Muere el arquitecto y pintor Juan Serrano, miembro de Equipo 57
El artista fallece a los 91 años en Córdoba, ciudad en la que puede verse su última obra, inaugurada en el Centro de Creación Contemporánea la semana pasada
Hay personas que tienen la enorme virtud de ser jóvenes pese a acumular años. Suelen ser personas sabias, que se manejan bien en el mundo del revés. Gente que susurra cuando los demás gritan, gente que pasea mientras el resto corre. Gente que ensalza lo que está a un palmo de la mano mientras el mundo sueña con alcanzarlo todo. Son personas radicales. A veces, casi invisibles. Tipos discretos que suelen vivir a golpe de urgencia aun cuando el tiempo parece que se acaba. Ese era Juan Serrano (Córdoba, 1929-2020), fallecido el domingo a los 91 años. Le gustaba tan poco el protagonismo que no se sabe qué pensaría de estas letras. Hay quienes le llamaban “el artista silencioso”, aunque dejó escrito uno de los acontecimientos artísticos más importantes del siglo XX, cuyo eco llega hasta hoy.
Tenía 28 años y una carrera como arquitecto cuando fundó en París el Equipo 57 junto a Ángel y José Duarte, Agustín Ibarrola y Juan Cuenca, el máximo ejemplo de arte abstracto geométrico radical en España, que ponía patas arriba el individualismo que tanto defendían los informalistas. Para este colectivo, la clave estaba en el compromiso social y en pensar el arte como un experimento, en obras que lo mismo podían aplicarse al diseño industrial que al urbanismo. Una inquietud que venía de antiguo, cuando en 1954 crearon el grupo Espacio en Córdoba, en torno a Jorge Oteiza, aunque 1957 fue el año decisivo. El momento, también, en que el arte español vivía un punto de inflexión hacia la renovación e internacionalización en el que contribuyó otro grupo: El Paso, en Madrid. Un sueño sobre el poder transformador del arte que duró hasta 1962.
En varias ocasiones merodeé por esos lares con Juan Serrano, pero como buen idealista y tirando de la osadía de los tímidos tuvo a bien escaquearse. Ya sabía que el escamoteo se le daba bien. Por ahí, se detenía en otros detalles de su historia artística, aunque a priori no hubiera relación alguna. O sí. Un día me habló de los altramuces, algarrobas y arenques que comía durante la Guerra Civil. Le pilló con siete años. Suficientes para recordar cómo salían corriendo al refugio cada vez que sonaba la sirena. En otra ocasión me contó que había apañado una pensión y que prefería vivir modestamente, pero tranquilo. Hasta para perseguir la libertad era ágil. También para el diseño de muchos de los pavimentos del casco antiguo de Córdoba, que son de él. Y para pensar sus sillones, que en realidad llamaba asientos para leer y reírse.
Seguro que lo hizo en 2016, cuando el Centro Andaluz de Arte Contemporáneo de Sevilla inauguró una de las mayores exposiciones del colectivo, por el que había recibido varias medallas, entre ellas la del Mérito a las Bellas Artes, en 1993. También en 2017, cuando el Centro de Arte Rafael Botí de Córdoba dedicaba una gran retrospectiva a los 60 años de ese revoltillo cultural. Una aventura en la que se volcó la galería Rafael Ortiz, siempre cómplice hasta cuando decidió exponer su obra de manera individual. La primera llegó hace 10 años, cuando había alcanzado los 81: un juego de traslaciones, giros, simetrías y vacíos. La última hace apenas unos días, en el C3A de Córdoba bajo el nombre de Alhambra, una instalación escultórica de la serie Laberintos, en la que este artista estuvo trabajando en los últimos 30 años. Ya estaba muy enfermo cuando la visitó unos días antes de inaugurar, el 28 de septiembre. En su retina quede esa emoción, que en la nuestra no se irá tan fácil este artista inclasificable.
Babelia
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