Cuando Anthony Hopkins pierde magistralmente la cabeza
A los 82 años el británico prolonga una época dorada con su papel de ‘El padre’, que podría valerle su segundo Oscar. “Si empiezas a pensar que eres especial, se acabó”, afirma
Un día, en el rodaje de Amistad, a Anthony Hopkins le entregaron siete hojas de papel. Encerraban casi 1.000 palabras de monólogo. Y la secuencia clave de la película. Su personaje debía defender, con una encendida oración, la inocencia de los esclavos negros. El actor, sin embargo, no pareció sentir mucho vértigo: memorizó el discurso entero de una sola vez. En el plató se quedaron tan asombrados que Steven Spielberg pasó a llamarle sir Anthony, según la web IMDb. El cineasta no fue el primero, ni mucho menos el último, en celebrar el talento de Hopkins. Aunque él tiende a rehuir esos aplausos. Y, tanto entonces como hoy, prefiere un más cercano Tony. Eso sí, a sus 82 años (Port Talbot, Gales), mantiene la misma capacidad de hacer sencillo lo complicado. En El padre, que se estrena este miércoles en España, encarna a un anciano atrapado en la demencia senil. Los críticos apuntan a una nueva nominación al Oscar. Pero él, en una videollamada desde su casa de Los Ángeles, sonríe y afirma que ha sido “fácil”.
“Puedes complicarte la vida. Cuando eres joven, quieres demostrar que te esfuerzas duramente. Y está bien. Pero con los años te das cuenta de que no hace falta. Se trata de aprenderte el texto tan bien que puedas recitarlo mientras duermes. Cuando tienes un buen guion y un buen director, resulta sencillo”, agrega Hopkins. En El padre, contaba con ambas condiciones. Para su debut tras la cámara, Florian Zeller adapta su propia y premiada obra teatral. Y contagia al espectador el desamparo de un hombre que pierde los recuerdos y, poco a poco, sus certezas. El rey de la memoria Hopkins refleja, en la pantalla, la tragedia de decirle adiós.
El intérprete experimenta un periodo extraordinario. El mito que ganó el Oscar por El silencio de los corderos nunca ha dejado de trabajar. En una entrevista, se rio de sí mismo: “Si mi agente me dijera: ‘¿Podrías leer la guía del teléfono la semana próxima para un director?’, le contestaría que sí”. Y lo cierto es que en su currículo asoman años y filmes poco memorables. En los últimos tiempos, en cambio, acumula éxitos: la serie Westworld, el regreso al teatro con The Dresser, un Rey Lear para la BBC y Los dos papas, de Fernando Meirelles, que le valió una nominación al Oscar al mejor actor de reparto. “Es una época dorada para mí. He alcanzado una edad, y quizás una reputación, que me permite elegir y hasta hacer peticiones. Hay algo liberador en los pequeños proyectos independientes como El padre”, afirma.
Hopkins asegura que, al ver el guion, sintió el mismo flechazo que ante El silencio de los corderos o Lo que queda del día. Y eso que el tema podía resultar inquietante para un hombre de su edad. Pero él dice que no tuvo miedo, sino interés. “Solo he presenciado una vez la demencia senil. Me impresionaron la paciencia y el respeto con la que una hija y su marido trataban al padre de ella. No sabía dónde estaba, preguntaba a menudo cuándo llegaría su esposa, ya fallecida. Y siempre le tranquilizaban: ‘En nada, ha ido de compras”, explica. Él, en todo caso, ejercita constantemente su cerebro: aprende poemas, toca el piano, pinta. Y cree que el filme puede tener cierto impacto en tiempos de tanta soledad: “Hay un paralelismo. Este hombre no está atrapado por un virus exterior, sino aislado en su propia mente”.
