La mina de oro secreta
Los músicos novatos solían ceder sus derechos editoriales como una concesión adicional para lograr lo que realmente deseaban: grabar y publicar discos. Dylan ha sido especialmente consciente de los derechos de autor
No lo intenten. Inútil pretender explicar a un profano en el negocio de la música la diferencia entre un contrato de grabación y un contrato editorial. De hecho, los músicos novatos solían ceder sus derechos editoriales como una concesión adicional para lograr lo que realmente deseaban: grabar y publicar discos. Se firmaba como si fuera un simple anexo lo que podía constituir el negocio más seguro y lucrativo.
Ni siquiera los personajes más espabilados entendían cabalmente el potencial del publishing. Paul McCartney, educado al respecto por la familia de su primera esposa, Linda Eastman, se dedicó a hacerse con los catálogos de pequeñas editoriales, comenzando por el cancionero de su amado Buddy Holly. Como luego explicaría confidencialmente a Michael Jackson, “no tienes que hacer nada. Excepto cobrar: cada vez que alguien grabe o interprete una canción que tú controlas, te debe pagar”.
McCartney, sin embargo, minusvaloraba el potencial de las canciones de su primer grupo. En 1985, no se atrevió a superar la oferta de su amigo Michael —47,5 millones de dólares— por la editorial ATV Music, que administraba 251 temas de The Beatles. Diez años después, Jackson vendía la mitad de ATV a Sony por 90 millones. Finalmente, Sony adquiría el 50% restante a los beneficiarios del legado de Michael por 750 millones de dólares.
Esa escalada de la cotización obedece a la constante ampliación de las leyes de copyright, alentada por incansables lobbies. Las editoriales musicales tienen una imagen artesanal, con su origen en la impresión de partituras, que reblandece el corazón de los legisladores. En realidad, la tecnología ha jugado a favor de los gerentes de las canciones. El sampling, la construcción de grabaciones nuevas a partir de fragmentos ajenos, revalorizó el repertorio clásico. La digitalización, que inicialmente creó pánico por las descargas ilegales, ha multiplicado la omnipresencia de la música gracias a YouTube o las plataformas de streaming. Sin olvidar que la cultura rock ha colonizado la publicidad y las bandas sonoras.
Bob Dylan ha sido especialmente consciente de los derechos de autor. Como rara vez ha vendido discos en cantidades industriales, los ingresos más seguros procedían de las infinitas grabaciones de sus composiciones. Lo llevaba a rajatabla y se indignaba cuando se recortaban sus porcentajes, como ocurrió durante un tiempo en Francia por las tempranas traducciones de Hughes Aufray: la jurisprudencia gala concedía al adaptador la categoría de coautor, incluso en las versiones en inglés.
A primera vista, podría parecer que la venta a Universal de su catálogo de canciones, antes gestionado por Sony, supone una respuesta a la catástrofe de la covid-19, que ha interrumpido su actividad principal: la denominada Gira Interminable, con alrededor de cien conciertos al año. No obstante, sabemos que Dylan quiere dejar arreglados sus asuntos. Para evitar posibles conflictos entre sus herederos y, de paso, hacer caja.
En 2016, a cambio de unos tres millones de dólares, cedió sus archivos profesionales a la Universidad de Tulsa, en Oklahoma. Unos 100.000 manuscritos, documentos, cintas y objetos que se guardarán y/o exhibirán en el Bob Dylan Center, cuya apertura estaba prevista para 2021, con el doble objetivo de generar turismo y atraer a los investigadores: la dylanología es uno de los campos más activos del sector del libro musical. Y citar sus letras requiere pactar con su editorial.
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