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LEER PARA CREER
Columna
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La conjura contra el poder de Trump

No hay fortaleza en las reglas si los dirigentes juegan a zarandearlas

Berna González Harbour
Una detenida durante una protesta contra la nominación de la juez Amy Coney Barrett, en Washington, el 15 de octubre.
Una detenida durante una protesta contra la nominación de la juez Amy Coney Barrett, en Washington, el 15 de octubre.KEVIN LAMARQUE (Reuters)

Cuánto tiempo es preciso desde que nace una novela hasta que se convierte en clásico, en una creación perdurable por su capacidad para retratar, predecir y sellar su vigencia es uno de los misterios más inescrutables que persiguen a la literatura. Escribo esto mientras los líderes que hemos elegido se enfrentan en el Congreso desde realidades paralelas, muchos mediante la agresión, y pienso en cómo al escucharles cada ciudadano puede encajar en una de esas realidades mientras mira la otra con pavor, o directamente sentirse expulsado de ambas al no encajar en ninguna. Y me pregunto qué novela retratará este tiempo de desafección y fracaso colectivo con el vigor de un clásico.

No es condición necesaria que ambas cosas —creación y realidad— sean simultáneas. Ni siquiera que la creación sea posterior. De hecho, la novela que probablemente mejor retrata el presente de EE UU y el triunfo del trumpismo es La conjura contra América, publicada por Philip Roth en 2004. Como es sabido, el autor ficcionó el ascenso a la Casa Blanca del piloto Charles Lindbergh como una fuerza fresca y popular que, bajo la apariencia de renovación, comienza a derribar los pilares de la convivencia y a alentar una persecución de los judíos acorde a su buena relación con Hitler. La mayoría de Lindbergh no cree que eso vaya a ensuciar la democracia, pero pronto se demuestra que esta es una membrana mucho más vulnerable de lo que creíamos. No hay fortaleza en las reglas si los dirigentes juegan a zarandearlas.

Con la victoria de Obama, creímos que esa América quedaba atrás, que la igualdad era posible, pero era un espejismo. La América que retrató Harper Lee en Matar a un ruiseñor, tan exquisitamente llevada al cine por Robert Mulligan, o que podemos ver en La jauría humana (1966), de Arthur Penn, es lo que sigue vigente, y no precisamente lo que supuso Obama. Y es esa capacidad de las obras de deglutir la realidad para devolvérnosla en forma de territorios subyugantes lo que hace grandes la literatura o el cine. Más grande que el poder del propio Trump. Ya nunca veremos Sudáfrica de una manera separada de Disgrace, la gran novela de Coetzee, como nunca veremos España de forma ajena a Los santos inocentes de Delibes, por poner un ejemplo, o del cine de Buñuel, Berlanga o Gutiérrez Aragón. Clásicos son clásicos.

Podemos avanzar como sociedad. Y avanzamos, sin duda. Pero cada vez que nos asomamos a una sesión parlamentaria vemos el Duelo a garrotazos de Goya y cada vez que nos asomamos a un nuevo episodio trumpista vemos a Marlon Brando en el papel de sheriff impotente en La jauría humana, o a Gregory Peck en el de Atticus Finch en Matar a un ruiseñor haciendo frente a la sinrazón colectiva capaz de tomar un peso letal. Nos queda un consuelo: la conjura literaria contra la miseria humana, contra el racismo, el clasismo y contra el poder de Trump.

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Sobre la firma

Berna González Harbour
Presenta ¿Qué estás leyendo?, el podcast de libros de EL PAÍS. Escribe en Cultura y en Babelia. Es columnista en Opinión y analista de ‘Hoy por Hoy’. Ha sido enviada en zonas en conflicto, corresponsal en Moscú y subdirectora en varias áreas. Premio Dashiell Hammett por 'El sueño de la razón', su último libro es ‘Goya en el país de los garrotazos’.

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