En realidad, el actor ha hecho más por aliviar la cuarentena. Varias veces, en estos meses, sus delirantes vídeos de muecas y carcajadas se han vuelto virales en Internet. “Tengo dolores en las piernas y la espalda. Pero cada día me levanto y me digo: ‘¡Venga, vamos!’. Mis mensajes en las redes son para que nos riamos. La vida es corta, usémosla lo mejor que podamos”, defiende. Y eso que Hopkins tiene fama de seco en las entrevistas. Ante el hombre amable e irónico que despide la charla con “muchas gracias”, honestamente, cuesta creerlo.
Puede que el intérprete encierre una doble alma. Siempre se ha definido como un “solitario”, que desde pequeño no encajaba en ningún sitio. El estudio se le daba fatal, el deporte también y por eso, al parecer, lo intentó con la actuación. Pero tanto Richard Burton como Lawrence Olivier, que se cruzaron en sus comienzos, intuyeron de inmediato que, sobre el escenario, ese chico creaba poesía. Al fin y al cabo, tiene un remoto vínculo familiar con William Butler Yeats.
Él ha contado que su padre, quien regentaba una panadería con su madre, era un hombre áspero, muy dado al alcohol y poco a los sentimientos. Un suburbio del Gales profundo, en los cuarenta, tampoco solía criar tipos sensibles. “Me gustaba esa frialdad, porque resultaba dura. Y me enseñó a serlo. Sé cómo ser fuerte, despiadado. Es parte de mi naturaleza”, ha contado en entrevistas Hopkins. “El lado negativo es que no somos muy buenos dando o recibiendo amor”, declaró a The Guardian.
Así, por un lado, el actor pidió parar el rodaje de El padre porque una secuencia le llevó a las lágrimas. Pero, por otro, asumió tanto la piel de Hannibal Lecter que hasta Jodie Foster, en el plató, le tenía miedo. Hopkins adora a su esposa, Stella Arroyave, y a su gato, pero hace años que no tiene relación con su hija, Abigail. Sirvió como artillero en el ejército, y ahora da clases como voluntario en una escuela de actuación en Santa Mónica. Fue “un marxista rabioso”, durante la crisis de Cuba, pero ya no vota por falta de confianza. Dejó atrás una “deprimente” vida en el Reino Unido y pensó que “el país del Pato Donald” le daría más alegrías. Y hace décadas superó su propia adicción al alcohol que, un día, le llevó a despertarse en un hotel de Arizona sin saber cómo había acabado allí.
Tanto bagaje le permite a Hopkins relativizarlo todo: “De joven, obviamente quería llegar al éxito. Está bien querer ser el mejor y trabajar con los mejores. Pero llegas a un punto, donde estoy, en que ser actor es un trabajo. No me tomo tan en serio, si empiezas a pensar que eres especial, se acabó. Debes tener un ego, pero la vanidad te puede comer vivo. Te puede llevar a creer cosas falsas de ti mismo. A veces a la gente que se toma tan en serio querría decirle, como un chiste: ‘Vamos a morir todos!”. No por eso el intérprete piensa parar. Dice que la “rutina” del rodaje le encanta. Un nuevo viaje, un hotel, el desayuno en el tráiler, el ensayo, la filmación. “Es como un carnaval, un circo. El equipo se convierte en una familia y por la noche no te quieres marchar. Y seis semanas después te despides y continúa la aventura”, explica.
Hay, a la vez, algo que en absoluto le gusta de su profesión. “La gente miserable. He coincidido en un par de ocasiones con actores encantados de conocerse, que se presentan con retraso y no hacen su trabajo. No tengo tiempo para eso. También hay abusos laborales, directores que gritan o maltratan a la gente. Pero no ocurre a menudo. Para mí, se trata del respeto. El encargado de la cámara o del sonido: esos son los que cuentan de verdad en un plató. Yo solo aparezco y sale mi cara en la pantalla, pero ellos hacen todo el trabajo”. Más o menos. Porque él también contribuye. Primero, su memoria absorbe el guion. Y, luego, lo transforma en una interpretación inolvidable.
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