Escribir de lo roto
Su literatura se pega a la Historia y la contemporaneidad, a las cosas que suceden
Tenía la impresión de haber hablado con Juan Eduardo Zúñiga el día que cumplió cien años. No fue verdad. Lo llamé por teléfono y su mujer, la escritora Felicidad Orquín, me dijo que gracias, se lo diría, se pondría contento, me devolvería la llamada. No me la devolvió y sentí que mi necesidad de expresar alegría por la supervivencia del maestro me había hecho incurrir en un exceso de confianza. Solo nos habíamos visto en persona una vez. Nos conocíamos a través de personas interpuestas. Ramón Pedregal me confesó que Zúñiga le había hablado de mí: “Acérquese a esa mujer”. Aquella broma me llenó de orgullo. Zúñiga no me devolvió la llamada, pero otro de sus amigos, Jesús Marchamalo, me trajo una foto dedicada por él. Quizá mi llamada no había sido tan intempestiva. Puede que solo se sintiera mal.
El amor de sus amigos caracteriza a un escritor que habría merecido el Premio Nobel. Por escribir de lo difícil, lo roto. Zúñiga se coloca en favor de los milagros frente a la prosa de la resignación. Se pega a la Historia y la contemporaneidad, a las cosas que suceden, situándose en el centro de una paradoja: cuando el Realismo como modo de representación resulta insuficiente, la literatura toma una deriva experimental que a menudo aparta a los intrépidos de la centralidad -cada día más comercial- del campo literario. Zúñiga fue arrumbado y ahora nos echamos las manos a la cabeza: unos pensaron que era demasiado literario para ser político; otros que era demasiado político para merecer un lugar en los altares literarios. Pocas personas supieron entender el compromiso y la poesía, la coherencia, de una obra estilísticamente compacta en su aleación del impulso ético y la minuciosidad estética.
La escritura de Zúñiga barre la ciudad en su ruina. Aparta el polvo con la mano: la inhumanidad pervive y hay razones para que todavía nos duela. Sus relatos activan compasión y memoria. La cartografía urbana del dinero. La literatura de Zúñiga es luz que se arroja contra la mácula y, en la indagación del lenguaje, se perfila esa zona en que la carne y su sustancia psicológica -el alma, diría él- se funden con tiempo histórico. Pero no se entendió la humanidad de un proyecto estético brillantísimo. Se enclaustró a Zúñiga dentro de un jardín y puede que su discreción, timidez y apartamiento fueran, simultáneamente, deseados y forzados. Siento pena y también rabia en este día del adiós y las lamentaciones. Nos quedan sus últimas palabras: “… este material que se ha ido formando a lo largo de mi vida, ¿adónde irá? ¿Será una fuerza que, cuando yo muera, saldrá de mi cuerpo y volverá para infundir mis anhelos en otra alma?”. Son palabras de su último libro, Recuerdos de vida, que me trae a la memoria Carmen Valcárcel, otra amiga común. El escritor, casi hasta el fin, fue un ser humano inquieto. Ojalá quede esa fuerza. Nunca se olvide.
Babelia
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