En defensa del CD
Nuevamente, la industria musical vuelve a dispararse en el pie: castiga a sus clientes más fieles, los que prefieren formatos físicos
Spotify tiene un revelador anuncio de autopromoción. Una simpática voz femenina da las gracias por usar su servicio de streaming cuando el melómano podía haber encendido la radio o poner “un vinilo, una casete o ¡un cartucho de ocho pistas!”. Ni una mención al elefante en la habitación: la opción de reproducir un CD; hay miles de millones de esos discos plateados en el planeta.
Un olvido nada casual. Son años desincentivando el uso del CD. Los nuevos ordenadores, los nuevos coches, prescinden del reproductor de CD. Sony, una de las compañías responsables del lanzamiento del soporte, ya no fabrica su famoso discman. Pero sí tiene en catálogo su portátil de casetes, el walkman, ahora comercializado como accesorio de lujo: la nostalgia lleva recargo.
La denigración del disco compacto comenzó con hipsters que detestaban compartir con la plebe algo tan práctico, ligero y eficiente. Empezaron burlándose de su apariencia: solo servía para colgarlo en los balcones, como espantapalomas. Difundieron algo manifiestamente incierto: que la calidad sonora del vinilo era superior. Vale, hay compactos que suenan a rayos pero igual ocurre con muchos vinilos, víctimas de malos prensajes y la deformación del material base. Disculpen: de ninguna manera querría entrar en la batalla binaria de LP contra CD. Yo también amo los elepés, adoro sus fundas de cartón, aprecio el ritual de colocarlos en el plato y el suspense del frote de la aguja contra el surco antes de la primera nota. Allá cada uno con sus manías.
Lo extraordinario es que ha triunfado la narración de los paladines del LP. Los medios de comunicación creen que, en cuestión de música tangible, lo que mola es el vinilo y que el CD está en vías de extinción. Pura mentira: todavía hoy, la venta de elepés es una fracción de la correspondiente a los compactos. ¿A quién interesa mantener tal falacia? Obviamente, a discográficas que potencian así un formato cuyo PVP (precio de venta al público) es el doble/triple del CD. Se fomenta el elitismo del vinilo: el Record Store Day evita promocionar lanzamientos en compacto.
Qué fantásticos tahúres. En los ochenta, las disqueras cobraban extra por los compactos, a pesar de que resultaban significativamente más baratos de elaborar que los vinilos. A la vez, impusieron a los artistas un recorte en royalties alegando que el naciente formato había exigido grandes inversiones en I+D. Esa sí que fue la “gran estafa del rock’n' roll”.
Con su habitual miopía, las discográficas hicieron poco por su soporte estrella. Sí, se mejoró el sonido con las remasterizaciones, táctica brillante para vendernos otra vez lo mismo; la mayor capacidad del CD permitió el rescate de rarezas y la monetización de inéditos y directos. Pero pocas veces pensaron en cuidar el diseño o en medidas tan elementales como proteger los discos con fundas de papel satinado.
No importaba la longevidad de los compactos, aunque se escudaban bajo el lema tramposo de “sonido perfecto para siempre”. Las multinacionales comparten el sueño húmedo de un mercado musical sin soportes físicos: venden su alma por un futuro donde toda la música se consuma en streaming. Sobre todo si son parte del accionariado de esas plataformas y pueden repartirse los ingresos de acuerdo con algún algoritmo que, misteriosamente, vuelve a marginar a los artistas.
Babelia
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