Sir John Barbirolli: el genio inglés de apellido italiano
La reedición de buena parte de su discografía oficial confirma al músico, en el 50º aniversario de su muerte, como uno de los más grandes y versátiles directores del siglo XX
En la primera secuencia de la película Días sin huella, el devastador retrato de un escritor alcohólico coescrito y filmado por Billy Wilder en 1944, Helen, la novia del protagonista, está a punto de acudir sola a un concierto matinal en el Carnegie Hall “dirigido por Barbirolli”. Misteriosamente, en los subtítulos en inglés de la edición comercial de la película (y el error es idéntico en otros idiomas), el “Barbirolli conducting” de la actriz Jane Wyman se transforma en “Bob Roller’s conducting”. ¿Se habría producido esta extraña metamorfosis si el director citado hubiera sido, por ejemplo, Arturo Toscanini, un ídolo local en el Nueva York de la época? Con toda certeza, no, pero el lapsus es revelador de hasta qué punto Barbirolli era y, tristemente, sigue siendo un director de orquesta infravalorado e insuficientemente conocido. Ahora, en el cincuentenario de su muerte, sus grabaciones hablan por sí solas y lo sitúan en la cúspide misma de la moderna dirección orquestal.
John Barbirolli nació en Londres en 1899, hijo y nieto de violinistas italianos emigrados –Lorenzo y Antonio– que podían jactarse de haber tocado en 1887 en el estreno mundial de Otello de Verdi en el Teatro alla Scala de Milán, en el que también había participado, por cierto, el propio Toscanini como violonchelista. Tras aprender el instrumento paterno, John se pasó enseguida al violonchelo, que tocó con 16 años en la Orquesta del Queen’s Hall y siguió practicando como aficionado durante toda su vida, aunque sus inmensas dotes musicales se concentraron muy pronto en la dirección de orquesta. Las grabaciones más antiguas de la soberbia caja (109 discos) que acaba de publicar Warner datan de 1928 y Barbirolli dirige en ellas a una orquesta de cámara fundada por su padre y bautizada con el apellido familiar. Su primer puesto importante llegaría justamente en Nueva York, nueve años después, donde sucedería –otro cruce de caminos– a Arturo Toscanini al frente de la que entonces se llamaba la Orquesta Filarmónico-Sinfónica de Nueva York.
El sello Sony acaba de reunir también en un álbum de seis discos las grabaciones realizadas por Barbirolli entre 1938 y 1942 con una orquesta que suena transfigurada bajo su batuta, aunque sin poder ocultar sus carencias. Es, sobre todo, en una febril Francesca da Rimini de Chaikovski y en una irresistible Segunda Sinfonía de Sibelius donde resulta más fácil reconocer a quien, pocos años después, grabaría dos versiones discográficas insuperadas de estas mismas obras al frente de su Orquesta Hallé, y el posesivo viene al caso porque la agrupación de Manchester fue la ininterrumpida compañera de fatigas del director durante casi cuatro décadas, desde que abandonó Nueva York hasta su muerte en 1970. La salvó de la desaparición en plena guerra mundial, cuando, desmantelada y con la mayoría de sus músicos llamados a filas, reclutó personalmente instrumentistas de donde fuera (bandas, colegios, conservatorios) y acabó por convertirla, si no en la mejor orquesta del mundo, y ni tan siquiera de su país, que nunca lo fue, sí en unos músicos que, bajo su batuta y hechizados por su magnetismo, se creían capaces de tocar como la mejor orquesta del mundo. En los días más negros de la historia de un Manchester devastado, Barbirolli llenó una ciudad obrera de música, esperanza y orgullo bien entendido.
Hay directores admirables en ciertos repertorios y anodinos en otros. Lo excepcional de Barbirolli es que, dejando de lado sus incursiones barrocas, que suenan inevitablemente trasnochadas (lo más salvable es un Dido y Eneas de Purcell gracias al genio de Victoria de los Ángeles), desde el clasicismo hasta la música del siglo XX –incluidos numerosos estrenos de compositores británicos, de los que fue un valedor infatigable– son incontables las maravillas legadas en estilos y géneros antagónicos. En sus manos, Jean Sibelius parece casi su álter ego: oír cualquiera de sus grabaciones de la música del finlandés –referencias absolutas de la discografía– es una experiencia catártica. Barbirolli parece nacido a orillas de un lago escandinavo y criado en medio de sus bosques como un personaje más del Kalevala. El manejo de los grandes bloques, la relevancia de las maderas, el engranaje de las pequeñas células que conforman la estructura en Sibelius, la ductilidad de los ostinati: todo tiene la traducción exacta y da igual que la música sea apacible o arrebatada, porque Barbirolli encuentra siempre el tempo justo, el empuje perfecto, el silencio elocuente, la sonoridad ideal en cada pasaje. El tantas veces vulgarizado y manoseado Vals triste, por ejemplo, suena en sus manos como la obra maestra que es y el ciclo sinfónico al completo sigue sin ser superado. Otro tanto puede decirse de El cisne de Tuonela, El regreso de Lemminkäinen, La hija de Pohjola o, incluso, Finlandia. Lástima que no lo rematara grabando Tapiola, esa cima de la música orquestal del último Sibelius. Barbirolli cree en él y en su música como si fueran una religión y él tuviera confiada la misión de ser su único profeta. En su visita a Helsinki en 1963 fue venerado como un héroe y recibido por el presidente Urho Kekkonen.
