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Las ciudades del futuro las piensan los artistas

Niños que se organizan contra la explotación infantil o aplicaciones que convierten viviendas en espacio público comercializando el uso temporal del baño. Creadores y arquitectos re-imaginan la metrópolis en la exposición 'Doce fábulas urbanas'

'Parlamento de las plantas', de la paisajista francesa Céline Baumann.
'Parlamento de las plantas', de la paisajista francesa Céline Baumann.
Anatxu Zabalbeascoa

Los artistas son los primeros en ver el futuro. En la exposición Doce fábulas urbanas –Matadero de Madrid hasta el 19 de julio–12 arquitectos, paisajistas y artistas exponen cómo el mundo digital moldea los espacios urbanos o cómo la alimentación modifica a un tiempo nuestros cuerpos y nuestras ciudades.

La comisaria de este rosario de proyectos – que son observaciones más que propuestas concretas– es la salvadoreña afincada en Barcelona Ethel Baraona, que toma prestada una iniciativa que el grupo de arquitectos Superstudio publicó en 1971. Entonces, los italianos idearon 12 cuentos para reparar los desastres urbanos con tanta utopía como pragmatismo. Y hoy, en un momento que tan estrechamente reproduce reivindicaciones de aquellos años como la defensa del medioambiente o el anticonsumismo, Baraona demuestra que la antigua contracultura se ha convertido en la cultura institucionalizada: la que se muestra en los museos.

'El pueblo átomo', instalación del colectivo belga Traumnovelle en el Matadero de Madrid.
'El pueblo átomo', instalación del colectivo belga Traumnovelle en el Matadero de Madrid.

La protesta es ahora contra el adormecimiento de la población. Por eso esta muestra intenta conectar disciplinas dejando claro que la ciudad contemporánea escapa a la arquitectura y al urbanismo y, por lo tanto, no la pueden pensar solo arquitectos o especuladores. El mundo de la libertad digital –que también es control–, o la urgencia de romper la oposición entre naturaleza y urbe son claves para rescatar a la vez ciudades y ciudadanos.

Democracia verde

Desde esa amplitud mental, la comisaria solicitó recetas urgentes para la ciudad del futuro. Por eso la búsqueda puede antojarse formalmente utópica pero es radicalmente posibilista. Los que observan y proponen son colectivos con una mirada poco frecuente. Y el resultado es un viaje imaginativo pero no imaginario. Tiene que ver con la realidad pero se antoja como ciencia ficción. Y contiene tanto estudios sociológicos como estudios de mercado. El recorrido constata cuestiones que pueden resultar increíbles –como que el territorio doméstico es cada vez menos privado– y que proponen vías de solución inesperadas –como aprender de la capacidad de adaptación de las plantas–.

La exposición demuestra que la antigua contracultura se ha convertido en la cultura institucionalizada

Son las aplicaciones móviles –que alquilan baños para un solo uso en el interior de los pisos– las que amenazan la privacidad del hogar o amplían su economía de subsistencia. Así, la Casa difusa de MAIO Architects -pensada para la Royal Academy de Londres- investiga cómo las tecnologías digitales –los servicios de intercambio de bienes o la economía colaborativa–transforman nuestro entorno cotidiano. Y la paisajista Céline Baumann habla del principio de cuidado y asistencia mutua que regula las relaciones en el mundo vegetal, donde entre las plantas abundan especies capaces de cambiar de género para subsistir. La francesa denuncia el uso de la vegetación para lavar la cara de errores urbanísticos e injusticias económicas y propone un Parlamento de las plantas capaz de encontrar consensos. Sería, bromea, "la primera democracia verde del mundo".

Así, ¿es esto una muestra de arte o de arquitectura? Lo primero que uno debe plantearse es si esa distinción importa. Si es necesario delimitar las disciplinas cuando las ciudades propuestas no se traducen aquí en una forma concreta sino en soluciones plurales para problemas reales provenientes del mundo biológico, económico, social o tecnológico. Marcuse escribió que era imposible que el hombre transformase la naturaleza sin que esa transformación lo afectase.

Los arquitectos, historiadores y diseñadores del colectivo Assamble ayudaron a los vecinos del barrio de Granvy, en Liverpool, a recuperar sus jardines traseros o a reparar sus tuberías. Para ellos la arquitectura tiene más que ver con lidiar con los problemas feos que con construir lo bonito. El premio Turner de 2015, un galardón concedido a las obras más inesperadas del arte contemporáneo, les dio la razón. En Madrid, La voz de los niños –una colección de vídeos de chavales jugando solos– protesta contra la sobre-regulación de los espacios para juego infantil –vallados y diseñados a partir del miedo a las denuncias–. También investiga la apropiación que hacen los jóvenes del espacio público partiendo de los juegos y culminando en acciones de protesta como las movilizaciones estudiantiles contra la posesión de armas en Estados Unidos Fridays for Future o el Movimiento nacional de niños, niñas y adolescentes trabajadores de Perú, en el que los menores reivindican sus derechos como niños y como trabajadores.

La muestra concluye con la intervención del Canadian Centre for Architecture Nuestra vida feliz en la que su comisario, Francesco Garutti, advierte de que nuestros sentimientos y deseos se han convertido en datos estadísticos y de cómo la venta de esos datos a los gobiernos genera los índices que terminan por diseñar las ciudades. Ese mercado de afectos y deseos alimenta un aparato político que vela más por nuestro conformismo y pasividad que por nuestro bienestar. Desde la periferia y lo invisible se están definiendo nuestras metróplois. Doce artistas nos ayudan a verlo.

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