
Nelsons no cargó nunca las tintas ni cayó en el recurso fácil de exagerar tempi o dinámicas. Su Beethoven es, por encima de todo, compacto, enérgico, vital, lógico, impregnado en todo momento de un aire de inevitabilidad: debe ser así. Y dado que la Elbphilharmonie semeja la proa de un barco flotando en medio del puerto de Hamburgo, otro símil muy adecuado para describir las versiones de las cinco sinfonías escuchadas en estos dos primeros conciertos es el de la fluidez: la música avanza siempre como si se deslizara sobre el agua, sin cesuras, sin brusquedades, da igual que haya olas –pequeñas o grandes– o que el mar esté en calma. Al final, Nelsons saluda siempre fugazmente al nivel de los músicos, mezclado con ellos, nunca sobre el podio, nunca en solitario, sin darse la más mínima importancia, y estrecha la mano repetidamente a los dos concertinos (Volkhard Steude y Albena Danailova) en cada nueva salida a escena para que nadie dude de quiénes han hecho posible lo que acaba de sonar. Les cede todo el mérito y el protagonismo, animado por lo que parecen tanto una modestia como una admiración genuinas, en el extremo opuesto, por ejemplo, de un Teodor Currentzis, que dirige hoy en Madrid y cuyo ego ocupa siempre el primer plano. Tras el último acorde, sería el propio Nelsons quien se mezclaría de buena gana con el público y aplaudiría como el que más a estos instrumentistas portentosos, que hacen bueno en mayor medida quizá que ninguna otra orquesta que el todo puede ser muy superior a la suma de las partes. Uno por uno son muy buenos, quién lo duda, pero es la interacción entre ellos la que obra el milagro, la que saca lo mejor de cada uno. El director letón lo sabe y lo fomenta, dándoles libertad pero sin dejar por ello de delimitar con nitidez el campo de juego, del mismo modo que también tiene claro quién tiene la última palabra: “Mi trabajo termina donde empieza Beethoven”.
La Elbphilharmonie se ha convertido en el principal reclamo turístico de Hamburgo y tanto la propia sala (organizadora del primer concierto) como la agencia privada ProArte (responsable de los tres restantes) han hecho un gran regalo a los hamburgueses, y a muchos visitantes llegados de fuera, al acoger estos cuatro conciertos a orillas del Elba. En pleno frenesí internacional por conmemorar el 250º aniversario del nacimiento de Beethoven, pocos pueden presentar credenciales más atractivas, solventes y avaladas por la historia que los filarmónicos vieneses. Sus dos primeros conciertos en Hamburgo, de la mano de ese músico excepcional que es Andris Nelsons, han satisfecho las más altas expectativas.
Babelia
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