El verano que tardó en llegar
Un recorrido cultural por los estíos que, como este, asomaron en el calendario precedidos por la desgracia
Salpicado aún por la tos y el frío que heredamos de un invierno de enfermedad y descontento, ya está aquí, enmascarado, el verano de 2020. Desde hace un siglo nunca había tardado tanto en llegar el verano.
Hubo guerras y sucesos que trajeron desgracia a la tierra en el último siglo. Aquí tuvimos aquel verano del 36 que partió de julio y no dejó libre de angustia ningún mes, hasta muy tarde. En aquel verano de la guerra mataron los fascistas a Lorca, que viajaba con la luz de los veranos.
Ya veremos si a la orilla del mar o en las montañas el verano alivia ahora la señal del miedo. Esta sensación de paréntesis acabará en un mes, y entonces vendrá septiembre y quizá ocurra lo que volvió loca a Melina Mercouri en Los pianos mecánicos. Que se va el verano y el viento arrasa hasta el baile.
Hace un siglo agosto se abría con la música al sol ante la catedral de Salzburgo, donde el fundador del mayor festival del mundo, Hugo von Hofmannsthal, hizo desde entonces que se interpretara Jedermann, su versión de una obra moralista inglesa de la Edad Media que pone a un hombre rico cara a cara frente a la Muerte. Ahora sonará como metáfora de época tan enferma. Lo evoca Luis Gago, crítico de música clásica de este periódico.
Shakespeare, recuerda Gago, hizo de su Sueño de una noche de verano el punto de partida para que otros creadores (Mendelssohn, el más joven, a los 17 años) hallaran en esa estación brillante su parada. Por Shakespeare desfilaron desde Bergman hasta Woody Allen sacando de la metáfora del inglés la impresión de que lo que ocurre en agosto son sueños de poeta. Mahler componía solo en verano, y Anton Webern o Hector Berlioz hicieron de este calor de ahora lo que quizá no hubieran podido componer bajo la tempestad. Thomas Mann se enamoró de Venecia (y no solo) en 1911, y ahí asoció verano, amor y muerte
Es, dice el poeta y novelista Gustavo Martín Garzo, “el fin de la oscuridad”, el tiempo en que los chicos cambian la mirada. Vallisoletano como Delibes (que le debe al verano El camino o Las ratas, por ejemplo), descubrió el mar a los 14 años, y ahora está en Cantabria diciéndoles a los nietos cómo era aquel tiempo. Evoca a Pavese y a su amor de veranos, o El jardín de los Finzi-Contini de Bassani, para detenerse en un momento del verano de las literaturas, cuando Daisy entra en el cuarto de Gatsby y descubre llorando a mares aquellas camisas hermosas…
Irene Vallejo, que espera ahora que el velo de la pandemia la deje salir de Zaragoza hacia la montaña, tiene este símbolo de lo que la literatura le debe al verano. Es cuando Lewis Carroll, el 4 de julio de 1862, accede a lo que le piden las niñas que pasean con él por el Támesis: “Cuéntanos historias”. Él les contó las maravillas de Alicia. En las reuniones veraniegas de Suiza, Byron, Polidori y Mary Shelley inventaron los monstruos que siguen siendo símbolo de verano y miedo. Alguien dijo esta semana que el verano es un melocotón a tiempo. Y esto se le debe a Alejandro Sanz: “El verano es el verbo”. El verano es un baile que, en septiembre, caerá de los tendederos como los sueños en aquella película de Melina Mercouri.
Babelia
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