El gran momento de Lee Krasner
El Guggenheim de Bilbao reivindica medio siglo de trayectoria de la pintora estadounidense, más allá de la sombra de Jackson Pollock y los expresionistas abstractos
Autorrretrato (1928) de Lee Krasner muestra a la artista estadounidense pintando en medio del bosque: viste camisa azul y delantal; una mano sostiene sus pinceles y un trapo, y la otra está oculta tras el lienzo que asoma por la esquina derecha del cuadro; su melena pelirroja está recogida, los abultados labios rojos no sonríen, la mirada está clavada al frente, pero hay algo despegado en ella. La decisión, juventud y armonía que trasmite este óleo parece conectar con el personaje de Jo March de Mujercitas, solo que esta pintora no creció en Nueva Inglaterra, sino en el Brooklyn de principios del siglo XX en el seno de una familia ucraniana judía ortodoxa, a la que pronto dio la espalda para emprender su camino.
Este cuadro es uno de los tres autorretratos con los que se abre el recorrido por la exposición Lee Krasner, color vivo, que desde mañana viernes y hasta el 10 enero, acoge el Museo Guggenheim de Bilbao, tras su paso en 2019 por el Barbican de Londres —institución que ha coproducido la muestra con el museo vasco—, y una itinerancia por Suiza y Alemania, que se prolongó un poco más de la cuenta debido a la forzosa clausura de los centros de arte la pasada primavera por la expansión de la covid-19. “Desde una exposición en Londres en 1965 no ha habido ninguna antológica dedicada a Krasner en Europa. Así que esta es la primera vez que una muestra europea presenta su trabajo tardío”, explicaba en un recorrido por las salas Lucía Agirre, comisaria, junto a Eleanor Nairne, de la muestra que ha contado con el apoyo de Seguros Bilbao.
A pesar de que su obra fue reivindicada por los movimientos feministas en los setenta y ochenta en Estados Unidos y que obtuvo amplio eco en vida de la artista, el reconocimiento a su trabajo ha sido tardío a este lado del Atlántico, apunta Aguirre, y añade: “Krasner fue una mujer cargada de fuerza y esto se aprecia en los gestos rápidos de su pintura. Tenía un buen ojo para los colores y frente a otros artistas de su entorno que alcanzaron una imagen icónica, y a partir de ahí siempre la repitieron, ella fue cambiando una y otra vez, incluso canibalizando su obra anterior”.
Krasner (Nueva York, 1908-1984) se llamaba Lena se reinventó como Lenore, influida por los poemas de Edgar Allan Poe, y acabaría quedándose con Lee, un nombre que no descubría si se trataba de un hombre o una mujer y que quizá valdría para abrir más puertas. Con ese primer autorretrato con el que arranca la muestra de Bilbao ella logró entrar a los 20 años en la prestigiosa National Academy of Design. Antes tuvo que convencer a los profesores que evaluaban a los candidatos de que realmente había sido ella quien lo había pintado, colocando un espejo en un árbol, —y es justo ahí, cabe suponer, adonde dirige esa mirada despegada y concentrada del cuadro—.
No fue aquella la primera, ni la última vez que tuvo que sobreponerse al ninguneo o demostrar que a pesar de ser mujer sostenía los pinceles con tal confianza y talento que podía mirar por encima del hombro a muchos hombres. La pintora jugó un papel capital en el expresionismo abstracto, un movimiento artístico que logró trasladar el centro cultural de París a Nueva York, que impuso la pintura no figurativa y que desplegó un carácter hiper-masculinizado con figuras como De Kooning o Jackson Pollock, este último, su esposo durante poco más de una década.
