Nuevo libro de Fred Vargas: ‘La humanidad en peligro’
Babelia ofrece un adelanto del último libro de Fred Vargas, un ensayo en el que la autora reflexiona sobre la ecología en el mundo de hoy
Hace diez años, Fred Vargas publicó un breve texto sobre ecología, sin imaginar que tendría una enorme difusión. Cuando supo que el texto iba a ser leído en la inauguración de la COP24, decidió ampliarlo. El resultado es este ensayo, La humanidad en peligro, del que Babelia ofrece un adelanto.
Pero, maldita sea, ¿en qué atolladero he ido a meterme? ¿Cómo lo voy a hacer para salir airosa de esta tarea descabellada, de esta idea peregrina de hablarles sobre el futuro de la vida en la Tierra? ¿Cómo voy a salir de esta? No tengo la menor idea, y ustedes tampoco.
Solo hay una cosa que sé, y es dónde empezó todo. Y, ahora que ha empezado, lo ha hecho con tanta violencia que no logro detener el movimiento, la vorágine, el noséqué que me empuja impetuosamente a seguir adelante sin pedirme mi opinión. A pesar de ello, sospecho que habrían preferido que sacara una novelita policiaca bien entretenida. Lo haré más adelante, lo prometo, pero no ahora; no puedo. Una especie de necesidad imperiosa me impulsa con furia a escribir este libro.
Sé cómo empezó, y, para colmo, a partir de muy poca cosa. Hace diez años, redacté un texto muy breve sobre ecología. Tampoco era nada del otro mundo. Poco después, me enteré, a través de unos amigos, de que ciertos fragmentos habían sido impresos en camisetas en China, en Brasil, y que incluso se habían escrito obras de teatro sobre la cuestión. Eso me sorprendió y me hizo gracia. Pero la cosa no quedó ahí. Cuando, en lo más profundo de una densa y silenciosa noche... [no, perdón, me he equivocado de frase; rebobino]. Cuando, día tras día, me fueron informando por todas partes de que este texto, extrañamente incombustible, se paseaba por Facebook abriéndose camino por el mundo [¡vaya! Yo no tenía nada que ver con eso; se lo aseguro], y más tarde me avisaron de que lo iba a leer Charlotte Gainsbourg en la inauguración de la COP24, en diciembre de 2018 [¡un texto con más de diez años! Claro que, al ritmo que llevan las COP, que en todo este tiempo no han llegado a aportar un solo progreso, mis modestas líneas seguían siendo de actualidad]. Es entonces cuando, en lo más profundo de una densa noche [esta vez, de verdad], concebí el proyecto [pero ¿qué mosca me ha picado?] de elaborar un texto de la misma índole, pero un poco más largo, de unas cincuenta páginas [no más, para no dormir al lector], sobre el futuro de la Tierra, de la vida en el planeta, de la humanidad [nada menos...].
Hago aquí una pausa en esta génesis de un libro imposible para reproducir a continuación este breve texto con un destino tan singular, para que comprendan ustedes que, partiendo de una nimiedad, llegué a una enormidad desbordante. El texto data del 7 de noviembre de 2008:
"Ya estamos; ya lo tenemos aquí.
Cincuenta años lleva esta tormenta amenazando en los altos hornos de la incuria de la humanidad, y ya la tenemos aquí. Ya estamos en el muro, al borde del abismo, como solo el hombre sabe hacerlo con brío, dándose cuenta de la realidad solo cuando le duele.
Al igual que la buena de nuestra vieja cigarra, a quien prestamos nuestras cualidades de despreocupación. Hemos cantado y bailado. Cuando digo «hemos», entiéndase que me refiero a un cuarto de la humanidad, mientras que el resto trabajaba con afán.
Hemos construido una vida mejor, hemos tirado al agua nuestros pesticidas, al aire nuestros humos, hemos conducido tres coches cada uno, hemos vaciado las minas, hemos comido fresas traídas de la otra punta del mundo, hemos viajado por todas partes, hemos llenado de luces las noches, nos hemos calzado zapatillas deportivas que destellan al andar, hemos crecido como población, hemos regado el desierto, acidificado la lluvia, creado clones; francamente podemos decir que lo hemos pasado bomba.
Hemos logrado cosas completamente despampanantes, muy difíciles, como derretir los cascos polares, introducir bichos genéticamente modificados bajo tierra, desplazar la corriente del Golfo, destruir un tercio de las especies vivas, hacer estallar el átomo, hundir residuos radioactivos en el suelo..., sin que nadie se entere. Francamente, nos hemos tronchado. Francamente, hemos disfrutado de lo lindo. Y nos gustaría seguir, porque, si hay algo que está claro, es que es mucho más divertido meterse en un avión con deportivas luminosas que escardar para sembrar patatas. No cabe duda.