Los ejemplos de los milagros de Barbirolli son infinitos, una lista que no encuentra parangón entre los más grandes directores de orquesta. Uno de ellos es el Pelleas und Melisande de Arnold Schönberg, con una planificación de las tensiones –que llegan a oleadas, cada una más incontenible que la anterior– jamás igualada. Aun en medio de una orquesta de proporciones colosales como esta, siempre llama la atención en el director inglés la manera en que consigue hacer tocar a la sección de cuerda: de cualquier orquesta. Quizá por su condición de violonchelista, logra hacerles frasear exactamente como él lo haría si fuera uno de los músicos: todos, a una, hacen, detalle tras detalle, lo que él quiere, pero sin un solo asomo de rigidez. Todo lo contrario: con un alarde de ductilidad, de elasticidad, de comunión espiritual colectiva. Los músicos parecen seguir devotamente a Barbirolli –que apenas superaba el metro y medio de estatura– como a un gigante, como a un Mesías.
Casi en el extremo opuesto del poema sinfónico de Schönberg se encuentra la música incidental de Edvard Grieg para Peer Gynt: música sencilla, fresca, transparente, folclorizante. Y, de nuevo, hay que oír lo que consigue hacer Barbirolli con esta música para poder creerlo: la Muerte de Åse es intensa, pero sin gota de almíbar, y la Canción de Solveig, con una sensacional Sheila Armstrong, emociona de principio a fin, a pesar de su engañosa sencillez. Nadie ha dirigido esta música con su unción, que engrandece aun los más pequeños detalles y los llena de vida. Grieg (ese creador de “bombones de nieve”, como decía malévolamente Debussy) puede ser liviano, sí, pero jamás superficial. Barbirolli lo convierte en un genio.
Si en vez de piezas breves y formalmente simples, escuchamos grandiosas y complejas estructuras, como la Sinfonía “Heroica” de Beethoven, los resultados no son menos deslumbrantes. Aquí cincela Barbirolli una de las mejores intervenciones que se recuerdan de la Sinfónica de la BBC, con la que construye una versión angulosa, adusta, severa, llena de acordes secos y certeros como puñaladas. La Marcha fúnebre es desolada, muy serena, incluso mayestática: por momentos, parece casi la ilustración sonora de la futura The Waste Land, de T. S. Eliot. En el último movimiento está también ausente por completo la sensación de triunfo. Barbirolli no imitaba a nadie ni se adscribía a ninguna escuela o tendencia: era un músico con sus propias ideas, imprevisible y a menudo arrolladoramente original.
Sus Mahler han dejado huella, desde una Primera Sinfonía en la que se las ingenia para disimular o eliminar prácticamente sus divagaciones, hasta una Novena con la Filarmónica de Berlín que demuestra de lo que era capaz el británico cuando contaba con una orquesta de primerísima fila. Los alemanes parecen rendidos ante su genio (hay una grabación en directo con ellos de una Tercera Sinfonía igualmente portentosa y su muerte dejó en nada una proyectada Séptima), aunque donde se elevó a alturas hasta hoy inalcanzables para ningún otro director fue en la Quinta y la Sexta, ambas con la Orquesta New Philharmonia en sus años de gloria. Quien no conozca estas versiones –de nuevo sustancia pura, sin una sola costura manifiesta, sin un gramo de retórica huera, justo al contrario de lo que suele suceder–, debe correr a escucharlas. A partir de entonces ya no querrá saber de ellas interpretadas de otra forma.
Su ciclo Brahms con la Filarmónica de Viena (otra orquesta que lo descubrió muy tardíamente) es, en general, marcadamente comedido y sereno, pero jamás carente de tensión. Por momentos parece casi un ejercicio constante y premeditado de contención. Son versiones muy otoñales, intimistas, muy reflexivas. Puede que la más acabada sea la lectura de la Cuarta, quizá porque es la más afín a su enfoque global, aunque aquí asoma siempre que la partitura da pie a ello el Barbirolli más dramático. La Obertura trágica es extraordinaria, pero la Obertura para un festival académico es tan genial que puede afirmarse sin ambages que es otra de esas interpretaciones que permanece –y probablemente permanecerá– insuperada. Excelentes también las Variaciones sobre un tema de Haydn, con un final de nuevo irresistible, una auténtica explosión de vitalidad y claridad contrapuntística.
