La buena literatura de las malas personas
Francisco Brines, nuevo Premio Cervantes, siempre ha defendido que la moral de la poesía es la tolerancia
Hay escritores que deslumbran y escritores que alumbran. La voz de los primeros tiene tanta fuerza que solo admite el asentimiento. Apenas produce ecos, es decir, imitadores. La de los segundos ilumina el camino a los que vienen detrás e invita a la conversación. Produce interlocutores. San Juan de la Cruz, Lorca y Claudio Rodríguez podrían figurar entre los que deslumbran. Fray Luis, Cernuda y Francisco Brines, entre los que alumbran.
En 1995, cuando el premio Cervantes de 2020 publicó su último libro, la poesía española vivía una querella entre autores que tendían a la claridad y autores que tendían al hermetismo. Aunque el debate estético apuntaba a ideas contrapuestas sobre lenguaje e, incluso, sobre la democracia, la disputa solía despacharse, en el mejor de los casos, como un desencuentro entre tradición y vanguardia. En el peor, como un duelo de egos, moneda corriente en un género que mueve más vanidad que dinero. Entre los poetas de la generación del 50, unos invocaban como maestros a Jaime Gil de Biedma y Ángel González; otros, a José Ángel Valente y Antonio Gamoneda.
Cuando el tiempo atemperó los ánimos, emergió la figura de Francisco Brines como un maestro sigiloso cuya obra aúna claridad y metafísica, sentimiento y meditación. Y hacia ahí, justamente, giró parte de la poesía española de entonces. Los vanguardistas se volvieron más claros; los realistas, más profundos. Brines empezó siendo un extraño y ha terminado siendo una figura central. No estuvo en Colliure en el homenaje promocional de 1959, prefería el Machado de Soledades al de Campos de Castilla y no practicó la poesía social, pero está en todas las antologías canónicas de su generación (un término que —al contrario de aquellos que después de posar en todas las fotos despreciaron el grupo para reivindicarse— él nunca ha dejado de usar). En parte por el matiz de amistad que conlleva.
Además de con su longevidad, el consenso en torno al autor de Ensayo de una despedida tiene que ver con su tendencia a no hacer ruido en público. Aunque cultiva una ironía con un punto de malicioso, siempre ha predicado —sin subirse al púlpito- la misma tolerancia que atribuye al acto de leer. En 1984 puso al frente de la antología Selección propia (Cátedra) un prólogo escrito en estado de gracia —es un inmenso prosista— que resume su idea de la poesía. Allí sostiene algo muy útil para terciar en las discusiones sobre la relación entre autor y obra cuando nos referimos a un genio infame. Aunque no tenga una intención moral, la literatura tiene siempre un efecto moral, afirma. ¿Por qué? Porque la belleza —desinteresada por definición— nos hace asentir —es el verbo que emplea— a la forma de un texto aunque no compartamos el fondo del que nace. Por eso podemos identificarnos con una monja (Sor Juana) o con un antisemita (Céline). Esa es la moral de la literatura: la tolerancia. Y esa es la lección de Francisco Brines.
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