Juan de Madrid y del Retiro
No era Juan Eduardo Zúñiga tan solo el hombre lúcido que veía en blanco y negro el pasado que el presente se llevaba al futuro sin entusiasmo; era también un hombre feliz en casa
Un hombre (un escritor, un artista, un almirante, un periodista o un obrero) es también los amigos que transitan su estela, su modo de ser, su carrera o sus palabras. Y a Juan Eduardo Zúñiga no solo lo definen sus libros, una colección sin tacha de la mejor literatura moderna del siglo XX, un atrevimiento en tiempos en que escribir parecía que debía ser el descuido de un pasquín, los amigos jóvenes que tuvo alrededor, o los que de una manera u otra prolongaron su voz, el ejemplo escrito del maestro longevo que acaba de morir.
Entre esos cercanos virtuosos de la sintaxis que él le regaló a la historia de la narrativa de ahora están, por ejemplo, Luis Mateo Díez o Manuel Longares, que cuando la pavesa de la vida se iba ahogando definitivamente, después de haber durado tanto, estuvieron cerca, como Felicidad Orquín, su mujer, naturalmente, o su hija Adriana, para dar aliento a palabras que aun con 101 años dieron a la luz sus Recuerdos de vida.
Era un hombre minucioso y educado, te recibía en casa como si fuera un artista japonés, sentado en un sillón que parecía un esqueleto, y sobre él, elegante, bien vestido, su propio armazón que fue haciéndose cada vez más escueto, más cercano a la sombra de Giacometti que llegó a ser su propia escritura. Como traspasó la historia de sus mejores años (los de su madura juventud) ante la indiferencia de los que no lo consideraban a la moda, aceptó luego con la misma paciencia que lo entronizaran con premios y parabienes.
Igual que su escritura no aceptó compromisos de urgencia, y siguió contando Madrid y España con la misma pintura en blanco y negro de sus primeros descubrimientos, si acaso tan solo se cambió de anteojos. De modo que siempre fue enjuto, educado, como un escribiente que tomara notas de la historia para que no se olvidara que también había vida y dolor y fiesta en los momentos en que se desarrollaba el largo invierno de la ciudad que más quiso.
Te recibía, pues, en casa, ante un paisaje que parecía pintado por él, el viejo Retiro al que saludaba como si fuera la prolongación de sus ojos, y siempre tenía, además de palabras dichas como si le pidiera perdón a la historia por existir, regalos, dibujos, una carta que no pudo enviar por correo. Uno de sus regalos era su propia letra, hecha como si tuviera en la mano un punzón preciso, mojado en la tinta del corazón. Hasta más allá del centenario fue un lúcido intérprete del tránsito español, al que vio en guerra y en paz y en pobreza. Ese “Madrid nevado o roto” que retrató era ahora, en los últimos tiempos, el centro de una España cuyo proyecto democrático no la alejó de “las tristes memorias” de las que nunca se ha despedido. “España”, mandó a decir en el Retiro, cuando ya no se dejaba a sí mismo caminar, “ha empobrecido su proyecto”.
Pero no era Zúñiga tan solo el hombre lúcido que veía en blanco y negro el pasado que el presente se llevaba al futuro sin entusiasmo; era también un hombre feliz en casa, con Felicidad y los suyos, y con sus amigos. El día en que alguien haga la nómina de sus amigos los periódicos tendrían que abrirse en canal para acoger la calidad y el tono que tuvo esa relación de amor que hoy solo rompe la ausencia de la muerte.
Él no quiso la guerra ni la hizo, pero sin él esa herida de España no tendría a su mejor cronista de la vida rota que, por ejemplo, se hace metáfora mayor en un cuento que nadie podrá reescribir jamás porque Zúñiga solo hay uno. Ese cuento es Rosa de Madrid. Si la ternura tiene dentro astillas y dolor y además tiene sentido está en ese relato mayor de su historia, que confiere sentido a la vida de escritor, de absoluto escritor, que deja atrás Juan Eduardo Zúñiga. Juan de Madrid y del Retiro.
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