La lista puede alargarse ad infinitum: un Romeo y Julieta de Chaikovski hondo, poético desde el primer hasta el último compás (desgraciadamente, falta el final de la coda), la ya citada Francesca da Rimini, otro portento de comunicatividad y exaltación expresiva; La Mer y los Trois Nocturnes de Debussy con la Orquesta de París, libres, fragantes y luminosos; los valses y polcas de Strauss revelan qué colosal director se perdieron los Conciertos de Año Nuevo desde Viena; las Sinfonías de Elgar (el movimiento lento de la Segunda es otro de esos milagros casi incomprensibles), sus Variaciones Enigma, su Falstaff, sus Marchas de pompa y circunstancia, su Serenata para cuerda, son, desde el mismo día en que se grabaron, versiones de referencia que revelan cuán inglés era, a pesar de todo, Barbirolli; Frederick Delius, uno de sus compatriotas por los que sentía un apego especial y cuya música estaba grabando muy pocos días antes de morir, suena, gracias a su empatía y su genio, casi como un gran compositor; sus Wagner en nada desmerecen de los tenidos por más autorizados intérpretes de su música, y su muerte también nos privó de un proyecto de grabación de Los maestros cantores que habría sido sin duda histórica (el Preludio del primer acto que se escucha aquí, muy lento, es un dechado de claridad, energía y poesía a partes iguales); una Cuarta de Nielsen que Barbirolli eleva a la condición de obra maestra incontestable que suele pasarse por alto y que fue grabada en 1959, cuando casi ningún director reparaba en el compositor danés (hay una Quinta en directo publicada por la Barbirolli Society que es también de conocimiento obligado). Etcétera, etcétera.
Barbirolli acompañó en los años treinta a los más grandes solistas de la época: Fritz Kreisler, Alfred Cortot, Mischa Elman, Yehudi Menuhin, Jascha Heifetz, Artur Rubinstein, Edwin Fischer, Artur Schnabel, Nathan Milstein. En su madurez, fueron los jóvenes de entonces quienes se elevaron con él de nuevo a alturas insuperadas. El Concierto de Elgar con Jacqueline du Pré y la Sinfónica de Londres es una de esas interpretaciones que debería figurar en cualquier lista de las cimas discográficas del siglo XX. Parecen un padre y una hija que se conocieran desde siempre y que estuvieran tocando el último concierto de sus vidas, como si les fuera la vida en cada compás. Por más que se escuche, su capacidad para despertar las emociones más intensas permanece intacta. Los dos Conciertos de Brahms con Daniel Barenboim, casado entonces con Du Pré, es otro ejemplo de asombroso entendimiento intergeneracional, con pianista y director inyectándose mutuamente arrebato e inspiración. Y el triángulo se completa con las colaboraciones de Barbirolli con la entonces jovencísima Janet Baker: los tres grandes ciclos de canciones de Mahler, Shéhérazade de Ravel, Sea Pictures y The Dream of Gerontius de Elgar o Les nuits d’été de Berlioz son, por enésima vez, cimas absolutas de la interpretación musical de todos los tiempos. En un reciente documental de la BBC sobre la genial mezzosoprano inglesa, In her own words, la ahora octogenaria Baker se escucha en su casa cantando su antigua grabación de “Ich bin der Welt abhanden gekommen” de los Rückert-Lieder de Mahler e, irremediablemente, llora: “Suena todo tan libre. Es como si todos tuviéramos todo el tiempo del mundo. Es asombroso”. Ella misma no alcanza a explicárselo. Poco después de morir Barbirolli en 1970, la Orquesta Hallé ofreció un concierto en su memoria y formó parte del programa el final de El sueño de Geroncio, en el que la propia Janet Baker cantó, como en la grabación, el personaje del Ángel. En la última frase, Baker, rota por la emoción, se quedó sin voz y solo pudo mascullar el texto entre lágrimas. “Es lo más antiprofesional que he hecho en toda mi carrera. Pero era la última vez que cantaba para él y me pudo la emoción”.
