La intensa vida breve de aquellos rabiosos diseñadores
A veces hay que destruirlo todo para comenzar de cero. La generación más incendiaria del diseño italiano, Diseño Radical, lo experimentó
“Hay que diseñar pensando en el aspecto, y no en la función”. Posiblemente, el diseñador Alessandro Mendini se repitiera este mantra, que él mismo había redactado, mientras las llamas devoraban una de sus obras. Era una mañana de primavera de 1974, y el objeto en cuestión consistía en una silla adosada a una base piramidal. Demasiado alta para sentarse y demasiado rígida para resultar cómoda, era un objeto tan geométricamente perfecto como perfectamente inútil. Sin embargo, Mendini no se había equivocado. Si lo importante era el aspecto, no cabía duda de que aquella silla en llamas tenía un aspecto magnífico.
Los años entre 1966 y 1976 fueron pródigos en incendios: ardían las estatuas budistas en Birmania, ardía el viejo orden (y los sujetadores) en la Sorbona y Mendini prendía fuego a sus piezas para fotografiar portadas de Casabella, la revista de interiorismo que dirigía. Precisamente en una de esas portadas (julio de 1972) apareció por primera vez la expresión Radical Design como un modo de etiquetar el trabajo de un conjunto de arquitectos y diseñadores empeñados en dinamitar el plácido aburguesamiento de sus predecesores. Para los estudiosos, el Radical Design fue un episodio legendario. Para el público en general, una demostración más de que a los diseñadores les gusta complicarlo todo innecesariamente.
“La superarquitectura es la arquitectura de la superproducción, del superconsumo, de la superinducción al superconsumo, del supermercado, de Superman y de la gasolina Súper”. Con estas palabras se inauguraba Superarchitettura, la exposición que en 1966 dio el pistoletazo de salida a las turbulencias. Organizada por el colectivo florentino Superstudio, incluía prototipos de muebles y objetos en colores brillantes inspirados en el arte pop estadounidense.
Eran piezas vistosas que sustituían las líneas rectas por ondulaciones, y los ángulos rectos por oblicuos. Aunque potencialmente comerciales, también resultaban inquietantes. Su optimismo apocalíptico quedaba patente en un manifiesto que publicaron en la revista Domus: “Edificaremos sobre las ruinas de las guerras, sobre los restos humeantes de guerrillas privadas y públicas, sobre las nubes atómicas y las del humo del peyote”. Casi nada.
“Si aquella generación huyó de la ortodoxia y formuló soluciones provocadoras y emocionales fue por entusiasmo juvenil pero, sobre todo, porque supo entender su momento”, sostiene el crítico de arte Pedro Medina, responsable de Editorial IED Madrid. En la Guerra Fría, la destrucción total parecía inminente, y los integrantes de Superstudio se preparaban para la reconstrucción. De hecho, sus proyectos más célebres no fueron edificios o muebles, sino fotomontajes de enormes estructuras recubiertas por infinitas superficies cuadriculadas concebidas como mausoleos para la arquitectura del pasado, y destinadas a sustituir toda ornamentación en un futuro utópico.
Otros diseñadores auguraban un porvenir menos estilizado. Uno de ellos era Gaetano Pesce, autor de una instalación que invitaba al público a trasladarse mentalmente al año 3000 para descubrir una excavación arqueológica del año 2000. A finales del siglo XX, vaticinaba Pesce, la Tierra pasaría por una “Era de las Grandes Contaminaciones” que la volvería inhabitable y sería necesario trasladarse a ciudades subterráneas.
El Ambiente arqueológico de Pesce se expuso en el MoMA de Nueva York como parte de Italy: A new domestic landscape (1972). Esta exposición, comisariada por el jovencísimo Emilio Ambasz, acabaría convirtiéndose en una piedra de toque para clasificar el diseño italiano de aquellos años. En ella convivían instalaciones, fotos, documentales, armarios multicolores de Ettore Sottsass Jr., muebles hinchables, sofás de poliuretano y piezas tan rentables como la célebre cajonera cilíndrica de Anna Castelli Ferrieri para Kartell. La inauguración estuvo a la altura.
El diseñador Andrea Branzi recordaba que Sottsass acudió con tutú rosa y disfraz de mexicano, compitiendo con los zapatos de uralita de los miembros de Archizoom. Hubo estrellas de Hollywood e incluso una aparición mariana sobre el Empire State. Al día siguiente, un cariacontecido redactor del National Observer se preguntaba si los diseñadores eran la solución a los problemas que denunciaban, o el problema mismo.
Las consecuencias de aquella esquizofrenia no tardaron en manifestarse. A pesar de la euforia, la industria y los rebeldes se entendían sólo a medias. El grupo Global Tools defendía un diseño “no diseñado, primitivo y fabricado de forma manual”, igual que Gaetano Pesce, que firmaba muebles antiindustriales bajo el patrocinio del fabricante Cassina. Superstudio teorizaba sobre la posibilidad de un mundo sin objetos, pero diseñaba para la casa Zanotta una serie de carísimas mesas de madera laminadas en plástico cuadriculado.
A mediados de los setenta, los fundadores del Diseño Radical se debatían entre ser cada vez más diseñadores o cada vez más radicales. La mayoría optó por lo primero, y los acabados plastificados y coloristas que habían concebido con afán reivindicativo pasarían al diseño postmoderno de los colectivos Memphis y Studio Alchimia, liderados respectivamente por Sottsass y Mendini.
Sus piezas, fascinantes a la vista, seguían despertando suspicacia entre el público que verdaderamente movía la industria: el norteamericano. En 1981, Emilio Ambasz confesaba su adoración por los muebles imposibles de Pesce, pero reconocía que era “un gusto adquirido”. “Son muy caros y se estropean fácilmente”, se lamentaba la importadora neoyorquina Pat Hoffman en The New York Times. “Los americanos hacemos pañuelos de usar y tirar, pero los italianos son capaces de vender muebles de 10.000 dólares de usar y tirar”.
Otros radicales acabaron enseñando en las aulas. “La energía disruptiva y política del Diseño Radical arrojó una luz nueva sobre el papel del diseño como catalizador cultural”, explican los miembros de Studio Formafantasma, alumnos y herederos en cierto modo del discurso político y metaartístico de aquel brote de rebeldía. Tal vez el mayor logro de aquella generación rabiosa fue demostrar que, más allá de producir muebles caros y bonitos, los diseñadores eran capaces de pensar y de hacer pensar al resto. A fin de cuentas, el prestigio intelectual dura más que muchas sillas.
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