Empeñada en formarse, Krasner dejó Brooklyn en 1921 y se instaló en Manhattan para estudiar artes aplicadas en una escuela solo de chicas, y a los 17 ingresó en Cooper Union en un programa femenino. Se había instalado en el West Village y frecuentaba los círculos trotstiskas. Rechazó casarse con el viudo de su hermana y hacerse cargo de sus cuatro hijos, como mandaba la tradición ortodoxa —su hermana menor a los 14 cargó con eso—. Lee se volcó con furia en la pintura y en la política en los años de la Gran Depresión trabajando en los proyectos de ayudas federales a artistas que llegaron con el New Deal, y movilizándose ruidosamente cuando se acabaron.
En la National Academy of Design se cruzó en su camino un sofisticado y apuesto emigrante ruso y aspirante a artista, Igor Pantuhoff, con quien arrancaría una relación que marcaría el patrón de lo que sería su tormentoso matrimonio con Pollock más adelante. Pero fue otro hombre quien realmente influyó su forma de mirar y trabajar: Hans Hofmann, el pintor alemán que se había formado en el París de las vanguardias y en cuyas clases la artista aprendió a incorporar el lenguaje moderno de Kandisnky, Miró, Picasso o Matisse que había descubierto en el MoMA unos años antes.
Los bocetos cubistas que realizó en esas clases se muestran en la exposición de Bilbao. Pero el principio de aquellas lecciones con Hofmann no fue precisamente suave. El primer día el profesor rompió uno de sus dibujos y lo colocó sobre otro. Krasner estaba furiosa y no lo comprendía, pero años después sería ella misma quien, tras hacer trizas sus dibujos, los mezclaría con papeles descartados por Pollock para realizar las deslumbrantes composiciones de collages Charla de pájaros (1955) y Velas encendidas (1955).
Unos años antes, la pintora se había trasladado a Long Island con Jackson Pollock, donde tras una etapa atascada brotó el color en cuadros de pequeño formato, con extraños alfabetos. Una rueda de carruaje que ella rellenó con objetos diversos creando un collage tridimensional anunciaba lo que estaba por llegar.
En 1956 dejó las tijeras y el pegamento y volvió al pincel con un cuadro en el que se oye algo de De Kooning de fondo. A Pollock le gustó y le hizo un par de sugerencias. Ella no le hizo caso y marchó a Europa. Poco después la llamaron para informarle de que el pintor había muerto en un accidente de coche. Decidió titular ese lienzo Profecía y curarse del duelo pintando, ahuyentando las largas noches de insomnio en el inmenso estudio de Pollock que pasó a ocupar, un nuevo espacio que la llevó directa a los cuadros de gran formato. La abstracción de la serie Viajes nocturnos en un tono ocre anunciaba el deslumbrante estallido en colores que vendría unos años después.
Krasner derrochaba tensión, talento y ganas de seguir cambiando. “Molesté a muchos. No podía dejar que nada me frenara como pintora”, explica en el vídeo con extractos de varias entrevistas, que cierra la exposición. “Mi adrenalina se dispara. La pintura es mi forma loca de escribir. El color sigue siendo un misterio”.
Sus obras en papel de 1969 parecen retratar células vistas por el visor de un microscopio. De ahí salta al gran formato de los cuadros geométricos y coloristas de la serie Palingesia. Y al fin, Krasner vuelve a reencontrarse con sus dibujos de juventud, de la academia de Hofmann y decide intervenirlos con la precisión de un cirujano, cortarlos y recomponerlos en obras grandes y poderosas.
La espesa sombra de Pollock, sus furiosas sacudidas del pincel y su malditismo parecen haber eclipsado a Lee Krasner, que supo ocuparse del legado del pintor y proseguir con fiereza con su obra, incorporándose en los setenta al Women’s Art League con Louise Bourgeois o Chryssa. La escritora Mary Gabriel en el libro Ninth Street Women relata como el profesor Hofmann siempre tuvo claro el papel de la artista en la gestación del expresionismo abstracto. Cuando se mencionaba a Pollock como uno de sus alumnos estrella, el viejo alemán corregía a sus interlocutores diciendo: “No, Pollock no fue alumno mío. Era alumno de mi alumna, Lee Krasner”.
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