Cuando volvió a cultivar la ópera al final de su vida, como había hecho con tanta frecuencia en su juventud, Barbirolli nos regaló el Otello mejor dirigido de la historia (parece un homenaje íntimo a su padre y su abuelo, que habían tocado en el estreno). Cuenta con un Iago (Dietrich Fischer-Dieskau) casi demasiado inteligentemente maquiavélico (más un intelectual que un soldado), un Otello en exceso rudo (aunque James McCracken se cree el personaje como pocos) y una Desdemona (Gwyneth Jones) no siempre en estilo, aunque excelente cantante y, sobre todo, intérprete. Pero por encima del reparto planea una dirección verdiana cien por cien, arrebatada y arrebatadora. Otro regalo invaluable del último Barbirolli fue la Madama Butterfly más irresistible jamás grabada, con la mejor pareja protagonista imaginable –Carlo Bergonzi y Renata Scotto– atrapada de principio a fin por lo que la soprano italiana calificó luego de la “magia” incomprensible de Barbirolli. El largo dúo del primer acto está desde entonces en los anales del mejor Puccini en disco. La Orquesta de la Ópera de Roma no ha vuelto a tocar nunca a ese nivel: sus responsables y sus propios músicos no daban crédito. Los Preludios del primer y el tercer acto de La Traviata que grabó en 1954 permiten imaginar cómo podría haber sido su versión completa de esta ópera en sus dorados y febriles años sesenta, en los que cada visita al estudio de Sir John producía frutos deslumbrantes. Sí que nos dejó, en cambio, muy pocos meses antes de morir, casi a modo de presagio, una Messa da Requiem de Verdi inolvidable, intensa, sentida, rebosante de italianità, con un cuarteto vocal excepcional (Montserrat Caballé, Fiorenza Cossotto, Jon Vickers y Ruggero Raimondi) y un coro New Philharmonia en el cenit de su justa fama. El italiano que alentaba en su fuero interno, que estaba siempre presto a asomar la cabeza tras su nacionalidad británica, el Barbirolli que gustaba de llevar sombreros Borsalino (los mismos que Verdi), se hace más presente que nunca en estas grabaciones de un repertorio que debería haber cultivado mucho más.
La edición de Sony sirve de trampolín imprescindible para entender los prodigios innumerables de la caja de Warner y comparar versiones de obras idénticas separadas por dos o tres décadas de distancia. Un disco de esta última permite también oír a Sir John ensayar, él, que creía que nada era posible en el concierto sin ensayos exhaustivos y concienzudos (el credo contrario al de, por ejemplo, Hans Knappertsbusch, que lo fiaba todo a la hipotética magia del momento del concierto). Y otro disco se llena con recuerdos de los músicos que trabajaron con él, como los violinistas Michael Davis y John Georgiadis. Es emocionante escuchar también la laudatio de Ralph Vaughan Williams cuando le entregó en 1950 la medalla de oro de la Royal Philharmonic Society. Cinco años después lo bautizaría en la dedicatoria de su Octava Sinfonía –en una expresión que hizo fortuna en su país– como “Glorious John”. Y emociona no menos oír la respuesta del homenajeado, con su voz ya rota entonces por décadas de adicción al tabaco y el alcohol (Geoff Moseley, el ingeniero de sonido de cuatro grandes discos de los Beatles, lo recordaba bebiendo a escondidas ginebra de su petaca en los recesos de las sesiones de grabación). O una magnífica y amistosa conversación final con Ronald Kinloch Anderson, el productor de muchos de sus mejores discos, y al que Barbirolli llama afectuosamente Ronie.
El lugar que corresponde a Sir John Barbirolli en la historia es, en fin, al lado mismo de Wilhelm Furtwängler, Otto Klemperer, Carlo Maria Giulini, Sergiu Celibidache, Carlos Kleiber, Georg Solti o Leonard Bernstein: los elegidos. Quienes asistieron a sus conciertos los califican de experiencias electrizantes. Ahora nos quedan solo sus discos para hacerle por fin justicia. Como afirmó Claudio Arrau en 1969 después de que le dirigiera el Primer Concierto de Chopin en el Festival de Edimburgo: “No creo que ustedes, en Inglaterra o Gran Bretaña, acaben de darse cuenta del maravilloso director que es Barbirolli”. Y “maravilloso” se queda incluso corto.
Barbirolli y España
Salvo error, Barbirolli solo dirigió en España cuando, al frente de la Orquesta Nacional, ofreció en noviembre de 1959 en Madrid obras de Handel, Beethoven (la Séptima Sinfonía y el Segundo Concierto para piano con Luis Galve como solista), Debussy y Ravel en el Palacio de la Música y el Monumental Cinema. En su repertorio figuraban obras de Falla y Turina, de quien tocó como cuartetista La oración del torero, y también tuvo relación con intérpretes españoles, como el violinista Antonio Brosa o, sobre todo, Pablo Casals, a quien le unió una gran amistad durante más de medio siglo, ya que se conocieron en Londres cuando Barbirolli era aún un niño. El violonchelista estrenó con su orquesta en el Palau de la Música Catalana de Barcelona, el 9 de mayo de 1929, el arreglo de un aria de Sarastro de 'La flauta mágica' para conjunto de violonchelos realizado por Barbirolli, con Alfred Cortot como director.
Babelia
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