Pero ya tenemos aquí la Tercera Revolución, que se diferencia notablemente de las dos primeras —la Revolución Neolítica y la Revolución Industrial, para hacer memoria— en que no hemos sido nosotros los que hemos decidido emprenderla.
«¿Estamos obligados a hacer la Tercera Revolución?», preguntarán algunos espíritus reticentes y mohínos.
Sí. No tenemos elección; ya ha empezado; no nos ha pedido nuestra opinión. Lo ha decidido la madre Naturaleza, después de habernos dejado amablemente jugar con ella durante décadas. La madre Naturaleza, agotada, mancillada, exangüe, nos cierra los grifos —los del petróleo, los del gas, los del uranio, los del aire, los del agua...—.
Su ultimátum es claro y despiadado: o me salváis, o palmáis conmigo (salvo las hormigas y las arañas, que nos sobrevivirán, porque son muy resistentes y, por lo demás, poco proclives al canto).
O me salváis, o palmáis conmigo. Está claro que, dicho así, uno entiende que no hay opción, obedece de inmediato, e incluso, si tiene tiempo, presenta sus disculpas, azorado y avergonzado. Algunos, los que son un pelín soñadores, tratan de conseguir una prórroga, de divertirse un poco más con el crecimiento.
Pero es inútil. Hay mucho que hacer, más de lo que la humanidad haya hecho nunca:
Limpiar el cielo, lavar el agua, fregar la tierra, dejar de usar el coche, detener la energía nuclear, recoger a los osos polares, apagar antes de salir, velar por que haya paz, contener la avidez, encontrar fresas al lado de casa, no salir por la noche a arrancarlas todas, sino dejar una parte para el vecino, volver a la navegación a vela, dejar el carbón donde está —ojo, no caigamos en la tentación de volver a utilizar carbón, mejor dejemos el carbón en paz—, volver al uso del estiércol, mear en los campos [para producir fósforo, que ya no queda, porque lo hemos extraído todo de las minas; está claro que nos lo hemos pasado bien].
Esforzarse, reflexionar incluso. Y, sin ánimo de ofender al emplear un término caído en desuso, ser solidarios con el vecino, con Europa, con el mundo.
Colosal programa el de la Tercera Revolución... No hay escapatoria; vamos allá. Cabe señalar que recolectar boñigas —y esto es algo que todos los que lo hayan hecho alguna vez lo saben— es una actividad profundamente satisfactoria que no impide en modo alguno cantar y bailar cuando cae la noche; no es incompatible con ello, siempre y cuando haya paz, siempre y cuando contengamos el regreso de la barbarie, otra de las grandes especialidades del hombre, la más lograda de todas, probablemente.
Solo a este precio llevaremos a cabo con éxito la Tercera Revolución. A este precio podremos bailar, de forma distinta sin duda, pero podremos seguir bailando".
Ya lo ven, no era nada del otro mundo. Y así fue, en lo más profundo de una densa noche, como la idea de un librito de la misma ralea me pareció totalmente factible, y hasta ilusionante, incluso exaltante, si podía ser de alguna modesta utilidad. Factible porque creía ser una entendida en cuestiones de medio ambiente, ya que me venían preocupando desde la edad de veinte años. Sabía, naturalmente, que tendría que llevar a cabo unas cuantas investigaciones, pero, gracias a mi experiencia como investigadora, eso no era algo que me inquietara. Consciente, asimismo, de que sabía juntar dos palabras, el trabajo de escritura tampoco me quitaba el sueño.
Ni corta ni perezosa, al día siguiente inicié la fase de documentación —que calculaba, ingenua de mí, que me llevaría cosa de una semana—, con la mente bastante despejada y un tanto enardecida. Pero se fueron sucediendo las semanas, rebotando de tema en tema, de asunto en asunto, todos indispensables, desde la sardina hasta el protóxido de nitrógeno, pasando por el metano y el deshielo, enfrascándome en un trabajo tan frenético que olvidaba la hora, la compra, los correos electrónicos, la colada y tutti quanti, a excepción de la comida —eso no—, que engullía tarde y a toda prisa. Fueron unas semanas frenéticas que me enseñaron que en realidad no sabía casi nada, salvo, como cualquiera de nosotros, la capa superficial de las cosas. El medio ambiente, los seres vivos, la humanidad se me presentaban con aspectos nuevos y sombríos, múltiples facetas, complejas e imbricadas unas con otras, en las que yo iba hurgando tanto como me era posible —pues es mi naturaleza de arqueóloga—. Puedo garantizarles que, en esas cavernas, pasé a menudo muy malos ratos, desmelenada, lívida en medio de las tempestades [cita esta del gran Victor Hugo, que nunca viene mal], o, dicho con más sobriedad, sentada solita en la silla de mi cocina, alelada. Pero, ojo, ni por un segundo dejé de buscar al mismo tiempo de manera desenfrenada —neurótica incluso, por qué no decirlo— todas las acciones posibles, acciones ya puestas en marcha o pendientes de poner en marcha, o de eclosión próxima, pues forma parte de mi naturaleza el aspirar intensamente a resolver las cosas. En una novela policiaca, no hay nada más simple, dado que hago trampa; conozco el crimen a priori y, por lo tanto, no me cuesta nada encontrar la solución, pero, en lo referente a lo vivo en la Tierra, me encontré estupefacta frente al crimen más gigantesco que jamás se haya podido concebir. Todavía no me atrevo a nombrarlo, sino que retrocedo, porque —como decía muy acertadamente mi padre— nada existe antes de haber sido nombrado. Así, cuando les haya descrito y nombrado los trescientos tentáculos de ese crimen espantoso, nunca los olvidarán, porque existirán, duramente sin duda. Pero en contrapartida, cuando les haya descrito y nombrado todas las acciones posibles, tampoco las olvidarán. También ellas existirán, y ya no nos abalanzaremos sobre unas fresas tratadas con pesticidas, traídas de los confines del mundo en pleno invierno mediante una buena cantidad de fuel.
