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In memoriam
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Leo, luego existo

La muerte de Manuel Arroyo-Stephens nos deja sin un editor rebelde, un escritor secreto y un lector voraz

Luis Gago
Tres imágenes de Manuel Arroyo-Stephens, fallecido el pasado domingo.
Tres imágenes de Manuel Arroyo-Stephens, fallecido el pasado domingo.quique jiménez

Manuel Arroyo-Stephens fue —en un vago e intercambiable orden cronológico— librero, editor y escritor, aunque lo que más placer le procuraba, y su principal ocupación vital, era ser lector. Vivía abrazado literalmente por los libros de su gran biblioteca, leía con pasión y sin descanso y, luego, compartía con entusiasmo sus lecturas. Sentía especial debilidad por la poesía, su gran compañera de viaje: haber elegido para sus hijas los nombres de Trilce y Elisa es toda una declaración poética en sí misma. Y ha vivido con felicidad y orgullo indisimulados haberlas tenido a su lado durante los últimos meses de su enfermedad.

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“Desde el año 2000 vive apartado”, se lee al final de la escueta información biográfica incluida en su último libro publicado, La muerte del espontáneo (Antonio Machado Libros, 2019). En esa reclusión voluntaria en la sierra de Guadarrama, cambió los seres humanos por los pájaros. “Desde que les he puesto dos fuentes al lado de mi ventana por la mañana esto parece un aviario”, me escribió. O: “En mi casa, con mis libros, con mis pájaros y rodeado de árboles y plantas y fuentes, no puedo pedir más”. Ha habido también, claro, días más grises (“Llevo unos días amolado, con anemia, animia, anomia y congoja”), pero él, que nos ha regalado páginas inolvidables sobre el final de su gran amigo José Bergamín (una foto de ambos en un burladero ocupó siempre un lugar preferente en su despacho) o sobre el de su propia madre, parece haber dejado preescrito el suyo: una buena muerte, lúcida y serena. Se ha ido contento, con su tiempo cumplido, como le gustaba decir, aunque sus amigos sentimos que nos ha dejado demasiado pronto. Cuando se convirtió en centenario, el compositor Elliott Carter, que murió a punto de cumplir 104 años, declaró: “Estoy viviendo más allá de mi tiempo”. Manuel Arroyo se ha quedado más acá y la traducción rimada que le prometí de uno de sus poemas predilectos, Love Unknown, de George Herbert, ha quedado a medio terminar. Recitaba de memoria el primer verso y se emocionaba: “Deare Friend, sit down, the tale is long and sad”.

Los visitantes de Manuel Arroyo-Stephens: pollos de muscicápido y de cárabo que se posaban plácidamente en su mano.
Los visitantes de Manuel Arroyo-Stephens: pollos de muscicápido y de cárabo que se posaban plácidamente en su mano.Manuel Arroyo-Stephens

La música fue también en su vida una pasión ininterrumpida. El mes pasado aún acariciaba la idea de viajar a Granada para escuchar a Igor Levit tocar las tres últimas sonatas de Beethoven en el Patio de los Arrayanes. Le gustaba recordar que Bergamín solía llamarlo Ludovico, a medias por la melena alborotada de su juventud y por su amor por la música del alemán. Pero aquel viaje ya no pudo ser, como tampoco pudo volar por enésima vez a Londres el año pasado para ver Donnerstag aus Licht, de Karlheinz Stockhausen, o para admirar de nuevo a Tom Stoppard, ni volver a Berlín, donde vivió largas temporadas en los últimos años y donde frecuentaba conciertos con fruición.

Agudo observador de la naturaleza humana, se expresaba en privado sin tapujos sobre nuestras miserias. Lo sabía todo sobre tipos de papel, sobre impresión y encuadernación, y Turner conquistó justo prestigio realizando libros de encargo de factura inmaculada, lo que le llevó a conocer a la élite política y económica. Por ello fantaseaba con escribir un libro –o quizá lo haya hecho– que pensaba titular Canallas que he conocido. Se sentía orgulloso de la parte irlandesa de su sangre y el dolor de ser español lo plasmó, a la contra, en una andanada documentada y mordaz, Contra los franceses, aunque decidió no revelar la autoría de este “libelo” (la denominación que él mismo eligió) hasta la segunda edición (Elba, 2016). Tampoco el subtítulo tiene desperdicio: “O sobre la nefasta influencia que la cultura francesa ha ejercido en los países que le son vecinos, y especialmente en España”. Era muy feliz en su casa del sur de Francia.

Pisando ceniza (Turner, 2015) o el citado La muerte del espontáneo son libros que funden sin costuras autobiografía y ficción con una prosa limpia, de engañosa sencillez, retocada ad infinitum e indisociable de sus ingentes lecturas. Acantilado, donde siempre quiso editar, publicará pronto su Mexicana, cuya dedicatoria envió hace tan solo un par de semanas a su directora, Sandra Ollo. Y deja terminado al menos otro manuscrito titulado De donde viene el viento, cuyas últimas frases vuelven a retratarlo primordialmente como lector: “La relectura es un lugar del que no quieres salir nunca. Llegas cuando comprendes que más importante que leer es haber leído”. Manuel Arroyo-Stephens fue hasta el domingo un escritor clandestino. Cuando sus inéditos vean la luz se convertirá en un escritor póstumo. Ya no podemos preguntárselo, pero es difícil saber cuál de los dos adjetivos le gustaría más.

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Sobre la firma

Luis Gago
Luis Gago (Madrid, 1961) es crítico de música clásica de EL PAÍS. Con formación jurídica y musical, se decantó profesionalmente por la segunda. Además de tocarla, escribe, traduce y habla sobre música, intentando entenderla y ayudar a entenderla. Sus cuatro bes son Bach, Beethoven, Brahms y Britten, pero le gusta recorrer y agotar todo el alfabeto.

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