¡Y, qué diablos, no vamos a dejar que se produzca ese crimen monstruoso! En cualquier caso, no con la amplitud que prevén todos los científicos ante la inconcebible inercia de nuestros dirigentes, cuando todos ellos llevan cuarenta años bien informados sobre el cataclismo que se nos viene encima —mucho mejor informados que nosotros—. Desde el Protocolo de Kioto (1997), ¡los 30 últimos años de lucha contra el calentamiento global ni siquiera han permitido invertir la curva de las emisiones de gases de efecto invernadero! ¡Ni siquiera estabilizarlas! De COP en COP, de Cumbre en Cumbre, de Conferencia en Conferencia, ¡se han hecho numerosas promesas y se han presentado numerosos compromisos (¡no vinculantes!) mientras la temperatura seguía ascendiendo y la situación de los seres vivos seguía empeorando a velocidad creciente! Hablemos un poco de esa inercia inconcebible y enigmática.
Durante demasiado tiempo hemos creído en la movilización y en los esfuerzos de los dirigentes. Durante demasiado tiempo hemos confiado en ellos. Durante demasiado tiempo hemos pensado que «iban a hacer algo» y que nuestros problemas se arreglarían. Durante demasiado tiempo hemos puesto nuestro destino en sus manos inertes (¿sus manos?).
Precisamente. No olvidemos que los gobernantes andan cogidos de la mano y entrecruzando los dedos con las multinacionales —¿paralizados por ellas?— y los mayores lobbies del mundo, los lobbies del sector agroalimentario, los lobbies del transporte, los lobbies de la industria agroquímica, los lobbies de la industria textil, por no mencionar más que unos pocos, de sobra los conocen ustedes. Y se cierran en banda frente a cualquier ataque a su inmenso poder, es decir —y la siguiente es la palabra clave de la catástrofe—, frente a cualquier ataque al dinero, al más y más dinero —el de ellos; no el nuestro—. Y, para que el dinero siga entrando a raudales, acrecentándose cada vez más sus billones casi exentos de impuestos, o colocados a buen recaudo en paraísos fiscales, hace falta crecimiento, que es el segundo término clave. Para que el crecimiento persista y aumente, es preciso que la gente compre, y consuma, de todo y de cualquier manera, pero cada vez más.
Hago una separación absoluta entre Ellos —que abarca a nuestros gobernantes aparentemente impotentes y a los industriales multimillonarios a la cabeza de lobbies que los tienen bajo su control— y Nosotros, nosotros, la gente, los pequeños, los grandes, los medianos, los burgueses, los de izquierdas, los de derechas, qué más da; en definitiva, nosotros, la gente. Y para Ellos, «la gente» parece representar una especie de masa anónima, y no lo que somos en realidad: una suma de miles de millones de individuos diferentes y pensantes. Desde hace cuarenta años, y a pesar de ser conscientes de lo que está en juego, nos ocultan lo que deberíamos haber sabido, de modo que hemos seguido avanzando a ciegas, inconscientes y crédulos.
Nos lo ocultan, guardan en secreto los múltiples detalles sobre el estado del mundo, y yo no sabría decir honestamente si lo hacen a propósito, con el fin de no causar un miedo (¿un pánico?) que pueda provocar una contracción del mercado y un hundimiento de los bancos, o bien si es por efecto de un inmovilismo, de una parálisis, de una especie de anestesia procedente de un sistema capitalista mundial del cual no saben desprenderse. Las dos cosas probablemente. Aun así, la desinformación —voluntaria o pasiva— de la gente, en el mundo entero, es una falta gravísima. ¿Recibimos en nuestros buzones o en nuestro correo electrónico folletos remitidos por el Estado destinados a alertarnos acerca de tal o cual aspecto de la situación del mundo, instándonos a adoptar tal o cual tipo de comportamiento? Nunca, y este inconcebible silencio es intolerable.
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